García "Hispaleto", Manuel. 1884. Óleo sobre lienzo, 152x197 cm.
Discurso que hizo don Quijote de las armas y de las letras (cap. XXXVIII)
La figura de George Orwell crece con el tiempo y está alcanzando categoría
icónica. Tanta, que no sorprende que se le cite con veneración en el Congreso
de los Diputados ni que se haya convertido en protagonista del cómic Orwell (Norma
Editorial, 2020), de Pierre Christin y Sébastien Verdier. En la crisis del
coronavirus y los consiguientes debates públicos acerca del alcance del control
social, la novela 1984 de George Orwell ha sido una referencia
inexcusable, como La peste de Albert Camus, escritor francés
con el que comparte tantas cosas. Aunque el interés por ambos escritores debe
de arrancar de mucho antes y de más hondo: en el compromiso con la integridad intelectual.
Arcadi Espada en el prólogo de otra recomendable antología de Orwell, Matar
a un elefante (Turner, 2006), califica el ensayo «La política y la
lengua inglesa» (1946) como un texto «fundamental de la cultura de nuestro
tiempo». Espada se atiene a los hechos: «No sólo formaliza la noción moderna
del eufemismo, sino que describe el periodismo y la política como sistemas
eufemísticos. Si un eufemismo detectado (“pacificación” o “rectificación de
fronteras”) es, automáticamente, un eufemismo desactivado, se comprenderá la
importancia de la crítica orwelliana de la política y los medios». Lo esencial,
concluye, es la relación que el autor demuestra entre unos usos lingüísticos y
un propósito moral, esto es, las interacciones de ida y vuelta entre la palabra
y la comunidad, que pasan por el poder.
A través de la obra de Orwell se puede asistir a un análisis pormenorizado
del potencial político de la palabra y de las consecuentes tentaciones de
instrumentalizarla. Más que diferenciar, como los clásicos, las armas y las
letras, hoy lo más necesario es alertar de que las armas son las letras. Que
Orwell lo hiciera explica su relevancia actual en un contexto en el que las
tensiones alrededor del lenguaje político no hacen más que crecer. Por fortuna,
los antídotos contra la demagogia y la ideologización que él también propuso no
han caducado ni perdido su eficacia.
El poder de la palabra

Pero las palabras, como el poder, como la soberanía que de ellas se
desprende, pueden usarse sabia o torpemente; lo cual tiene consecuencias
políticas inmediatas que se retroalimentan en un vertiginoso círculo vicioso.
Orwell lo explica en «La política y la lengua inglesa»: «Un hombre puede darse
a la bebida porque se considere un fracasado, y fracasar entonces aún más
porque se ha dado a la bebida. Algo parecido está ocurriendo con la lengua
inglesa. Se vuelve fea e inexacta porque nuestros pensamientos rayan en la
estupidez, pero el desaliño de nuestro lenguaje nos facilita caer en esos pensamientos
estúpidos».
Por idénticos presupuestos, el recientemente fallecido José Jiménez Lozano
confesó en su discurso de recepción del Premio Cervantes de 2002 la razón por
la que había buscado siempre palabras que no estuvieran instrumentalizadas:
«Únicamente ésas pueden llevarnos a la comprensión del mundo, sólo ellas nos
instalan en el conocimiento». Orwell ya había advertido que cada una de las
expresiones prefabricadas que usamos «anestesia una porción del cerebro».
El diccionario es político
El escritor inglés tiene meridianamente claro que el lenguaje ocupa un
lugar central del tablero de juego de la política, inscribiéndose en una
tradición de pensadores de lo público interesados por el fenómeno lingüístico.
Hobbes había sido consciente de la potencia política latente en las palabras.
En el Leviatán llega hasta el extremo de conceder al soberano
el poder de alterar los significados para controlar así el debate social.
Irene Vallejo, en su artículo «La salud de las palabras» (en Alguien
habló de nosotros, Contraseña, 2017) nos recuerda que «Tucídides
advirtió el síntoma de una crisis latente en el cambio de significado de
ciertas palabras. Pensaba que la política se deteriora si el servilismo dentro
de las facciones se empieza a llamar lealtad. Si el bien común se
trata como un botín. Si llamamos listo al que conspira mejor
y cobarde a quien se detiene a reflexionar. Si hablamos de
pactos sólo para encubrir fugaces transacciones de intereses. […] La salud de
una sociedad se puede diagnosticar auscultando sus palabras». Obsérvese como
Tucídides, en verdad, desenmascara eufemismos, exactamente la misma actividad
que Arcadi Espada destaca como el gran legado de Orwell para el mundo
contemporáneo.
Entonces, «¿es el lenguaje el vehículo principal para un cambio
generalizado de mentalidad y de actitud?», se pregunta el filósofo Rafael
Gambra en El lenguaje y los mitos (Speiro, 1983), ensayo que
dedica por entero a dilucidar esta cuestión. La respuesta es un rotundo «sí».
No es casual, por tanto, que Stalin tuviese un interés tan constante por la
lingüística, sagazmente caricaturizado, por cierto, en la novela de
Orwell Rebelión en la granja. Ni que los nazis estructurasen una
meticulosa transformación semántica del idioma alemán, según constató Viktor
Kemplerer en LTI. La lengua del Tercer Reich, analizado para Nueva
Revista por José Manuel Grau Navarro.
EL CABALLO DE TROYA DE LA IDEOLOGÍA
Todos los totalitarismos saben que el diccionario puede actuar como un
taimado caballo de Troya de la ideología. El uso de determinadas palabras y
expresiones terminan configurando desde dentro el pensamiento de quien las
emplea, gracias a lo que el pensador brasileño Plinio Corrêa de Oliveira
llamaba «trasvase ideológico inconsciente». Los sofistas (Gorgias, Protágoras)
habían trabajado con esas técnicas por las que quien domina el arte de
manipular las palabras acaba dominando los cerebros de una manera subrepticia e
infalible.
El profesor Manuel Arias Maldonado constata en su ensayo La
nostalgia del soberano (Catarata, 2020) la exacerbación contemporánea
de «la influencia del giro lingüístico, que impulsa un constructivismo
filosófico que entiende la realidad como hecha de palabras o “discursos” [o
relatos]. La idea de que la política se hace con palabras que crean realidades está
ya en la obra de Gramsci y su concepto de hegemonía [y se ha impuesto en el
giro de Laclau y Mouffe (Hegemony and Socialist Strategy, 1985), frente
al materialismo de Marx. […] Los discursos, compuestos por un lenguaje que
ocupa un papel central en la auto comprensión humana, crean el mundo».
Son estrategias semánticas que no sorprenderían a Orwell ni pueden
sorprender al lector de Orwell. En «Principios de la nuevalengua»
(1948), hace una acerada radiografía del lenguaje político y sus intenciones
manipuladoras: «El propósito de la nuevalengua no era sólo
proporcionar un medio de expresión a la visión del mundo y los hábitos mentales
de los devotos del Socing [la ideología dominante en el mundo orwelliano], sino
que fuese imposible cualquier otro modo de pensar. La intención era que cuando
se adoptara definitivamente la nuevalengua y se hubiese
olvidado la viejalengua, cualquier pensamiento herético fuese
inconcebible, al menos en la medida en que el pensamiento depende de las
palabras».
Que nadie se lleve a engaño pensando que este análisis es nada más que
material narrativo para su fantasía distópica de la novela 1984. Ya
en 1937 y gracias a su experiencia española, Orwell se había percatado de la
inminencia del peligro y, todavía más, de quiénes lo estaban usando con mayor
precisión. En «Descubriendo el pastel español» anota que «los periódicos de
izquierdas tienen unos métodos de distorsión mucho más sutiles».
Por esos años ya se iba imponiendo una nuevalengua y, por
tanto, una nuevalógica, especialmente en lo que se refiere al
tratamiento del comunismo por parte de la intelectualidad de Occidente. Orwell
es un pionero en la denuncia solitaria de esta deriva. No por ello lo hace con
menos energía, como en el ensayo «La libertad de prensa», de 1945: «Quienes
toda su vida se habían opuesto a la pena de muerte, ahora aplaudían las
ejecuciones sin fin en las purgas llevadas a cabo entre 1936 y 1938, y se
consideraba correcto por igual sacar a relucir hambrunas cuando sucedían en la
India y ocultarlas cuando tenían lugar en Ucrania. Y si esto era así antes de
la guerra, la atmósfera intelectual desde luego no está mejor en la
actualidad».
Un problema de doble filo
La originalidad de Orwell empieza a deslumbrar cuanto más acerca la
reflexión política a los terrenos de la literatura. El problema de la demagogia
y la manipulación es su progresión geométrica, porque esa manipulación afecta
automáticamente a la calidad de la literatura que tendría que evitar que el
lenguaje incurriese en manipulaciones ideológicas, haciéndolas cada vez más
fáciles, veloces y masivas.
En el ensayo “Literatura y totalitarismo” de 1941, diagnosticó la enemistad
eterna entre la literatura auténtica y el interés del poder: «Creo que la
literatura de toda clase, desde los poemas épicos hasta los ensayos críticos,
se encuentra amenazada por el intento del Estado moderno de controlar la vida
emocional del individuo». Añadía una reflexión muy sorprendente en plena
Segunda Guerra Mundial, aunque no ahora: «Cuando uno menciona el totalitarismo
piensa de inmediato en Alemania, Rusia, Italia; pero creo que debemos afrontar
el riesgo de que este fenómeno pase a ser mundial» Orwell profetizó la
imposición soft de lo políticamente correcto y los hábiles
mecanismos de la autocensura, no sólo atisbándolo con setenta años de adelanto,
sino siendo plenamente consciente de su gravedad: «Para dejarse corromper por
el totalitarismo no hace falta vivir en un país totalitario».
A partir del episodio de censura que sufrió Rebelión en la granja en
Inglaterra, Orwell no se hizo grandes ilusiones con la autosatisfecha libertad
en los países libres. Uno de los cuatro editores que rechazaron el manuscrito
le escribió: «Podría verse como algo que era muy desaconsejable publicar en el
momento actual. Si la fábula apuntase en general a dictadores y dictaduras
cualesquiera, entonces publicarla no sería un problema, pero lo cierto es que
sigue tan de cerca, según veo ahora, la evolución de los soviéticos y de sus
dos dictadores que sólo puede aplicarse a Rusia, quedando excluidas el resto de
las dictaduras. Y otra cosa: sería menos ofensivo si la casta dominante de la
fábula no fuesen cerdos. Creo que no cabe duda de que la elección de los cerdos
como casta gobernante ofenderá a mucha gente, sobre todo si es alguien un poco
quisquilloso, como sin duda son los rusos».
Para entonces Orwell llevaba muchos años argumentando que «la influencia
negativa del mito soviético sobre el movimiento socialista de Occidente», tal y
como escribe en el prólogo para la edición ucraniana de Rebelión en la
granja. Lejos de una motivación reaccionaria en su crítica, confiesa:
«Así pues, durante los diez últimos años he estado convencido de que la
destrucción del mito soviético era esencial si queríamos resucitar el
movimiento socialista». A partir de esta censura, verá, además, que «en este
país, la cobardía intelectual es el peor enemigo al que tiene que enfrentarse
un escritor o periodista, y no me parece que se haya dedicado a este hecho el
debate que se merece».
A Orwell no le preocupa tanto, en realidad, que la ortodoxia dominante sea
una confesional, la fascista o la marxista, sino que imponga cualquier
discurso. Él se enfrenta a la marxista porque «en este momento, lo que la
ortodoxia predominante exige es una admiración acrítica hacia la Rusia
soviética» hasta el extremo casi increíble de que, «aunque no se nos permita
criticar al gobierno soviético, somos razonablemente libres de criticar al
nuestro».
EL ENEMIGO ES “EL PENSAMIENTO GRAMÓFONO”
Su análisis de la amenaza que ello implica para la literatura es revelador:
«El enemigo es el pensamiento gramófono, esté uno de acuerdo o no con el
disco que esté puesto en cada momento». Más que la ideología importa la
imposición y más aún que ésta sus veleidades: «La peculiaridad del Estado totalitario
es que, si bien controla el pensamiento, no lo fija. Establece dogmas, pues
precisa una obediencia absoluta por parte de sus súbditos, pero no puede evitar
los cambios, que vienen dictados por las necesidades de la política del poder.
Se afirma infalible y, al mismo tiempo, ataca el propio concepto de verdad
objetiva. Por poner un ejemplo obvio y radical, hasta septiembre de 1939 todo
alemán tenía que contemplar el bolchevismo ruso con horror y aversión, y desde
septiembre de 1939 tiene que contemplarlo con admiración y afecto. Si Rusia y
Alemania entran en guerra —escribe premonitoriamente a principios de 1941—,
tendrá lugar otro cambio igualmente violento. La vida emocional de los
alemanes, sus afinidades y odios, tiene que revertirse de la noche a la mañana
cuando ello sea necesario. No hace falta señalar el efecto que tienen este tipo
de cosas en la literatura. Y es que escribir es en gran medida una cuestión de
sentimiento, el cual no siempre se puede controlar desde fuera».
Orwell pone un ejemplo de su tiempo. Nosotros disponemos en abundancia de
ejemplos de cambios contemporáneos de postura que irremediablemente descolocan
al escritor al servicio de una determinada ideología. El problema, como expone
en «La destrucción de la literatura» (1946), es que el verdadero escritor «no
puede decir con convicción que le gusta lo que le disgusta, o que cree en algo
en lo que no cree. Si se le obliga a hacerlo, el único resultado es que se
agostan sus facultades creativas» porque «sabemos que la imaginación, como
algunos animales salvajes, no puede criarse en cautividad».
No se circunscriben al presente las asechanzas del totalitarismo. La simple
existencia de cierta libertad creativa ha de reprimirse preventivamente:
«Siempre existe el peligro de que cualquier pensamiento seguido libremente
conduzca a la idea prohibida». Tampoco el pasado es una posición segura: «Desde
el punto de vista totalitario, la historia es algo que se crea, no que se
aprende […] El totalitarismo exige, de hecho, la continua alteración del
pasado».
Tan graves resultan estas imposiciones envolventes que Orwell concluye:
«Hoy en día, quizá sea incluso una mala señal en un escritor que no se sospeche
de él que es reaccionario». ¿Reaccionario?, saltan de inmediato todas nuestras
alarmas. Obsérvense, sin embargo, dos cosas. Primera, no dice que tenga que
serlo, sino sospechoso de serlo, que son cosas bien distintas. Segunda, que
será reaccionario en el sentido literal de quien se revuelve contra el lenguaje
de la política. Y eso sí tiene que serlo sin remedio, porque, como Orwell
afirma: «El lenguaje de la política ha de consistir, sobre todo, en eufemismos,
en interrogantes, en mera vaguedad neblinosa. Semejante fraseología es
imprescindible cuando uno ha de llamar a las cosas de un modo que no evoque una
imagen mental de ellas. […] La grandilocuencia del estilo ya es, de por sí, una
especie de eufemismo. […] El gran enemigo de la lengua clara es la falta de
sinceridad. […] como una sepia que lanza un chorro de tinta».
La verdad y la belleza como antídotos
Como si hubiese estudiado la relación expuesta por Orwell entre un lenguaje
acendrado y un pensamiento acertado, y la contradicción a muerte entre la
demagogia política y el sentido prístino del idioma; el filósofo y político
François-Xavier Bellamy (París, 1985) resume en su reciente ensayo Permanecer (Encuentro,
2020): «La verdadera urgencia política es resucitar el lenguaje. Tenemos que
recuperar juntos el sentido de lo real y para eso tenemos que recuperar juntos
el sentido de las palabras. Esto es como decir, y no hay nada de abstracto en
ello, que la verdadera urgencia es, en realidad, poética».
Orwell no nos trae sólo hasta el convencimiento de esta necesidad, sino que
da un paso más y nos muestra cómo hay que reconstruir ese lenguaje. Lo hace con
inesperada esperanza: «La decadencia del lenguaje es algo que probablemente se
puede curar. […] gracias a la acción consciente de una minoría».
En consonancia con la idea de que las armas son las letras, lo primero que
necesitamos es una virtud marcial: el valor. Contra tantos consensos
teledirigidos, Orwell no se anda con rodeos: «Las buenas novelas las escriben
los que no tienen miedo». La cobardía intelectual condena al escritor y al
periodista a ser prisionero y carcelero de la celda de aislamiento de la
autocensura.
Ese valor tiene que estar al servicio de la verdad, que es la clave de la
bóveda de la visión orwelliana hasta extremos que traen al recuerdo a Alexander
Solzhenitsyn o, de nuevo, a Albert Camus. Escribe Orwell «El gran enemigo de
una lengua clara es la falta de sinceridad. Cuando se abre una brecha entre los
objetivos reales que uno tenga y los objetivos que proclama, uno acude
instintivamente, por así decir, a las palabras largas y a las expresiones más
fatigadas».
La periodista, escritora y política socialista Irene Lozano (Madrid, 1971)
en su prólogo a Ensayos (Debolsillo, 2015) captó perfectamente
las implicaciones intelectuales de esta apuesta sin paliativos por la verdad:
«Como él siempre estuvo dispuesto a darle la razón a los hechos, los hechos han
acabado por darle la razón a él. Lo ha señalado Christopher Hitchens: Orwell
acertó en su antiimperialismo, su antifascismo, su antiestalinismo, que adoptó
de forma precoz y a contracorriente de casi todos sus coetáneos». Lozano
constata que las consecuencias de su fidelidad a los hechos alcanzan a nuestros
días: «Sin pretenderlo, Orwell se revela en esto como un antiposmoderno previo
a los posmodernos».

Orwell no nos dice qué pensar ni siquiera cómo hacerlo: nos urge a hacerlo.
Después de ver lo que tenemos delante de nuestras narices —como exigía—, hay
que disponer de un lenguaje libre de vagas adiposidades y de subterfugios
subconscientes con que contarlo. Nos promete: «Si uno se libra de esos hábitos,
podrá pensar con mayor claridad, y esto último es por fuerza un primer paso
hacia la regeneración política. Así pues, la lucha contra el mal uso del inglés
no es algo frívolo ni una preocupación exclusiva de los escritores profesionales».
El mensaje de resistencia y esperanza de Orwell se concentra en una llamada
vigorosa a la escritura transparente y apegada a la realidad. ¿Les parece poco?
Él mismo contesta: «Hemos caído tan bajo que la reformulación de lo obvio es la
primera obligación de un hombre inteligente».
Enrique García-Maíquez Nueva Revista 09/09/2020
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