domingo, 21 de marzo de 2021

Esnobismo obliga


El snob es una figura heroica en los tiempos que corren o se despeñan. De ahí yo no me apeo. «¡Qué difícil es/ cuando todo baja/ no bajar también!», diagnosticó Antonio Machado. Él, con su torpe aliño indumentario, lo sabía bien. Y admiraba de su hermano Manuel (¡cuánto se quisieron y se admiraron ambos hermanos!) el afán de distinción, entre otras cosas. «Mi elegancia es buscada, rebuscada», reconoció el poeta de El mal poema, tan chic como torero, medio parisién, medio madrileño, y sevillano y medio. Para que no cupiesen dudas, dejó caer con la languidez del rey que sostenía el guante de ante con su mano de azuladas venas: «De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo./ No se ganan, se heredan elegancia y blasón…»

Los tiempos se han decantado definitivamente por el desaliño, de modo que hoy la actitud de Manuel («qué difícil es») adquiere tintes homéricos. Por eso, los últimos aristócratas son los snobs. Qué vuelta de tuerca, por cierto, si de verdad es falsa la preciosa etimología de la palabra «s.nob.», aparente contracción de «sine nobilitate». Como sea, ellos resisten en los más abandonados y desprestigiados puestos. No hay batalla cultural más encarnizada que una corbata como Dios manda ni fiereza comparable a la obstinación en las buenas maneras entre modos patibularios. Su esnobismo les impele y, como la obligación ennoblece tanto como la nobleza obliga, ahí están, reserva espiritual de aristocratismo. Tan es así que se ha invertido la percepción y, si un noble de sangre se empeña también en resistir al agachonamiento generalizado, se le tilda —obsérvenlo ustedes— de snob. Ese inesperado insulto lo debería percibir (maravillosa voluta) como una condecoración.

Oswald Spengler, experto en decadencias, ya avisó de que «en una cultura que se eleva, los pobres tratan de imitar las maneras de los ricos, pero que, en una cultura declinante, ocurre lo contrario». Estudien a su alrededor a ricos y pobres, y verán que solamente el menguado pelotón de los snobs resiste contra moda y marea. Cada vez quedan menos.

Al snob se le ha afeado su pretensión de ser lo que no es, pero aquí estamos con Nicolás Gómez Dávila: «La falsa elegancia es preferible a la franca vulgaridad. El que habita en un palacio imaginario se exige más a sí mismo que el que se arrellana en una covacha». Además, siendo el hombre un ser de deseos, futurizo, aspiracional, termina acercándose mucho a lo que desea. Joaquín Soler Serrano, en el inolvidable programa de televisión A fondo, preguntó a Carlos Barral si su pose aristocrática era innata o impostada. El poeta suspiró que qué importaba, porque, de una forma u otra, ya era parte de su naturaleza.

Como los deseos tienen ese poder configurador, hay que escogerlos con tino. Advertía el vizconde de Chautebriand en sus Memorias de Ultratumba que «la aristocracia cuenta con tres épocas sucesivas: la época de la superioridad, la época de los privilegios, la época de las vanidades: al salir de la primera, degenera en la segunda y se extingue en la última».  El problema del snob, en principio, es que envidia —por innata humildad— la época de las vanidades. Pero eso sería posible antes. Hoy, tal y como están las cosas, el señorío no supone privilegio alguno y, todavía más, exige enfrentarse al mundo, el dinero y la carne con estoicismo de hidalgo de pueblo. La chabacanería, según aguda definición de Julián Marías, es la vulgaridad satisfecha de sí misma; y es el signo de la hora. El snob, tan íntimamente insatisfecho de sí mismo, se yergue dubitativo como el anti chabacano por excelencia.

Tiene razón, como acostumbra, sir Roger Scruton cuando advierte que «Todos condenamos el esnobismo, pero, por debajo de la reina, todos caemos en él, aunque sólo sea de alguna forma invertida». Por eso, nos interesa mucho dar con la interpretación correcta, derecha, y perfeccionadora. Entre la Escila del dandismo y la Caribdis del resentimiento, Scruton personifica el esnobismo de ley que propone, especialmente operativo en su cariño al padre socialista y a los abuelos de orígenes muy humildes. Es una muestra emocionante de aquel «amor rectificativo» que aconsejaba Álvaro d’Ors: «Profundizarás en la conciencia de pertenecer a una estirpe que tú mismo contribuyes a ennoblecer».

Virginia Woolf, por su parte, se reconocía snob en un gesto definitivo: cuando recibía varias cartas, colocaba encima del montón, si había tenido suerte, aquella que traía la coronita nobiliaria de algún corresponsal.  Cuánto se parece esto, por cierto, al tic de citar sin solución de continuidad a autores de prestigio, un name-dropping intelectual que, con rebuscada justicia poética, se practica con profusión en este artículo. O sea, que Wolf sabía de primera mano cómo era el paño, y lo demuestra en su definición: «El snob es una criatura de mentalidad revoloteante e inestable, tan escasamente satisfecha de su condición que, a fin de consolidarla, está siempre alardeando públicamente de títulos u honores, para que los otros crean, y le ayuden a creer, lo que él o ella realmente no cree: que es una persona importante».

Partiendo, pues, del mérito indudable de su inseguridad, hay que seguir avanzando con paso seguro. Nos jugamos más de lo que parece. Lo advierte Remí Brague en su excelente último libro, Manicomio de verdades (Encuentro, 2021): «Las sociedades aristocráticas pertenecen al pasado. Pero su visión de la vida debe guardarse como oro en paño si queremos evitar el terrible diagnóstico de Edmund Burke de que “las personas que nunca se preocupan por sus antepasados jamás mirarán por la posteridad”».

El oro es la visión aristocrática de la vida, y el paño, un esnobismo que resiste. Lo gracioso (y muy serio) es que Brague pone como modelo el castillo de Blandings y el sentido de la familia que tiene Clarence, 9º conde de Emsworth. De modo que, para un asunto de importancia capital para el porvenir de Occidente, el gran intelectual francés se hace fuerte en el baluarte de P. G. Wodehouse y su obra de ficción, tan cómica y militantemente snob. Es difícil no admirar la intrépida perspicacia de Brague. [Si quieren un compendio, escuchen, precisamente, su conferencia «God as a Gentleman», donde vuelve a citar como argumento de autoridad a Wodehouse.] Brague se da cuenta de que lo importante no es aspirar a una patentada aristocracia con todos los papeles, digamos, sino estar a la altura de un ideal ennoblecedor, irónico con uno mismo, bondadoso con el resto, novelesco con todos. Al final, resulta que don Quijote sí resucitó el espíritu de la caballería andante. Ya lo vio venir Gilbert K. Chesterton, tan desdeñoso de la pinturera aristocracia inglesa (ese pecado venial, decía), pero tan quijotesco como para titular su primer libro de poemas El fiero caballero (1900) y para titular una novela de tesis como El retorno de don Quijote (1926).

Tras sus ejemplares vacilaciones, la última hazaña del snob es negarse a sí mismo, como hizo al final don Quijote mejor que nadie. Y ésta es la razón que tienen los amigos críticos. El snob acierta muchísimo al dudar de sí mismo, sí; pero no acierta en absoluto al hacerlo de su dignidad. Olvida, distraído por el brillo de las metáforas y las analogías, la nobleza inherente e insuperable que radica en la naturaleza humana, como explicó nada menos que Boecio: «Si primordia vestra autoremque Deum spectes, nullus degener existat».

El esnobismo es una de las pruebas más palpables y, por tanto, más paradójicas, de la nobleza universal. ¿O es que acaso no le encaja como un guante el «principio del príncipe destronado» de Blaise Pascal? Se pregunta el agudo pensador: «¿Quién se considera infeliz por no ser rey excepto aquel que ha sido desposeído?» Cambien «rey» por «noble»; y ahí tienen retratada la encrucijada del snob. Lo explica Pascal con un plástico ejemplo: «¿Quién se considería infeliz por tener una sola boca, y quién no por tener un solo ojo? Es probable que nadie se haya angustiado jamás por no tener tres ojos, mas no hay consuelo para quien no tiene ninguno». La angustia del snob es la prueba del altísimo abolengo originario del linaje humano, por eso el snob remonta a la inversa la escala de Chateaubriand hasta terminar negando el esnobismo. No hay ser humano sin nobleza, aunque luego haya que ejercerla, que no es lo mismo que aparentarla, pero por algo se empieza.

POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ 19 marzo 2021

via https://revistacentinela.es/esnobismo-obliga/


jueves, 11 de marzo de 2021

George Grosz


 

El triunfo de la moral utilitarista

¿Qué ha cambiado para siempre?

Me preguntaron en Política Exterior qué había cambiado con la pandemia para siempre. Esta fue mi respuesta:

El escritor francés Armand Gatti hizo un viaje a Pekín, junto a un grupo de intelectuales europeos maoístas, a finales de los años sesenta del siglo pasado. Todos fueron recibidos por el Gran Timonel, Mao Zedong, que les autorizó a hacerle preguntas. Gatti se interesó por el futuro. ¿Cómo veía el gran líder el porvenir? Mao metió su mano en un bolsillo, sacó una carpeta, buscó una hoja en blanco, la arrancó y se la entregó.

Quizás Mao estaba queriendo decir a Gatti lo que Napoleón le dijo a Goethe en Erfurt: “¿Para qué queremos ahora el destino? ¡La política es nuestro destino!”.

Pero resulta que no. La política puede creerse soberana mientras la naturaleza permanece dormida, pero cuando a esta le da por sublevarse, es ella la que decreta los estados de excepción. La naturaleza nos dice su verdad inapelable con frecuencia, pero, por naturaleza, la política tiene los oídos taponados de ideología. El insigne Herr Professor Gottlieb Erlöser Panaceo nos lo advirtió en su obra Del cuádruple principio de la insuficiencia de la razón.

Con lo difícil que es adivinar el pasado (como bien saben los historiadores) y nos ponemos a adivinar el futuro. Hay, sin embargo, una razón poderosa para ello: los hombres somos seres futurizadores. Por eso jugamos a predecir las consecuencias de hechos cuya llegada fuimos incapaces de imaginar, como la pandemia de la Covid. En mi humilde opinión, estos tiempos de pandemia nos han dejado dos enseñanzas claras.

La primera es que la moral kantiana está bien para los tiempos en los que la naturaleza calla, pero cuando grita, descubrimos que el principio categórico que nos exige tratar a todo hombre como un fin y no como un medio está por encima de nuestras posibilidades. Así que recurrimos a la moral de urgencia del utilitarismo. Es lo que hemos hecho sin debate, como si no quisiéramos enfrentarnos al hecho de que la moral utilitarista es una moral sacrificial: nos dice a quien hay que sacrificar sin crearnos problemas de conciencia. ¿Recuerdan lo ocurrido en la primera ola con los ancianos?

La segunda enseñanza es el olvido inmediato de la primera.

Volvamos a Gatti. Durante meses, conservó aquella hoja en blanco como una reliquia dialéctica entre las páginas de un libro. Un día sus hijos sacaron el libro de la estantería, encontraron la hoja y la llenaron de garabatos indescifrables.

Gregorio Luri

https://www.politicaexterior.com/agenda-exterior-pandemia-y-cambio/


lunes, 1 de marzo de 2021

Josep Pla, sobre Cataluña

“En este país. No ha habido nunca humor (…). Ha habido ironía y sarcasmo”.  


“Nuestro pueblo, que no conoce, socialmente hablando, ni la ironía ni el humorismo -estas posiciones superiores del espíritu humano-, necesita una especie de voluptuosa casuística moral que sirva no para mejorar el país, sino para identificar a traidores”. 

“Nuestro pueblo tiene una tendencia a destruir a los que lo sirven de una manera normal y a dotar de una aureola a quienes lo engañan de manera brillante”. 

“En este país hay una manera cómoda de llevar una vida suave, tranquila y regalada: consiste en afiliarse al extremismo razonado y en lavarse las manos ante todo”. 

“El pueblo catalán sólo conoce de la política los grandes programas cegadores y brillantes hasta el empalago (…) y los estados de melancolía mórbida y agradable de la masa que siente el gusto secreto de sentirse pisoteada y vejada. El sentido de la verdadera política, el sentido de negociación constructivo, tenaz, responsable y prudente (…) era y es hoy una novedad tal y de un sentido tan progresivo que no es extraño que los vicios y defectos seculares del país se hayan conjurado espontáneamente contra el establecimiento de este método.” 

“La peor plaga que puede caer en un país es la del extremista furioso y puro como un lirio que no le importa esperar dos o tres siglos para implantar el extremismo que predica”. 

“… la incapacidad absoluta de una gran masa de la opinión catalana para entender la política tal como se entiende en cualquier parte”.

“Los catalanes se volvían a dividir entre puros e impuros, en engañados y traidores. Los impuros y traidores son los que han osado hacer alguna cosa por el país, y los otros son los que no osarían hacer nada porque sobre el papel todo lo tienen resuelto y atado”. 

“La poesía del catalán, incluso la poesía popular del catalán, es la política. Cuando habla de política, el catalán sabe raramente qué quiere; se coloca en un terreno de actuación imposible, sólo siente alegría con los ideales remotísimos y -naturalmente- se fatiga en cuanto hay que hacer un esfuerzo de continuidad, de tenacidad, de insidia.  

“¿Cuál es el catalán que no ha resuelto in mente o en la tertulia del café todos nuestros problemas? Vivimos en el país de las soluciones, y sólo hace falta plantear un problema para que lluevan de todas partes como pan bendito”. 

“A la más pequeña contrariedad surge el desencanto, se inicia el estado de histeria y los nervios hacen las cosas imposibles. Entonces nos contraemos en nosotros mismos y dejamos volar la fantasía sobre los programas que teóricamente lo han resuelto todo”. 

“Se puede observar persistentemente, la existencia en nuestro país de una corriente que tiende a confundir la filosofía con la política, la realidad con la abstracción que se desea. La filosofía no compromete nunca, permite, con su amable vaguedad, seguir las ondas instintivas de la gente, de actuar según uno de los axiomas más funestos de todos los que circulan por aquí: el axioma de que el pueblo no se equivoca nunca”. 

“Cataluña es, desde hace muchos años, un país de apasionada lucha social poblado de espíritus que vibran en presencia de las formas más inciertas y flotantes del mito y de la utopía”.

Josep Pla, "Cambó" (1928-1930).