En
mi último artículo, titulado «Jueves Santo en Oraniemburg», hablaba del
filósofo alemán Paul Ludwig Landsberg y nombraba de paso el
capítulo III de su libro La experiencia de la muerte, titulado
«Intermedio en la plaza de toros». Como a veces las provocaciones tienen éxito,
he recibido un buen número de peticiones de lectores que me ruegan que me
explaye un poco más sobre este asunto. A ello me dispongo.
La experiencia de la muerte fue publicada por José Bergamín en Cruz
y raya en 1935 y a él le dedica Landsberg específicamente el
intermedio taurino, que intenta desvelar «el sentido simbólico de ese misterio
pagano que perdura en las corridas de toros». Uno no puede dejar de pensar en
los cientos de miles de españoles que hoy se escandalizarán con una tesis como
esta. Son los mismos que entienden que un «toro» es un macho bovino cualquiera,
y no «precisa y exclusivamente el macho bovino que tiene cuatro o cinco años y
del que se reclama que posea estas tres virtudes: casta, poder y pies». Estas
palabras las escribió Ortega en 1949 en sus Notas para un brindis,
sospechando que el español que ve en un toro lo mismo que un inglés ha perdido
«la continuidad de la tradición».
Landsberg
comienza por el principio: por el toro que escapa del toril y sale a la plaza
«desconcertado por la luz súbita», sin saber lo que le espera, pero «en plena
posesión de su vitalidad de atleta». Con su desbordante energía recorre el
ruedo «sin otra aspiración que el gozo de su fuerza». Es como el niño, que
juega en un mundo que parece festivo porque aún no ha desvelado sus acechanzas.
El toro y el niño se encuentran con molestias circunstanciales, pero las viven
como retos que, al vencerlos, intensifican su sensación de vida. Pero la vida,
que comienza siendo lúdica, poco a poco va insinuando algo más, algo próximo a
la broma pesada, ya que el que marca las reglas de juego es el que lleva un capote
que nunca se deja atrapar. La realidad se va desplegando como algo más que una
invitación al juego. «De esta suerte el adolescente tropieza por primera vez,
en la escuela y fuera de ella, con un mundo astuto, contra el cual se estrella
impotente la sinceridad de su fuerza». Aún no ocurre nada grave, porque la
juventud es generosa y las fatigas le resultan llevaderas. Comenzará a
conocer «la cólera doliente» con el tercio de varas.
Con
el picador aparece la posibilidad de triunfar o sucumbir ante la propia
impotencia. La puya pone a prueba la casta del que arremete contra un mal que
está ahí, pero no se deja domesticar. Tanto es así, que cuando el toro cree
haber destrozado al adversario no ha hecho sino destripar a un inocente caballo
que, lejos de ser el mal, no es sino la máscara «de ese Mal que nunca podremos
matar». El mal es más radical e insobornable que el dolor.
Al
enfrentarnos a lo que es más fuerte que la propia vida, parece que la propia
vida comience a dudar de sí misma. Es precisamente en este momento en el que la
seguridad en las propias fuerzas ha intuido sus límites, cuando aparece en la
plaza el banderillero, empeñado en vestir de gala al toro mientras lo hiere.
«Se le ponen las banderillas y la fiera heroica deberá servir de pretexto casi
ridículo para la danza elegante del hombre que le coloca este atavío punzante;
el banderillero logra colocar sus armas, a partir de su miedo, gracias al
tamaño y la pesadez de la fiera». El niño se hace adulto cuando experimenta el
juego como tragicomedia. La madurez es la constatación de que «la gloria de
este mundo no es sino una herida más honda y penetrante». El
banderillero que recibe los aplausos se cree, ingenuamente, el vencedor, pero
el toro nuevamente humillado «acaso tiene el presentimiento de que el mundo no
glorifica más que a los que van a ser inmolados».
Llega
después el momento del matador, que trae la verdad de la muerte escondida tras
el rojo de la muleta. Pero sólo a la víctima se le oculta la espada. El torero
y los espectadores saben que está ahí como engaño de la verdad irrefutable de
la estocada, porque, al final, lo que se impone es la tragedia. El toro tendrá
que ir descubriendo poco a poco que cada una de sus acometidas a las citas del
torero, no son sino preludios de su derrota. El toro de raza nunca deja de
luchar, ni aun en el caso de que intuya su final y haya perdido la esperanza de
vencer. El trapo que se agita ante sus ojos sigue siendo la vida con sus
incitaciones y a ella se entrega como «al sortilegio de una amante imperiosa».
Cuadrado y perfilado, acude finalmente a su destino y así se cumple la muerte
presentida.
«En
este mundo, todos abocamos a la muerte. Cualquier lucha contra ella
es de antemano un fracaso. El esplendor de esta lucha no puede consistir en su
resultado, sino sólo en la dignidad misma del acto. Lo Definitivo es lo
Ineludible».
Pero
no, no todo acaba aquí. Lo sucedido merece una segunda mirada. Quizás el torero
ha querido vengarse de su sumisión al yugo de la fatalidad otorgándose a sí
mismo el papel de fatalidad del toro. Quizás se ha estado ocultando a sí mismo
su propia muerte haciéndose aliado de «la» muerte. «En los límites de una
concepción exclusivamente inmanente de la vida y de la muerte humanas, no cabe
un misterio más simbólico».
El torero, concluye
Landsberg, basándose en una sugerencia que apunta Bergamín en La
estatua de don Tancredo, tiene algo de superhombre estoico. El
estoico sería el hombre sin Dios que se resiste a desesperar. Pero en el
estoicismo del torero anida una contradicción que resume la contradicción
íntima de la corrida. Es la contradicción entre, por una parte, la humanidad
estoica y, por otra, algo sobrehumano que se anuncia en el desarrollo de la
faena. El torero se cree vencedor al hacerse aliado del enemigo invencible (la muerte),
«pero en el fondo de su alma sabe muy bien que él mismo es el toro». El torero
no podrá «realizar su esperanza más que en el caso en que, a pesar de todo,
cupiera la posibilidad de una victoria sobre la muerte».
Gregorio Luri via https://theobjective.com/elsubjetivo/intermedio-taurino
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