Editor,
traductor, profesor, poeta y ensayista.
Cuando se habla de
la inmersión lingüística, suele olvidarse que, más allá de la discusión en torno a las cuotas de
una y otra lengua y el respeto a la legalidad, la operación ideológica en
marcha ha terminado por menoscabar aquello que pretendía proteger. El proceso
de la llamada normalización fue convirtiéndose, a partir sobre todo de la ley
de política lingüística de 1998, en un instrumento de propaganda. El
catalán o el castellano, en sí mismos, quedaron aparcados en el limbo del
lenguaje, ese extraño concepto al que nadie parece atender porque nunca fue
rentable. Tratar de apropiarse de una lengua para convertirla en un rasgo de
identidad suele crear aberraciones morales como la que representa Laura Borràs
en el Parlament de Cataluña. Pero también propicia estupideces colosales como
la que pronunció Pablo Casado el pasado verano en Mallorca cuando, en el calor
de un mitin, les recordó a los habitantes del archipiélago la adscripción
territorial de sus hablas, gritando: «que no habláis catalán, que habláis
mallorquín, menorquín e ibicenco». Le faltó añadir, como hacía José Ramón
Bauzá, aquel inane presidente autonómico balear, «formenterense».
En un artículo escrito
en fecha tan temprana como 1983 y titulado «¡Situación límite: ultraje
a la paella!», Sánchez Ferlosio ya nos advirtió que «con esta peste
catastrófica de las autonomías, las identidades, las peculiaridades
distintivas, las conciencias históricas y los patrimonios culturales, la
inteligencia de los españoles va degradándose a ojos vista y se la ve ya
acercarse peligrosamente a los mismos umbrales de la oligofrenia». Por
supuesto, hace ya mucho tiempo que vivimos plenamente inmersos y normalizados
en esa oligofrenia irreversible. El episodio de Canet de Mar ha evidenciado una
vez más el clima mental que ha conseguido imponer el nacionalismo en Cataluña,
con la aquiescencia –hay que recordarlo una y otra vez– de todo el espectro
político. El otro día, Pablo Iglesias decía en TV3, sabiendo
que allí sería amado y aplaudido por esas palabras, que estar en contra de
la política lingüística de la Generalitat era propio de «ultras». Y ese es,
precisamente, el gran triunfo de la inmersión. Al nacionalismo nunca le ha
importado tanto el catalán como la identidad agonística que ha querido
inocularle a la lengua. Las ultracorrecciones impuestas por los comisarios
lingüísticos para distanciar todo lo posible el catalán del castellano son un
ejemplo de ello. Esas normas no estaban destinadas a proteger una lengua sino a
viciarla y alienarla, convirtiéndola en una frontera, en una maternidad capaz
de desengendrar. Como decía el viejo Martín de Riquer: «El catalán es una
lengua muy peculiar. Se pronuncia algu y se escribe quelcom».
¡El sentido del humor, ay, es otra de las cosas que ha destruido el
independentismo!
La peste de las
peculiaridades distintivas de la que hablaba Ferlosio hace cuarenta años se ha
extendido ya por todo el país e incluso gobierna la nación, merced a los pactos
de investidura de Pedro Sánchez. El pasado mes de septiembre, la senadora Pilar
González, de Adelante Andalucía, defendió una ortografía propia para el
andaluz. A su juicio, el «andalûh», como escribe ella el nombre de su lengua, con
circunflejo diferencial incluido, «no es inferior al resto de lenguas del
Estado». Y es que de eso se trata, sobre todo, de no ser inferior y tener una
identidad lingüística nacional. En la tan ansiada República Federal
Oligofrénica tanto monta el andalûh como el formenterense o
el conillerense, el idioma secreto que hablan los cormoranes
endogámicos de esa isla del archipiélago de Cabrera.
Hace ya bastantes años,
Agustín García Calvo, que había dedicado su vida al lenguaje, se despedía de
los idiomas en uno de sus 37 adioses al mundo con estas
palabras:
«Erais unas prostitutas,
lengüecitas de Babel, agentes de prostitución, al contrario que la lengua:
porque vosotros, idiomas, os dejáis comprar y vender, y ahí tenéis el negocio,
por ejemplo, de ‘aprenda usted de una vez inglés’, y el negocio de hacerse
culto, de adquirir un vocabulario de cultura, que mueve dinero, que es dinero;
pero la lengua no es de nadie: es para cualquiera, la sola máquina gratuita; y
eso era el gran peligro para el Señor de Patrias y Culturas. Y, mientras sois,
idiomas, cosas que uno maneja (o su Academia o sus capitostes nacionalistas),
cosas de conciencia y de voluntad, en la lengua de verdad no manda nadie: mana
de la sabiduría soterraña de lo olvidado. En ésa no habla uno: Se habla
sencillamente».
El olvido de esa sabiduría de la que
hablaba García Calvo es el origen de la actual barbarie lingüística en la que vivimos. No solo los territorios y las ideologías tratan de
apropiarse de la lengua para convertirla en un efímero y ridículo idiolecto al
servicio de su causa. También las nuevas identidades biológicas intentan
corregir el magma del lenguaje para entretener la ilusión de que de pronto la
palabra les pertenece a ellos, a su grupo, como si fuéramos nosotros los que
hablamos una lengua y no, como es siempre el caso, el lenguaje el que nos
habla. Cuando nacemos, somos arrastrados por las corrientes verbales que fluyen
a nuestro alrededor sin que podamos decidir nada sobre su naturaleza. Al morir,
las corrientes siguen su curso, engullendo las mínimas incisiones que le
hicimos con nuestra torpe habla. Nuestra capacidad de incidir en la lengua es
muy parecida a la pericia para construir presas o abrir canales. Son pequeñas
intervenciones que en realidad nada pueden contra la masa del océano. Como decía en un poema
maravilloso Robert Graves, hablando de la danza de las palabras: To
make them move, you should start from lightning / And not forecast the rythm:
rely on chance. («Para hacer que se muevan, deberías
empezar por el relámpago / y no predecir el ritmo: confía en el azar»). Como
gran poeta que fue, Graves sabía que el lenguaje es una tormenta y nosotros
simples bestias verbales bajo su inclemencia. Es lo mismo que ya había
sentenciado Heráclito, a quien tan bien tradujo y glosó García Calvo, en el
segundo de sus fragmentos: «Por eso hay que seguir a lo común, pero aunque el
lógos es común (koinós), la mayoría vive como si tuviera un
entendimiento (phrónesin) propio (idion)».
https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2021-12-19/lenguaje-e-identidad/
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