domingo, 24 de octubre de 2021

Entrevista

Por Jorge Bustos

Lleva quizá el único apellido parlante del columnismo español. Un centelleo, un chasquido y un corte seco. El estilo de Arcadi Espada (Barcelona 1957) ofrece el magisterio afilado de una idea ejecutada con limpieza. En su nuevo libro, que lleva un finísimo prólogo de Ferrán Caballero, se bate en duelo contra la superchería.


P. Se non è vero, è ben trovato. Usted ha construido su carrera contra ese refrán. Contra el peligro de elevar la verosimilitud al lugar de la verdad.

R. Sí, pero no lo considero una rareza. O no debería. El paradigma de la verosimilitud es honrado, pero no es el de nuestro oficio. Lo que sabemos con seguridad sobre lo verosímil es que no ha sucedido. Yo soy un escritor que trabaja con la veracidad. Los que trabajan con la verosimilitud son los novelistas realistas. Otra cosa es que hayamos perdido la perspectiva de lo que es este trabajo hasta el punto de que esta distinción parezca una rareza.

P. La foto de Capa del miliciano muerto. Es un montaje pero servía a la propaganda, que es lo que sustituye a la verdad en las guerras. ¿La primacía hoy de la posverdad significa que estamos en guerra, aunque sea cultural?

R. Sospecho que hay cosas que pasan por primera vez. La posverdad no son las antiguas mentiras: el mentiroso no deja de tener un cierto respeto por la verdad, como el gángster lo tiene por la ley. De ahí su mala conciencia. El caso Trump –digo Trump por no decir Sánchez–, que es el símbolo de todo esto, no es la simple manipulación de la verdad, no se sitúa en el paradigma orwelliano de la neolengua: es que la verdad ha dejado de interesarle. Por eso va a montar su propia red social. Siente hacia los hechos una indiferencia total. Por ejemplo hacia el hecho de perder las elecciones. Y lo avisó: que no lo reconocería. Hizo lo que se esperaba de un hombre al que no le interesan los hechos. Se mueve por un paradigma religioso. Importa la trascendencia, y toda trascendencia es subjetiva.

P. Usted se ha jactado de no leer novelas. ¿Pero no son las grandes ficciones también una necesidad antropológica?

R. Aquí hay una confusión. Voy a escribir unos cuantos libros de memorias y me gustaría ponerles el subtítulo general de El malentendido. La buena fe es muy importante para entender lo que uno dice. Yo no desprecio la ficción: he sido un gran lector de novelas. Pero el conocimiento es una pasión distinta, y a partir de cierta edad el afán de comprender es dominante y no es fácil que la ficción lo satisfaga. Lo que me parece perseguible de oficio es que las personas aprovechen la plusvalía de lo real para meter de matute sus ficciones. Es muy simple. El paradigma de lo veraz debe respetar unas normas. Por ejemplo, no utilizar el punto de vista omnisciente, que es propio de la ficción. A la ficción le reconozco su lugar en el mundo como se lo reconozco a la religión, con la cual tanto tiene que ver, aunque a muchos literatos no les guste la comparación. Son manifestaciones de una profunda necesidad humana a partir de las cuales se han hecho grandes obras de arte fundamentales para la vida de las personas. Yo puedo despreciar la idea de Dios, como la desprecio, pero no la catedral de Reims.

P. Siempre he tenido la impresión de que hay en usted una tensión íntima entre el poeta y el periodista, entre el sentimental y el racionalista, entre el flamenco y el afrancesado. ¿Me equivoco?

R. Bueno, bueno, esa es una pregunta-río muy interesante y muy difícil de responder. ¡Yo me quedo con Manitas de Plata, que reunía lo flamenco y lo afrancesado! Yo creo que lo más parecido a un poeta es un periodista. El novelista es un exuberante: se deja llevar por el fruto de su imaginación desbordante, donde cabe todo. Balzac es el prototipo. Para ser un novelista hay que tener hombros poderosos, una resistencia extraordinaria. El poeta en cambio se impone muchas limitaciones, como el ritmo o el verso. El periodista igual: tiene prohibida la exuberancia y tiene que meter el mundo en una caja. A lo que nos dedicamos tú y yo es a un oficio, el de la columna, que requiere la limitación. Uno de los grandes desastres del periodismo actual es la desaparición del formato, que lleva a personas con alguna idea ceñida a desparramarse como eyaculadores precoces adolescentes. Eso se ve especialmente en los jóvenes, que tienen una capacidad de eyaculación notabilísima, quieren conquistar el mundo a golpes de leche. Eso es un desastre. Esas entrevistas-río, esos artículos desbordantes de digitales inacabables… El trabajo periodístico del que estoy más orgulloso, Factual, no daba más de 20 noticias al día. Se trataba de llevar esa limitación fundamental del guion de la vida al periódico. Porque la gente sabía que yo le iba a llevar mi selección de noticias más relevantes. Ahora se ha sustituido la limitación por el scroll: bajar y bajar hasta que al final se llega al infierno, claro. El periodismo es orden, jerarquía y limitación.

P. «La red es el desierto de la ironía», escribe. ¿Se ha impuesto la tiranía del literalismo?

R. Lo que me parece una novedad es la llegada del literalismo analfabeto a la política. El problema no es que los comentaristas hayan perdido la voluntad irónica: el problema es cuánto tardaría hoy Churchill en ser descuartizado por sus propios compañeros. Efectivamente, el mundo progresa, cada día es más fascinante, la igualdad entre humanos aumenta. Pero dentro de estos avances generales hay pequeños retrocesos, y uno es la llegada a la élite política de gentes que no puede practicar la ironía pero por una cuestión técnica, porque no la conocen. En general todas las ministras del gobierno, por ejemplo, que están incapacitadas ontológicamente para la ironía. Pero lo digo de buena fe: no han tenido contacto con ella.

P. Quizá deban su carrera precisamente a esa falta de contacto con la ironía…

R. Es muy probable. Porque el literalismo da seguridad. La ironía es ambigua, te deja bizco. Pedirle semejante grado de sofisticación a Yolanda Díaz o Irene Montero es un acto de crueldad.

P. En una columna reciente usted ha confesado ser de lágrima fácil. Yo, la verdad, no imagino a Sísifo dichoso ni a Espada llorando.

R. ¡Claro que sí! Y no ahora, que con los años se aflojan los lacrimales, aparte de otras cosas. Pero lloro con cualquier cosa, viendo El hombre que mató a Liberty Valance o El bueno, el feo y el malo. No tiene nada que ver con la calidad o la hondura ética de las cosas. A mí me pones una musiquita y… Un profesor que tuve nos hizo el análisis de El crack, de Garci, y eligió la escena del saxo sonando sobre la ciudad de noche. Quién se resiste.

P. Pero esa sensibilidad nunca se filtra en sus columnas.

R. Pero vamos a ver. Kundera tiene una frase: «Nada hay más insensible que un hombre sentimental». Las lágrimas en público son siempre de una obscenidad preocupante. Cuando llevado presuntamente por un sentimiento, a mí alguna vez se me escapan las lágrimas, siempre pienso: «¿Qué parte hay de vanidad en este ejercicio? ¡Cuánto te gustaría ahora que te vieran llorando para que supieran los demás hasta qué punto eres un hombre sensible, hasta qué punto te conmueves con la suerte de los otros!». Por eso hay que llevar las lágrimas en privado: para que, si son vanidad, quede oculta. Llora todo lo que quieras, cabrón, pero llora en solitario. De ahí que me preocupen tanto estas exhibiciones de lágrimas a chorro propias de nuestro tiempo.

P. «El hombre es anacrónico», ha escrito. El viejo paradigma de lo viril hoy se ha convertido en prueba de cargo.

R. Ayer leí a un pobre neurocientífico diciendo una serie de tonterías en El País sobre que las mujeres van a ser el género dominante. A mí eso me complace mucho. Porque el poder femenino se basa en la desaparición de las jerarquías. Ese poder dice que en las Olimpiadas deben competir también los paralímpicos; o que una persona afectada por una enfermedad mental puede desarrollar las mismas tareas cognitivas que el resto –incluso ser diputado–; o que el marcador debe desaparecer de los estadios de fútbol; que el mérito no importa y los estudiantes deben poder pasar de curso al margen de sus resultados. Ojo, lo llamo femenino pero lo ejercen muchos hombres. Como el señor Lorente, persona a la que sigo hace muchos años con un interés extraordinario, me produce la comicidad más absoluta. Pero yo con esto estoy encantado, porque cuando advenga el poder femenino es verdad que los hombres seremos una basura, una pelusa de la biología, pero nadie nos podrá pisar, porque ya no habrá diferencias entre ser deficiente y no serlo. En ese mundo de iguales todos valdremos lo mismo, así que ni una broma respecto de la superioridad femenina.

P. «El hombre ofrece poder a cambio de sexo y la mujer ofrece sexo a cambio de poder», ha escrito. ¿Cree que las mujeres comparten esa idea escandalosa?

R. Hay una cuestión biológica fundamental: los hombres queremos follar más que las mujeres. Ahora bien, a las mujeres solo les interesa el 20% de los hombres. Los hombres somos un poco más generosos: nos interesa el 60% de las mujeres. Claro, eso significa que el 80% de las mujeres no da con el hombre que les gustaría, y eso da lugar a una gran frustración. Yo lo comprendo, pero chicas, poneos el listón un poco más bajo… El caso es que este desajuste biológico es la fuente de todos los desmanes. A los hombres les lleva a las peores humillaciones: por follar son capaces de todo. Un amigo gay me explicaba la promiscuidad sexual así: «Es que tú no lo entiendes, Arcadi, ¡somos dos cazadores cazando!». Pero al margen del patrón biológico, hay una realidad cultural: a mí lo más importante que me ha pasado es la participación de las mujeres en mi vida. Evidentemente, el feminismo es la revolución que ha cambiado la vida de los seres humanos. El orgasmo femenino, por ejemplo, es una fuente de satisfacción masculina aumentada. Toda esa estupidez del feminismo chabacano que acusa al varón de buscar solo su placer rápido… Pero idiota, cualquier hombre que ha tenido la fortuna de satisfacer sexualmente a las mujeres en sus relaciones sabe que esa fuente de placer compartido se multiplica justamente porque es compartido. Bien, pues este razonamiento en lo sexual hay que extenderlo al resto de las actividades humanas: el hecho de que la mitad de la humanidad se haya incorporado plenamente a la gestión del mundo, más allá de la participación que siempre tuvieron en la historia, es un acontecimiento sin precedentes. ¿Quién puede negar ese aporte de inteligencia, de conciencia, de sensibilidad, de visión del mundo, con todas las diferencias propias de la biología femenina? Esto es lo más grande que le ha pasado a la humanidad en mi época.

P. Su carrera es una lucha contra el nacionalismo.

R. Al revés. El nacionalismo lucha contra mí.

P. Vale, pero usted ha opuesto resistencia. El nacionalismo brinda el calor de la tribu. Usted ha elegido el frío. ¿Nunca ha echado de menos el calorcito?

R. Sí. Es recurrente. Coño, a veces ir con el grupito está bien… El fútbol, por ejemplo. Tú y yo somos del Real Madrid, podemos encontrarnos gritando juntos un gol. Pero en Cataluña estos últimos años han sido espectaculares desde el punto de vista de la soledad. Yo veía lo que estaba enfrente, esa amalgama de racismo, ignorancia y petulancia histórica, y aparte de combatirlo con todas mis fuerzas es verdad que a veces sentía una especie de fascinación. El gregarismo es una cosa fascinante. Se da el mismo síntoma ahora con el uso de las mascarillas, ese arrastre irracional de multitudes. Cuando yo veía celebrar el Proceso como la Champions –no me apeo de la idea de que sin Messi no se explica–, pensaba en la España que acababa de ganar la guerra, o en la Italia de Mussolini, o en la Alemania de los años 30. Esa fuerza que lo arrasa todo. Yo sigo viviendo ahí, a contrapelo de la mitad dominante, pero yo soy un privilegiado: opino, escribo, voy a comer a sitios maravillosos…

P. Pero hay gente que se ha mudado.

R. Pero yo no me he mudado porque no he tenido oportunidad. Yo no me quedo en Cataluña por heroísmo, para que se jodan. Sencillamente nadie me ha ofrecido nada que mejorara lo que tenía. En mi biografía intelectual sí lamento una cosa: no haber vivido en el extranjero. Una corresponsalía. Habría estado bien. Me ofrecieron hace mucho un cargo en la embajada de París, pero aquello no pudo ser. Quiero decir que si a mí me ofrecen algo maravilloso… voy a tocar las narices igualmente desde fuera que desde dentro. Sí voy a confesarte una cosa: la vida para una persona como yo en Cataluña es incómoda porque te obliga a encarar demasiadas violencias. Yo soy un gran paseante, y tengo que controlarme demasiado cuando alguien me mira o me insulta. O tengo que controlar mi sentimentalidad cuando pasa –y pasa más– lo contrario: que alguien te abraza, te pide que sigas. La vida de un ciudadano debería ser distinta. Los súbditos se hablan entre sí, se insultan; las personas civilizadas tienen a la policía. Pero en Cataluña la frontera entre ciudadano y súbdito se ha perdido.

P. Se quitó de catalán. ¿Se quitaría de español? Se le notó cierta pesadumbre patriótica ante la gestión de la pandemia.

R. Sí, pero a mí España no me ha expulsado. Cuando yo digo que me he quitado de catalán estoy diciendo: me adelanto, gilipollas, antes de que me expulses. Desde 1986 yo vivo de eso que se llama España en Cataluña, me pagan empresas que no están en Cataluña. Pero también creo que los españoles no somos conscientes de la magnitud de nuestros defectos. Por ejemplo, hemos vivido el obsceno espectáculo del congreso socialista. No se ha escrito suficientemente. Tú no te puedes presentar con fuegos artificiales y vendiendo felicidad en el peor momento de la historia de España de los últimos 40 años. Con muertos, con ruina y con un futuro incierto. ¿Cómo alguien que gobierne este país puede presentarse así? Si él lo hace, es porque sabe que tiene debajo una especie de grey. Y esto no me gusta de España. Es un país de súbditos. Y se nota. No hace falta vivir en el extranjero para darse cuenta: basta con haber hecho turismo o con leer periódicos extranjeros.

P. «Una visita al Valle de los Caídos no exalta al franquismo: lo cura», escribe. ¿La memoria histórica es una forma de renunciar al aprendizaje?

R. Eso de que no podemos mirar el pasado con los ojos del presente es una tontería. No tenemos otra opción. Nosotros tenemos todo el derecho a decir que los esclavistas eran inmorales. Nos pusimos sobre esos cadáveres para sentenciar: «Lo hicisteis mal». Casi todos, porque siempre hay los que no. ¿Vamos a hacer como que no existió? Vamos a mantener las estatuas, por supuesto. Lo único que tenemos que hacer es apearles su condición de homenaje moral. Yo viví poco del franquismo, pero lo viví. Y viví cosas importantísimas que se han olvidado, como el impacto del cuerpo desnudo de Marisol sobre la mugre cenicienta de las mujeres en el franquismo. Mi amigo Gonzalo Fernández de la Mora me dijo: «Vaya a ver el Valle». Y fui. Aquella tarde invernal, de esas tardes geométricas, cortadas, duras, implacables, sombrías, con toda la cruz cayendo… La impresión que yo me llevé de ese lugar no se puede explicar de otra manera que yendo. ¿Cómo no se dan cuenta? Pero es lo que decíamos antes de las élites: ¿cómo le vas a explicar a una pobre ministra, o a un pobre galán de tranvía que no tiene ni idea de nada, que no se puede hacer una lectura literal del Valle de los Caídos? ¡Pero si es el impacto más brutal que el franquismo ha dejado en la memoria física de los españoles!

P. Vivimos en la cultura del simulacro. Y usted concretamente en la capital de la trola: Barcelona. ¿Le ha ayudado eso a escribir un libro titulado La verdad?

R. Me gusta eso de la capital de la trola. Es verdad. En la decadencia de Barcelona ha habido una confluencia: el nacionalpopulismo. Pero las ciudades pasan épocas. Ahora Madrid debería tener mucho cuidado en no disputarle la capitalidad de la trola. Quiero advertirlo y que me escuchen bien los madrileños, porque soy un especialista. Esta ciudad que tiene una vitalidad y un rigor extraordinarios no debe perderlos amancebándose con la trola. Veo cosas publicadas que lindan con el ridículo, y ante el ridículo siempre hay que ponerse en guardia. Tengo que escribir mi libro sobre Madrid cuando se olvide el de Andrés [Trapiello], porque la conozco bien. En cuanto a Barcelona, ¿cómo es posible que después del 92 haya venido Ada Colau?

P. Su famosa propuesta de un Ministerio de la Verdad. ¿De veras cree posible alguna forma de protección institucional de la verdad alternativa a la prensa?

R. Veo, señor Bustos, que soy el único hombre en España al que no se le permiten las metáforas. Trataré de explicárselo. No hablo de un ministerio como tal, pero creo que la verdad es un bien público y hay que protegerlo. Como el agua, como la electricidad. Las sociedades no progresan sin la verdad. Y no solo es imprescindible en la vida pública: a mí me gustaría haberme aplicado a mi vida privada muchas de las enseñanzas que recomiendo en público. El ejercicio de la verdad es más difícil en la vida privada, al menos con la misma dureza y frialdad que aplico a la vida pública. ¿Qué ha pasado en nuestro ecosistema comunicativo? Primero la avasalladora extensión del desprecio de la verdad por parte de las propias instituciones. Y segundo, la fragilidad del periodismo, que necesita ser reconocido de nuevo como un bien público. Lo mejor que podemos hacer por nuestro oficio es presionar a la comunidad para que imagine lo que supondría la desaparición de la mediación periodística entre el poder y el pueblo en una democracia. ¿Cómo hemos llegado a aceptar que un presidente del Gobierno basara su llegada al poder en la mentira de un juez? ¡De un juez!

P. «La opinión ha sido desvalorizada». ¿Qué le está pasando a nuestro oficio?

R. En parte nos está bien empleado, querido Jorge. Está bien que hayamos probado de nuestra medicina. Solo acudo a las redes sociales a buscar debates concretos, también sobre mí mismo. Cuando tengo una ocurrencia más o menos chistosa –porque en el fondo contamos chistes–, la busco en las redes y veo que siempre se le ha ocurrido antes a alguien. Por lo tanto está muy bien esta cura de humildad, porque nosotros somos unos chistosos privilegiados. Por otro lado la mayor parte de las cosas que se escriben sobre lo que escribimos no tienen el menor valor. La opinión seria, de calidad, lo es en la medida en que no se separa de la verdad de los hechos. Lo otro, las opiniones que flotan como chistes están al alcance de cualquiera. ¡Gracias a Twitter ya sabemos quién cojones se inventaba los chistes! Pero el conocimiento de una información a veces te lleva a un punto novedoso. Yo siempre digo que soy un tipo muy mal pagado –sí, sí, ya sé que al decirlo provoco las sonrisas de mis compañeros– porque yo le dedico al periódico las 24 horas del día. Esta noche por ejemplo me he despertado con insomnio pensando cómo resolver la siguiente columna. Ves el mundo en forma de artículo, aquello de Camba. Mi trabajo me lo tomo muy en serio porque yo solo escribo por dinero. Ahora, yo sería un columnista menos prolífico si mi periódico me encargara más reportajes, que es cuando yo me siento en la plenitud de mi placer como escritor. De las columnas conozco muy bien el mecanismo, el reloj, y me gusta a veces desmontarlo para cambiar. Pero cada reportaje te plantea una forma narrativa nueva. Pero oye, ¿cómo es que hemos acabado hablando de dinero?

 

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