FERNANDO SAVATER-EL PAÍS
La frase más
sugestiva del padrenuestro es “no nos dejes caer en la tentación”. Para cada
uno de nosotros hay una tentación irresistible, de la que no podríamos
librarnos con nuestras propias fuerzas. Por eso rogamos a Dios que no nos
someta a esa prueba de la que saldremos inevitablemente vencidos: ¡ahórranos la
derrota! Schopenhauer interpretaba ese “no nos dejes caer en la tentación” como
otra súplica: “No me reveles quién soy”. Me creo recto y virtuoso, pero de
repente, inopinadamente, algo me tienta y descubro los límites de esa
excelencia de la que me enorgullecía, mi íntimo parentesco con el cieno, no con
el cielo… Una lección que servirá para purificarme de todo orgullo,
arrepentirme no sólo de lo que soy, sino de lo que —¡Dios no lo quiera!— podría
llegar a ser y obtener el perdón radical, mi rectificación. Lo que pedimos en
la oración fundamental es librarnos del mal, ser rescatados de nuestro
parentesco con lo que la ley prohíbe. Pero no se reza para que la ley
desaparezca o para que lo prohibido deje de estarlo. No conozco la psicología
de Dios, pero creo que tiene fama de magnánimo: sin embargo, no rogamos de su
magnanimidad que convierta lo malo en bueno, sino que nos dé la oportunidad a
quienes hemos resbalado por la tentadora ladera del mal de trepar de nuevo
hasta la posibilidad de lo mejor. La indulgencia que esperamos no consiste en
borrar la ley, sino en borrar de nuestra alma las consecuencias de haberla
transgredido.
Perdonen esta
ingenua excursión por la teología amateur, pero se me hace más fácil entender el significado de
la culpa y el arrepentimiento que nos rescata de ella en lenguaje religioso que
jurídico: prefiero la gracia a la póliza. Hay algo no ya de asombroso sino de
perverso en pretender que la concordia debe conseguirse anulando la
ley y descartando la condena de quienes han hecho caso omiso de ella.
Esa concordia que algunos esperan conseguir por esta vía paradójica… ¿A qué
dará lugar? Sin duda a otra ley, porque el establecimiento de la legalidad es
la forma de convivencia civilizada en la sociedad moderna. Y esta nueva
legalidad, la que convierte la antigua tentación en mérito, tendrá también sus
transgresores, a los que los magnánimos del nuevo orden deberán a su vez
indultar para no incurrir en agravio comparativo. Este procedimiento socava e
imposibilita el establecimiento de un fundamento legal para la sociedad
española, no sólo catalana. Como se ha repetido con razón tantas veces
(vamos, principalmente lo he repetido yo, pero si quiere puede usted
también unirse al coro), en democracia se da el derecho a la diferencia, pero
nunca la diferencia de derechos. No hay derechos distintos porque no hay
ciudadanos diferentes según su origen o adscripción territorial. Por cierto,
esto es lo que significa la unidad del país, no ninguna engolada trascendencia
metafísica. Dentro de un solo país con una única Constitución cabe una variedad
administrativa de aplicaciones legales según variedad de circunstancias. Lo
inadmisible es que la aplicación de sanciones a quienes incumplen a sabiendas la
Constitución y rechazan la unidad de la ciudadanía sea considerada como
“venganza” o “resentimiento”.
Por lo visto el
Gobierno, con gran esfuerzo inventivo, pretende justificar los indultos
como medio para “fomentar la convivencia en Cataluña”. Creo que esta
justificación es peor que los indultos mismos. Lo que fomenta la convivencia
democrática es el respeto y el temor a la norma compartida: vivir en democracia
es no tener que obedecer los caprichos de nadie, sino solamente lo establecido
por la Ley. Si los arrebatos, pasiones y obcecaciones identitarias de un
grupo de ciudadanos que no admiten ser iguales a los demás (y que
entienden su libertad como la de no ser iguales a los otros) adquiere tanto
peso en la convivencia como la pauta constitucional, la democracia legal queda
suspendida —o abolida, quién sabe— para verse sustituida por una olla podrida
sentimentaloide en la que bullen leyendas históricas, agravios más o menos
imaginarios, diferencias culturales acuñadas como irreductibles por quienes cobran
por ello, etc. La isonomía esencial del sistema democrático se trueca en una
disforia cívica que lleva a la división y el enfrentamiento de la ciudadanía. Y
a ese disparate criminógeno, cuyos efectos en la España del pasado reciente o
algo más lejano conocemos demasiado bien, se la reviste con la hopalanda de la
magnanimidad y se la arropa con el manto de la concordia, lo mismo que el bruto
que espía y maltrata constantemente a su cónyuge lo hace en nombre de su
irresistible amor.
El Gobierno de
Sánchez se presenta a la opinión pública como forzado a tomar medidas
arriesgadas por la intransigencia combinada de los independentistas
unilaterales y la derecha anticatalana. Sus corifeos y coriguapos mediáticos le
jalean en este dilema entre exaltados, apoyando los indultos, la mesa de
diálogo y lo que venga después. Cuanta desvergüenza. La culpa de la derecha en
el problema catalán es la misma que la de la izquierda, falta de resolución al
aplicar las medidas legales, educativas y mediáticas efectivas que habrían
podido detener el desarrollo del mal cuando aún se encontraba en sus primeras
etapas. Ahora se presentan los indultos como la única respuesta al “algo habrá
que hacer” frente al conflicto. Ya que no se puede afrontar realmente el mal,
por lo menos tratemos de hacernos simpáticos a los malos para que sigan
prefiriendo apoyar al sanchismo que desestabilizarlo
provocativamente. Por supuesto todos sabemos, en primer lugar los que van
a concederlos, que los indultos no tienen la mínima posibilidad de resolver
nada: los indultados no piden ese beneficio, lo toman como una muestra de
debilidad que se han ganado gracias a su arrogancia rebelde y no a su
arrepentimiento, con ellos confirman que no deben ceder ni enmendarse, que van
por el camino debido. Pero entonces, volvemos a los corifeos y coriguapos, ¿qué
puede hacer el Gobierno de Sánchez, mirando a los ojos de los catalanes
nacionalistas —la vicepresidenta Calvo dixit—, salvo indultarlos a ver si hay suerte y se portan
bien?
Por supuesto, a los
catalanes no nacionalistas, que se saben españoles y no viven de quimeras, a
esos no se les mira a los ojos; y al resto de los españoles, que se
quieren tan catalanes como del resto de su país, aún menos. Nadie se atreve a
decir lo obvio a los mimados rebeldes: la independencia unilateral no cabe en
nuestro ordenamiento legal; los coloquios con independentistas para discutir
sobre lo que pertenece a toda la ciudadanía española, aún menos; a quienes
insistan en la sublevación de hecho, les espera el 155, los tribunales, la
condena y una pena de cárcel sin indultos. Ya se les ha aplicado una vez ese
tratamiento, con mucha vaselina, y la próxima vez ho tornarem a fer pero más a las bravas. Lo demás
es una pérdida de tiempo y un indebido menosprecio a los catalanes que se saben
y se quieren españoles.
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