viernes, 23 de julio de 2021

Cioran, tras un cuarto de siglo

UNO no habita un país, uno habita una lengua. Eso dice Cioran. Eso decimos cualesquiera de los que no hayamos sido del todo embrutecidos por un mundo que no habla ya, sólo      repite.


Se cumplían, en 2020, veinticinco años de su muerte. Pero en 2020, nadie andaba para conmemoraciones. Y sin embargo, yo me pasé parte de aquel confinamiento en la compañía del hombre que a si mismo se había declarado excedentario entre los hombres, medio siglo antes de su muerte administrativa. Quienes piensan que leer una escritura exquisitamente amarga no consuela es que jamás leyeron lo de verdad valioso: la lucidez del que no habita ya ningún país; del que habita una lengua. Sólo. Y, en ella, todas. El único país de verdad valioso. Y el solo mundo.

En el invierno parisino del 93 la Policía da con un viejo 'clochard' tirado en medio de la calle. No sabe q hace allí. No conoce su nombre. Balbucea, apenas, un amasijo de palabras sin el menor sentido. Es trasladado al hospital geriátrico. Será la última residencia de Emil Cioran. Y puede que su único hogar estable, desde aquella su olvidada infancia rumana. La enfermedad de Alzheimer acompañará ya para siempre al hombre que huyó de toda compañía. Devorando, hasta en su recodo más íntimo, un cerebro mayor del siglo veinte Morirá en ese mismo hospital dos años más tarde, en junio del 95. Ni siquiera la estoica Simone Boué, que lo  acogió  bajo  su protección durante la mayor parte de su vida, estaba presente esa noche. La soledad y la muerte se cruzaban sobre el hombre más teológicamente inmerso en soledad y muerte que ha conocido el pensar moderno.

Un hombre libre. Si.  Como pocos, tal vez como ninguno. Pero de eso él ya no sabía nada en el hospitalario último lecho. Un hombre libre. Es decir, un hombre que no quiere olvidar sus metamorfosis. Que sabe que, en el curso del tiempo que no vuelve, todo aquello que hacemos se transfigura en una responsabilidad moral que nunca prescribe. Y esa gravedad de lo sido debe traslucirse en todo aquello que un escritor ni siquiera dice, en todo aquello que paga sólo en angustia: en la angustia de haber sido. Y no poder repararlo.

En las tormentas del siglo, el joven Cioran vivió el delirio de la emergencia fascista en Rumanía. Se exilió por eso. Por eso,   cambió de lengua y escribió en francés. Pagó su deuda en silencio: porque espíritu y lengua son lo mismo. Y la carga de aquel primer extravío, Emil Cioran la sabía irredimible. Y toda su escritura es el pago del débito de aquel otro, el que ya no hablaba. Ni existía.

La lengua… No en Francia; en la lengua francesa vivió Cioran. Y a esa lengua ofrendó alguna de sus más bellas joyas. A la lengua francesa y a nosotros. O sólo a la inteligencia. En esa inteligencia del ateo Cioran, uno cree percibir el grave acento de san Pablo: «Muerte, ¿dónde tu victoria?».

 

 

GABRIEL ALBIAC

martes, 6 de julio de 2021

Las ruinas del progreso

Martes, 06/Jul/2021 Claudio Magris El Mundo

En la lengua de los chamacocos, población indígena del Paraguay, el futuro se expresa en negación; es la negación misma, la expresión del mañana que nunca existe porque siempre tiene que llegar y existir. Lo sabe bien, aunque no viva en los bosques de Paraguay, el moroso que siempre promete «mañana te pago», es decir, que no te pago. El futuro no existe pero destruirá lo que es. Aquello que se busca, se desea, es siempre todavía no. El doctor Kien, protagonista del Auto de fe de Elias Canetti, quiere precipitarse hacia el futuro, quiere cada vez más futuro, que transformará cada vez más todo lo del pasado en lo que ya no está.


Pero hay un tiempo mesiánico en el que el todavía no no indica ausencia, lo que no está y por lo tanto no existe, sino lo que da sentido al viaje aunque nunca haya llegado. Un camino dificilísimo, en el que hay esperanza en el todavía no. Es la mayor de las virtudes, decía Charles Péguy, porque es tan difícil ver cómo van las cosas y, a pesar de todo, esperar, pensar que mañana podrán ir mejor. El mañana, el todavía no, no es negación, ausencia, vacío; es lo que llena de sentido el camino y, por tanto, ya. En la altísima tensión de Hermann Broch -no sólo en La muerte de Virgilio-, el todavía no está en la frontera del desierto; el hombre no puede cruzar esa frontera, sólo puede -lo que tal vez sea todo- mirar y señalar lo que hay más allá de esa frontera.

El progreso es ese todavía no, el Mesías de la tradición judía que tiene que venir; es a partir de la hora más oscura cuando comienzan las horas que conducen al amanecer. El progreso y su celebración o más bien la fe en él son una idea o una invención esencialmente moderna. La edad de oro, en la antigüedad, es la del pasado, después de la cual se suceden cada vez más edades negativas. En el apogeo del Imperio Romano, el Carmen de Horacio dice que el sol no verá mayor grandeza que la de Roma. Una sombra de melancolía se extiende sobre el orgullo y la alegría de esta plenitud, el sentimiento de que después de esa grandeza sólo puede haber decadencia.

En la tradición judía y también en la cristiana las cosas son diferentes. Incluso antes del pecado original parece advertirse algo que no es completamente perfecto en el Paraíso Terrenal. El Mesías todavía no ha llegado, debe llegar aún. San Agustín habla de «felix culpa» [feliz culpa] respecto al pecado original, en el sentido de que pone en marcha el camino de la redención, que se puede definir, no sin forzar, como el progreso, porque se entiende como un camino -aunque contradictorio y salpicado de terribles regresiones y pasos atrás- de una condición a otra mejor, de hecho perfecta.

La fe en el progreso es radicalmente secular, basada en su confianza en la dignidad, la libertad y la razón humana. Es la Ilustración -a pesar de los precedentes en otras épocas históricas, por ejemplo el Renacimiento- la que lleva a su máxima expresión la idea de progreso, y su materialización en el increíble proceso reformista que, en muchos países europeos, abolió las injusticias seculares, mejoró las condiciones de muchas clases sociales, cambió el sentido mismo del ejercicio del poder, combatió los prejuicios y los dogmatismos, revolucionó la política y la economía y contribuyó a la formación del pensamiento político y económico europeo destinado a un gran futuro.

Quienes, como yo, siguieron las lecciones de un maestro de los estudios de la Ilustración como Franco Venturi junto a su gran discípulo y colega Gianfranco Torcellan, hace muchos años, se han visto profundamente afectados. Pero, como relata Alejo Carpentier en su novela El siglo de las luces, el barco revolucionario que cruza el océano para llevar el progreso a las Antillas francesas también lleva la guillotina, que trabaja por el progreso que a menudo se ha convertido, incluso más tarde y en los contextos más diversos, en el Terror. En el final de Antígona de Bertolt Brecht se dice: «Por los sacrificios bárbaros / de un gris tiempo primordial, la humanidad / se levantó grande». ¿Incluso la humanidad de Auschwitz? Ni siquiera los que hoy esclavizan y violan a niños pobres e indefensos parecen más humanos que muchos de sus predecesores en el horror. «Crítica del progreso como antimodernidad», escribe Aldo Schiavone, recordando a Nietzsche y al Leopardi de los «destinos magníficos y progresistas de la humanidad».

No es solo el hundimiento del Titanic, que permanece como símbolo, lo que contradice la confianza entusiasta de que el gran desarrollo tecnológico habría creado un mundo más feliz y más justo. El texto fundamental de la crítica progresista del culto retórico y consciente o inconscientemente instrumental del progreso es la Dialéctica de la Ilustración de Theodor Adorno y Max Horkheimer; y ahí estánlos Dioscuros de la Escuela de Frankfurt y ese pensamiento negativo que incluye a grandes estudiosos, filósofos y escritores, como Ernst Bloch con su El principio esperanza y Walter Benjamin con su El ángel de la historia.

El pensamiento negativo es ciertamente progresista y liberador en oposición a la Historia y, en Bloch, también a la naturaleza y al conjunto de la vida; desmitifica el uso instrumental de tantos progresistas ideológicos altisonantes, el distanciamiento del hombre de la naturaleza en nombre de una razón falsa que es la administración global del poder. El pensamiento negativo, incluso en algunos de sus grandes intérpretes, se caracteriza por un matiz de soberbia hacia la cultura de masas, que a menudo y cada vez más merece la desmitificación y la crítica severa, que quizás resultaría más eficaz e incisiva si se librara de ciertas poses de superioridad.

Actitudes totalmente ausentes en la crítica del progreso de un brillante erudito aislado como Tito Perlini, una gran figura autónoma de la izquierda que, como dice el título de uno de sus libros magistralmente editado por Enrico Cerasi, ha pasado por el nihilismo. En este cruce de la simbiosis entre progreso y nihilismo, Perlini enfatiza el sentido fundamental de ese otro irreductible que es la dimensión religiosa y que es esencial para la comprensión de la vida y la Historia. Perlini también se detiene en la crítica católica de la modernidad de Augusto Del Noce, pero también subraya cómo esta dimensión distinta de la llamada realidad está presente y fundamentada en el propio Horkheimer, uno de los fundadores de la teoría crítica del progreso.

No pocos revolucionarios de ayer, por ejemplo Hans Magnus Enzensberger en El hundimiento del Titanic o en Mausoleo, parecen mirar con irónica desilusión las ruinas del progreso, incluidos muchos aspectos de la era tecnológica actual en la que otros ven en cambio un triunfo. En todo caso, como se ha dicho, las heridas producidas por el progreso sólo pueden ser curadas por éste, siempre que se libere del delirio de la omnipotencia. Como sabemos, existen planes para eliminar la muerte. Un poema de Juan Octavio Prenz se pregunta: «¿Para qué otra vida?».

Claudio Magris es escritor, traductor y profesor de la Universidad de Trieste (Italia).

lunes, 5 de julio de 2021

Los que habitan en los jardines

Anda don Gregorio Luri pasando unos días con los trapenses del Monasterio de Santa María de las Escalonias, en Hornachuelos, y uno no ha podido dejar de acordarse de aquel sermón que predicó en el siglo XII un egregio abad cisterciense, Guerrico de Igny: «Vosotros sois, si no me engaño, los que habitáis en los jardines, los que día y noche meditáis la ley del Señor. Cuantos libros leéis, otros tantos jardines recorréis; cuantas máximas elegís, otros tantos frutos recogéis». Apostillando después: «Por eso vosotros, que recorréis los jardines de las Escrituras, no queráis negligente y ociosamente pasar de modo superficial sobre ellas; escrutando cada cosa como abejas diligentes que sacan miel de las flores, recoged el espíritu en las palabras». Los que habitan en los jardines, entre eucaliptos, naranjos y limoneros, son los que practican la lectura lenta que, en la tradición benedictina, se conoce con el nombre de lectio divina y que, según la conocida Scala Claustralium de Guigo II el Cartujo, empieza con la lectura silenciosa propiamente dicha, para continuar con la mediatio, la oratio y la contemplatio

De los autores del Antiguo Testamento a Leo Strauss, de los Padres del desierto al niño que lee de noche en la cama, la lectura lenta ilumina a la humanidad con el lenguaje, ese privilegio de los dioses. En su reciente libro, El viaje a Oxford, José Jiménez Lozano nos recuerda que narrar –o leer– una historia «es nombrar la realidad, pero a la vez, levantar vida con palabras». Se trata de una bonita imagen que nos lleva a otra verdad muy honda: las palabras dan vida, otorgan sentido, marcan una dirección, suscitan esperanza. La lectura lenta permite desbordar los límites estrechos de nuestra imagen reflejada en el espejo; de la dictadura atroz de nuestras ideas, prejuicios y emociones. La palabra permite que el hombre resucite y se levante de nuevo, que pase a ser otro sin dejar de ser él mismo, que dé fruto tras ser sabiamente podado por un jardinero. El propio Guerrico decía que cada monje es una madre que debe cuidar vigilante al hijo que ha nacido de sus entrañas para que crezca, se fortalezca y sea más, como los árboles y las plantas de un jardín. 

Heredero de la tradición monástica, Guerrico recomendaba a los monjes que cavasen dentro de sí mismos, «pues los tesoros más valiosos suelen estar escondidos en las profundidades de la tierra». Sabía que educar –ya san Benito había definido el monasterio como una escuela– requiere tiempo, silencio, esfuerzo, guía y un ambiente propicio. Los monjes, que rezan, leen y trabajan, habitan en efecto los jardines de la palabra. Su vocación, y el sentido de su vida, es el servicio. Pero, en realidad, ¿no es este también el sentido que deberíamos buscar para nuestra vida? Don Gregorio Luri sabe muy bien –porque lo ha escrito repetidas veces– que los que habitan en los jardines cultivan la primera de las virtudes, que es la espera atenta. Sólo ella nos enseña a mirar y a pensar. Evagrio distinguía tres tipos de miradas: la humana, la demoníaca y la angelical o celeste. Por supuesto, en los jardines también hay demonios pero, a diferencia de los páramos yermos característicos del nihilismo, en el jardín crece la vida, y una luz matizada y esplendorosa que inaugura la belleza y convoca la esperanza. 

VIA: https://theobjective.com/elsubjetivo/los-que-habitan-en-los-jardines

sábado, 3 de julio de 2021

Un mensaje

Platón escribió en el Banquete que «si hay algo por lo que vale la pena vivir es por contemplar la belleza». Por eso es tan importante el mensaje de Scruton: « la belleza es un recurso esencial. Con ella convertimos el mundo en nuestra casa, y al hacerlo ampliamos nuestras alegrías y encontramos consuelo para nuestros dolores. Esa capacidad de la belleza para redimir nuestro sufrimiento la asemeja a la religión. De hecho, lo sagrado y hermoso son dos puertas que se abren a un solo espacio: el espacio donde encontramos nuestro hogar».