Martes, 06/Jul/2021 Claudio Magris El Mundo
En la lengua de los chamacocos, población indígena del Paraguay, el futuro se expresa en negación; es la negación misma, la expresión del mañana que nunca existe porque siempre tiene que llegar y existir. Lo sabe bien, aunque no viva en los bosques de Paraguay, el moroso que siempre promete «mañana te pago», es decir, que no te pago. El futuro no existe pero destruirá lo que es. Aquello que se busca, se desea, es siempre todavía no. El doctor Kien, protagonista del Auto de fe de Elias Canetti, quiere precipitarse hacia el futuro, quiere cada vez más futuro, que transformará cada vez más todo lo del pasado en lo que ya no está.
Pero hay un tiempo mesiánico en
el que el todavía no no indica ausencia, lo que no está y por lo tanto no
existe, sino lo que da sentido al viaje aunque nunca haya llegado. Un camino
dificilísimo, en el que hay esperanza en el todavía no. Es la mayor de las
virtudes, decía Charles Péguy, porque es tan difícil ver cómo van las cosas y,
a pesar de todo, esperar, pensar que mañana podrán ir mejor. El mañana,
el todavía no, no es negación, ausencia, vacío; es lo que
llena de sentido el camino y, por tanto, ya. En la altísima tensión de Hermann
Broch -no sólo en La muerte de Virgilio-, el todavía
no está en la frontera del desierto; el hombre no puede cruzar esa frontera,
sólo puede -lo que tal vez sea todo- mirar y señalar lo que hay más allá de esa
frontera.
El progreso es ese todavía no, el
Mesías de la tradición judía que tiene que venir; es a partir de la hora más
oscura cuando comienzan las horas que conducen al amanecer. El progreso y su
celebración o más bien la fe en él son una idea o una invención esencialmente
moderna. La edad de oro, en la antigüedad, es la del pasado, después de la cual
se suceden cada vez más edades negativas. En el apogeo del Imperio Romano,
el Carmen de Horacio dice que el sol no verá mayor
grandeza que la de Roma. Una sombra de melancolía se extiende sobre el orgullo
y la alegría de esta plenitud, el sentimiento de que después de esa grandeza
sólo puede haber decadencia.
En la tradición judía y también
en la cristiana las cosas son diferentes. Incluso antes del pecado original
parece advertirse algo que no es completamente perfecto en el Paraíso Terrenal.
El Mesías todavía no ha llegado, debe llegar aún. San Agustín habla de «felix culpa» [feliz culpa] respecto al pecado original,
en el sentido de que pone en marcha el camino de la redención, que se puede
definir, no sin forzar, como el progreso, porque se entiende como un camino
-aunque contradictorio y salpicado de terribles regresiones y pasos atrás- de
una condición a otra mejor, de hecho perfecta.
La fe en el progreso es
radicalmente secular, basada en su confianza en la dignidad, la libertad y la
razón humana. Es la Ilustración -a pesar de los precedentes en otras épocas
históricas, por ejemplo el Renacimiento- la que lleva a su máxima expresión la
idea de progreso, y su materialización en el increíble proceso reformista que,
en muchos países europeos, abolió las injusticias seculares, mejoró las
condiciones de muchas clases sociales, cambió el sentido mismo del ejercicio
del poder, combatió los prejuicios y los dogmatismos, revolucionó la política y
la economía y contribuyó a la formación del pensamiento político y económico
europeo destinado a un gran futuro.
Quienes, como yo, siguieron las
lecciones de un maestro de los estudios de la Ilustración como Franco Venturi
junto a su gran discípulo y colega Gianfranco Torcellan, hace muchos años, se
han visto profundamente afectados. Pero, como relata Alejo Carpentier en su
novela El siglo de las luces, el barco revolucionario que
cruza el océano para llevar el progreso a las Antillas francesas también lleva
la guillotina, que trabaja por el progreso que a menudo se ha convertido,
incluso más tarde y en los contextos más diversos, en el Terror. En el final
de Antígona de Bertolt Brecht se dice: «Por los
sacrificios bárbaros / de un gris tiempo primordial, la humanidad / se levantó
grande». ¿Incluso la humanidad de Auschwitz? Ni siquiera los que hoy esclavizan
y violan a niños pobres e indefensos parecen más humanos que muchos de sus
predecesores en el horror. «Crítica del progreso como antimodernidad», escribe
Aldo Schiavone, recordando a Nietzsche y al Leopardi de los «destinos
magníficos y progresistas de la humanidad».
No es solo el hundimiento
del Titanic, que permanece como símbolo, lo que contradice
la confianza entusiasta de que el gran desarrollo tecnológico habría creado un
mundo más feliz y más justo. El texto fundamental de la crítica progresista del
culto retórico y consciente o inconscientemente instrumental del progreso es la Dialéctica de la Ilustración de Theodor
Adorno y Max Horkheimer; y ahí estánlos Dioscuros de la Escuela de Frankfurt y
ese pensamiento negativo que incluye a grandes estudiosos, filósofos y
escritores, como Ernst Bloch con su El principio esperanza y
Walter Benjamin con su El ángel de la historia.
El pensamiento negativo es
ciertamente progresista y liberador en oposición a la Historia y, en Bloch,
también a la naturaleza y al conjunto de la vida; desmitifica el uso
instrumental de tantos progresistas ideológicos altisonantes, el
distanciamiento del hombre de la naturaleza en nombre de una razón falsa que es
la administración global del poder. El pensamiento negativo, incluso en algunos
de sus grandes intérpretes, se caracteriza por un matiz de soberbia hacia la
cultura de masas, que a menudo y cada vez más merece la desmitificación y la
crítica severa, que quizás resultaría más eficaz e incisiva si se librara de
ciertas poses de superioridad.
Actitudes totalmente ausentes en
la crítica del progreso de un brillante erudito aislado como Tito Perlini, una
gran figura autónoma de la izquierda que, como dice el título de uno de sus
libros magistralmente editado por Enrico Cerasi, ha pasado por el nihilismo. En
este cruce de la simbiosis entre progreso y nihilismo, Perlini enfatiza el
sentido fundamental de ese otro irreductible que es la dimensión religiosa y
que es esencial para la comprensión de la vida y la Historia. Perlini también
se detiene en la crítica católica de la modernidad de Augusto Del Noce, pero
también subraya cómo esta dimensión distinta de la llamada realidad está
presente y fundamentada en el propio Horkheimer, uno de los fundadores de la
teoría crítica del progreso.
No pocos revolucionarios de ayer,
por ejemplo Hans Magnus Enzensberger en El hundimiento del Titanic o
en Mausoleo, parecen mirar con irónica desilusión las
ruinas del progreso, incluidos muchos aspectos de la era tecnológica actual en
la que otros ven en cambio un triunfo. En todo caso, como se ha dicho, las
heridas producidas por el progreso sólo pueden ser curadas por éste, siempre
que se libere del delirio de la omnipotencia. Como sabemos, existen planes para
eliminar la muerte. Un poema de Juan Octavio Prenz se pregunta: «¿Para qué otra
vida?».
Claudio Magris es escritor, traductor y profesor de la Universidad de Trieste (Italia).
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