martes, 27 de abril de 2021

Éλεγεία

Semónides de Amorgos (circa 630 a.C.) Frag. 29D                                          

Esto es lo más bello que dijo el hombre de Quíos: "Como la generación de las hojas, así es la de los hombres". Pocos mortales, en efecto, acogen en su oído este verso  y lo depositan en su pecho. Pues queda en cada uno la esperanza que en el corazón de los jóvenes arraiga. Mientras conserva un mortal la flor muy deseable de la juventud, tiene un ánimo ligero y piensa muchos desatinos. Porque no recela que ha de envejecer y morir ni al estar sano, tiene preocupación por la fatiga. Necios quienes tienen tal estado de mente y desconocen cuán corto es el tiempo de la juventud y el vivir de los hombres. Pero tú apréndelo, y hasta el fin de tu vida atrévete a gozar de los bienes que el vivir te depare.



jueves, 15 de abril de 2021

La paliza


Los hechos son conocidos y los lamentamos. El célebre multimillonario y exministro izquierdista francés Bernard Tapie y su mujer fueron asaltados por unos ladrones en su casa de París. Al ver el color de los asaltantes, a Tapie no se le ocurrió otra cosa que asegurarles que él había militado siempre a favor de los inmigrantes y de la diversidad racial. Los ladrones no le dieron las gracias. El más locuaz de los asaltantes replicó: “Que te den por c… Ese tiempo ya ha pasado”. Les golpearon con violencia, sobre todo a la esposa, y les robaron todo lo ‘robable’.

¿He dicho ya que condeno profundamente el asalto? Sin paliativos. Constatado lo cual enérgicamente, me gustaría hacer algunas más leves observaciones al hilo de las palabras de Bernard Tapie. Pueden ser ilustrativas, prevenir nuevos ataques o, al menos, no empeorarlos.

Como en esta columna somos partidarios de la gran cultura occidental, no deberíamos ni mentar el karma, aunque sea lo que ahora todo el mundo entendería, ay. A Tapie le ha caído encima lo que Séneca y luego Dante (oh, a estos sí los debemos mentar) llamaban el contrapasso. ¿Qué era la ley del contrapasso? Sufrir un castigo simétricamente producido por tus culpas. ¿Contrapasso, digo, porque Tapie estaba a favor de la inmigración -se entiende que de la ilegal, porque de la legal estamos a favor todos- y de la diversidad mientras otros la sufrían? No, exactamente. El auténtico contrapasso ha sido que él ha sido un relativista legal. Esto es, le ha parecido bien que los inmigrantes se saltasen (literalmente en muchos casos) el ordenamiento jurídico de su país. Pues ahora a un puñado muy apretado de esos inmigrantes les ha parecido bien saltarse ya no las fronteras de Francia, sino las tapias de Tapie.

Es muy posible que eso es lo que quisiera decir el ladrón locuaz cuando respondió, además de la lindeza, este contundente aviso: “Esos tiempos han pasado“. Realmente los tiempos de pasar la frontera han quedado atrás (sobrepasados y sobrepasada) y lo que queda por delante es la inercia de una actitud que desde el inicio fue ilegal. Es difícil decir a quien ha entrado con tanto éxito entre aclamaciones progres en tu país de forma ilegal, dejando atrás a los que esperaban su turno conforme a derecho, que a partir de ese mismo instante tienen que cambiar de actitud y convertirse en concienciados y sufridos ciudadanos amantes de la ley, el orden, los usos y las costumbres. Es posible, por supuesto; pero complicado, me reconocerán.

Aunque también es probable que el ladrón reaccionase por la ofensa implícita. ¿No estaba sugiriendo Bernard Tapie que los emigrantes tendrían que estar en deuda permanente con los que han sido partidarios y defensores públicos de su llegada? ¿No puede percibirse eso por el emigrante -tanto por el ladrón como por los honrados trabajadores, que son muchísimos más- como un pasarles la factura y exigirles cierta sumisión de origen? Y todavía más: ¿no hay latente, quizá en la subconsciencia, una sutil sugerencia de que, en cambio, sería legítimo robar a los reaccionarios que están en contra de la inmigración ilegal? ¿No se está alegando una especie de privilegio ideológico por la posición moral superior de la izquierda? Los asaltantes no estaban para esos bizantinismos, pero detectaron que algo olía mal en esas excusas, y las cortaron de raíz.

Un samurái también hubiese cortado a Tapie de raíz, pero porque para el código de honor bushido no se puede actuar por miedo y menos dando excusas y mostrando un sometimiento y un peloteo evidentes. El célebre multimillonario izquierdista tendría que haberles plantado cara o al menos afeado el asalto con independencia de su raza y sin escudarse en su impoluto pedigrí progresista.

¿Habría aumentado así mi solidaridad con su mujer y con él? No, porque ya es máxima, pero habría quedado todo más claro, nosotros nos habríamos ahorrado estas explicaciones tan delicadas como necesarias y, tal vez, los ladrones no se habrían irritado tanto. Hubiesen sido tratados como franceses de pleno derecho, aunque, naturalmente, de pleno derecho penal, que es, hoy por hoy, el que les corresponde en justicia.

Enrique García-Máiquez via https://gaceta.es/opinion/la-paliza-20210412-1051/

Intermedio taurino

En mi último artículo, titulado «Jueves Santo en Oraniemburg», hablaba del filósofo alemán Paul Ludwig Landsberg y nombraba de paso el capítulo III de su libro La experiencia de la muerte, titulado «Intermedio en la plaza de toros». Como a veces las provocaciones tienen éxito, he recibido un buen número de peticiones de lectores que me ruegan que me explaye un poco más sobre este asunto. A ello me dispongo.

La experiencia de la muerte fue publicada por José Bergamín en Cruz y raya en 1935 y a él le dedica Landsberg específicamente el intermedio taurino, que intenta desvelar «el sentido simbólico de ese misterio pagano que perdura en las corridas de toros». Uno no puede dejar de pensar en los cientos de miles de españoles que hoy se escandalizarán con una tesis como esta. Son los mismos que entienden que un «toro» es un macho bovino cualquiera, y no «precisa y exclusivamente el macho bovino que tiene cuatro o cinco años y del que se reclama que posea estas tres virtudes: casta, poder y pies». Estas palabras las escribió Ortega en 1949 en sus Notas para un brindis, sospechando que el español que ve en un toro lo mismo que un inglés ha perdido «la continuidad de la tradición».

Landsberg comienza por el principio: por el toro que escapa del toril y sale a la plaza «desconcertado por la luz súbita», sin saber lo que le espera, pero «en plena posesión de su vitalidad de atleta». Con su desbordante energía recorre el ruedo «sin otra aspiración que el gozo de su fuerza». Es como el niño, que juega en un mundo que parece festivo porque aún no ha desvelado sus acechanzas. El toro y el niño se encuentran con molestias circunstanciales, pero las viven como retos que, al vencerlos, intensifican su sensación de vida. Pero la vida, que comienza siendo lúdica, poco a poco va insinuando algo más, algo próximo a la broma pesada, ya que el que marca las reglas de juego es el que lleva un capote que nunca se deja atrapar. La realidad se va desplegando como algo más que una invitación al juego. «De esta suerte el adolescente tropieza por primera vez, en la escuela y fuera de ella, con un mundo astuto, contra el cual se estrella impotente la sinceridad de su fuerza». Aún no ocurre nada grave, porque la juventud es generosa y las fatigas le resultan llevaderas. Comenzará a conocer «la cólera doliente» con el tercio de varas.

Con el picador aparece la posibilidad de triunfar o sucumbir ante la propia impotencia. La puya pone a prueba la casta del que arremete contra un mal que está ahí, pero no se deja domesticar. Tanto es así, que cuando el toro cree haber destrozado al adversario no ha hecho sino destripar a un inocente caballo que, lejos de ser el mal, no es sino la máscara «de ese Mal que nunca podremos matar». El mal es más radical e insobornable que el dolor.

Al enfrentarnos a lo que es más fuerte que la propia vida, parece que la propia vida comience a dudar de sí misma. Es precisamente en este momento en el que la seguridad en las propias fuerzas ha intuido sus límites, cuando aparece en la plaza el banderillero, empeñado en vestir de gala al toro mientras lo hiere. «Se le ponen las banderillas y la fiera heroica deberá servir de pretexto casi ridículo para la danza elegante del hombre que le coloca este atavío punzante; el banderillero logra colocar sus armas, a partir de su miedo, gracias al tamaño y la pesadez de la fiera». El niño se hace adulto cuando experimenta el juego como tragicomedia. La madurez es la constatación de que «la gloria de este mundo no es sino una herida más honda y penetrante». El banderillero que recibe los aplausos se cree, ingenuamente, el vencedor, pero el toro nuevamente humillado «acaso tiene el presentimiento de que el mundo no glorifica más que a los que van a ser inmolados».

Llega después el momento del matador, que trae la verdad de la muerte escondida tras el rojo de la muleta. Pero sólo a la víctima se le oculta la espada. El torero y los espectadores saben que está ahí como engaño de la verdad irrefutable de la estocada, porque, al final, lo que se impone es la tragedia. El toro tendrá que ir descubriendo poco a poco que cada una de sus acometidas a las citas del torero, no son sino preludios de su derrota. El toro de raza nunca deja de luchar, ni aun en el caso de que intuya su final y haya perdido la esperanza de vencer. El trapo que se agita ante sus ojos sigue siendo la vida con sus incitaciones y a ella se entrega como «al sortilegio de una amante imperiosa». Cuadrado y perfilado, acude finalmente a su destino y así se cumple la muerte presentida.

«En este mundo, todos abocamos a la muerte. Cualquier lucha contra ella es de antemano un fracaso. El esplendor de esta lucha no puede consistir en su resultado, sino sólo en la dignidad misma del acto. Lo Definitivo es lo Ineludible».

Pero no, no todo acaba aquí. Lo sucedido merece una segunda mirada. Quizás el torero ha querido vengarse de su sumisión al yugo de la fatalidad otorgándose a sí mismo el papel de fatalidad del toro. Quizás se ha estado ocultando a sí mismo su propia muerte haciéndose aliado de «la» muerte. «En los límites de una concepción exclusivamente inmanente de la vida y de la muerte humanas, no cabe un misterio más simbólico».

El torero, concluye Landsberg, basándose en una sugerencia que apunta Bergamín en La estatua de don Tancredo, tiene algo de superhombre estoico. El estoico sería el hombre sin Dios que se resiste a desesperar. Pero en el estoicismo del torero anida una contradicción que resume la contradicción íntima de la corrida. Es la contradicción entre, por una parte, la humanidad estoica y, por otra, algo sobrehumano que se anuncia en el desarrollo de la faena. El torero se cree vencedor al hacerse aliado del enemigo invencible (la muerte), «pero en el fondo de su alma sabe muy bien que él mismo es el toro». El torero no podrá «realizar su esperanza más que en el caso en que, a pesar de todo, cupiera la posibilidad de una victoria sobre la muerte».

Gregorio Luri via https://theobjective.com/elsubjetivo/intermedio-taurino