Por Jorge Bustos
Lleva quizá el único apellido parlante del columnismo español. Un centelleo, un chasquido y un corte seco. El estilo de Arcadi Espada (Barcelona 1957) ofrece el magisterio afilado de una idea ejecutada con limpieza. En su nuevo libro, que lleva un finísimo prólogo de Ferrán Caballero, se bate en duelo contra la superchería.
P. Se non è vero, è ben trovato. Usted ha construido su carrera contra ese refrán. Contra el peligro de elevar la verosimilitud al lugar de la verdad.
R. Sí, pero no lo considero una rareza. O no debería. El paradigma de la
verosimilitud es honrado, pero no es el de nuestro oficio. Lo que sabemos con
seguridad sobre lo verosímil es que no ha sucedido. Yo soy un escritor que
trabaja con la veracidad. Los que trabajan con la verosimilitud son los
novelistas realistas. Otra cosa es que hayamos perdido la perspectiva de lo que
es este trabajo hasta el punto de que esta distinción parezca una rareza.
P. La foto de Capa del miliciano muerto. Es un montaje pero servía a la
propaganda, que es lo que sustituye a la verdad en las guerras. ¿La primacía
hoy de la posverdad significa que estamos en guerra, aunque sea cultural?
R. Sospecho que hay cosas que pasan por primera vez. La posverdad no son
las antiguas mentiras: el mentiroso no deja de tener un cierto respeto por la
verdad, como el gángster lo tiene por la ley. De ahí su mala conciencia. El
caso Trump –digo Trump por no decir Sánchez–, que es el símbolo de todo esto,
no es la simple manipulación de la verdad, no se sitúa en el paradigma orwelliano
de la neolengua: es que la verdad ha dejado de interesarle. Por eso va a montar
su propia red social. Siente hacia los hechos una indiferencia total. Por
ejemplo hacia el hecho de perder las elecciones. Y lo avisó: que no lo
reconocería. Hizo lo que se esperaba de un hombre al que no le interesan los
hechos. Se mueve por un paradigma religioso. Importa la trascendencia, y toda
trascendencia es subjetiva.
P. Usted se ha jactado de no leer novelas. ¿Pero no son las grandes
ficciones también una necesidad antropológica?
R. Aquí hay una confusión. Voy a escribir unos cuantos libros de memorias y
me gustaría ponerles el subtítulo general de El malentendido. La
buena fe es muy importante para entender lo que uno dice. Yo no desprecio la
ficción: he sido un gran lector de novelas. Pero el conocimiento es una pasión
distinta, y a partir de cierta edad el afán de comprender es dominante y no es
fácil que la ficción lo satisfaga. Lo que me parece perseguible de oficio es
que las personas aprovechen la plusvalía de lo real para meter de matute sus
ficciones. Es muy simple. El paradigma de lo veraz debe respetar unas normas.
Por ejemplo, no utilizar el punto de vista omnisciente, que es propio de la
ficción. A la ficción le reconozco su lugar en el mundo como se lo reconozco a
la religión, con la cual tanto tiene que ver, aunque a muchos literatos no les
guste la comparación. Son manifestaciones de una profunda necesidad humana a
partir de las cuales se han hecho grandes obras de arte fundamentales para la
vida de las personas. Yo puedo despreciar la idea de Dios, como la desprecio,
pero no la catedral de Reims.
P. Siempre he tenido la impresión de que hay en usted una tensión íntima
entre el poeta y el periodista, entre el sentimental y el racionalista, entre
el flamenco y el afrancesado. ¿Me equivoco?
R. Bueno, bueno, esa es una pregunta-río muy interesante y muy difícil de
responder. ¡Yo me quedo con Manitas de Plata, que reunía lo flamenco y lo
afrancesado! Yo creo que lo más parecido a un poeta es un periodista. El novelista
es un exuberante: se deja llevar por el fruto de su imaginación desbordante,
donde cabe todo. Balzac es el prototipo. Para ser un novelista hay que tener
hombros poderosos, una resistencia extraordinaria. El poeta en cambio se impone
muchas limitaciones, como el ritmo o el verso. El periodista igual: tiene
prohibida la exuberancia y tiene que meter el mundo en una caja. A lo que nos
dedicamos tú y yo es a un oficio, el de la columna, que requiere la limitación.
Uno de los grandes desastres del periodismo actual es la desaparición del
formato, que lleva a personas con alguna idea ceñida a desparramarse como
eyaculadores precoces adolescentes. Eso se ve especialmente en los jóvenes, que
tienen una capacidad de eyaculación notabilísima, quieren conquistar el mundo a
golpes de leche. Eso es un desastre. Esas entrevistas-río, esos artículos
desbordantes de digitales inacabables… El trabajo periodístico del que estoy
más orgulloso, Factual, no daba más de 20 noticias al día. Se
trataba de llevar esa limitación fundamental del guion de la vida al periódico.
Porque la gente sabía que yo le iba a llevar mi selección de noticias más
relevantes. Ahora se ha sustituido la limitación por el scroll:
bajar y bajar hasta que al final se llega al infierno, claro. El periodismo es
orden, jerarquía y limitación.
P. «La red es el desierto de la ironía», escribe. ¿Se ha impuesto la
tiranía del literalismo?
R. Lo que me parece una novedad es la llegada del literalismo analfabeto a
la política. El problema no es que los comentaristas hayan perdido la voluntad
irónica: el problema es cuánto tardaría hoy Churchill en ser descuartizado por
sus propios compañeros. Efectivamente, el mundo progresa, cada día es más
fascinante, la igualdad entre humanos aumenta. Pero dentro de estos avances
generales hay pequeños retrocesos, y uno es la llegada a la élite política de
gentes que no puede practicar la ironía pero por una cuestión técnica, porque
no la conocen. En general todas las ministras del gobierno, por ejemplo, que
están incapacitadas ontológicamente para la ironía. Pero lo digo de buena fe:
no han tenido contacto con ella.
P. Quizá deban su carrera precisamente a esa falta de contacto con la
ironía…
R. Es muy probable. Porque el literalismo da seguridad. La ironía es
ambigua, te deja bizco. Pedirle semejante grado de sofisticación a Yolanda Díaz
o Irene Montero es un acto de crueldad.
P. En una columna reciente usted ha confesado ser de lágrima fácil. Yo, la
verdad, no imagino a Sísifo dichoso ni a Espada llorando.
R. ¡Claro que sí! Y no ahora, que con los años se aflojan los lacrimales,
aparte de otras cosas. Pero lloro con cualquier cosa, viendo El hombre
que mató a Liberty Valance o El bueno, el feo y el malo.
No tiene nada que ver con la calidad o la hondura ética de las cosas. A mí me
pones una musiquita y… Un profesor que tuve nos hizo el análisis de El
crack, de Garci, y eligió la escena del saxo sonando sobre la ciudad de
noche. Quién se resiste.
P. Pero esa sensibilidad nunca se filtra en sus columnas.
R. Pero vamos a ver. Kundera tiene una frase: «Nada hay más insensible que
un hombre sentimental». Las lágrimas en público son siempre de una obscenidad
preocupante. Cuando llevado presuntamente por un sentimiento, a mí alguna vez
se me escapan las lágrimas, siempre pienso: «¿Qué parte hay de vanidad en este
ejercicio? ¡Cuánto te gustaría ahora que te vieran llorando para que supieran
los demás hasta qué punto eres un hombre sensible, hasta qué punto te conmueves
con la suerte de los otros!». Por eso hay que llevar las lágrimas en privado:
para que, si son vanidad, quede oculta. Llora todo lo que quieras, cabrón, pero
llora en solitario. De ahí que me preocupen tanto estas exhibiciones de
lágrimas a chorro propias de nuestro tiempo.
P. «El hombre es anacrónico», ha escrito. El viejo paradigma de lo viril
hoy se ha convertido en prueba de cargo.
R. Ayer leí a un pobre neurocientífico diciendo una serie de tonterías
en El País sobre que las mujeres van a ser el género
dominante. A mí eso me complace mucho. Porque el poder femenino se basa en la
desaparición de las jerarquías. Ese poder dice que en las Olimpiadas deben
competir también los paralímpicos; o que una persona afectada por una
enfermedad mental puede desarrollar las mismas tareas cognitivas que el resto
–incluso ser diputado–; o que el marcador debe desaparecer de los estadios de
fútbol; que el mérito no importa y los estudiantes deben poder pasar de curso
al margen de sus resultados. Ojo, lo llamo femenino pero lo ejercen muchos
hombres. Como el señor Lorente, persona a la que sigo hace muchos años con un
interés extraordinario, me produce la comicidad más absoluta. Pero yo con esto
estoy encantado, porque cuando advenga el poder femenino es verdad que los
hombres seremos una basura, una pelusa de la biología, pero nadie nos podrá
pisar, porque ya no habrá diferencias entre ser deficiente y no serlo. En ese
mundo de iguales todos valdremos lo mismo, así que ni una broma respecto de la
superioridad femenina.
P. «El hombre ofrece poder a cambio de sexo y la mujer ofrece sexo a cambio
de poder», ha escrito. ¿Cree que las mujeres comparten esa idea escandalosa?
R. Hay una cuestión biológica fundamental: los hombres queremos follar más
que las mujeres. Ahora bien, a las mujeres solo les interesa el 20% de los
hombres. Los hombres somos un poco más generosos: nos interesa el 60% de las
mujeres. Claro, eso significa que el 80% de las mujeres no da con el hombre que
les gustaría, y eso da lugar a una gran frustración. Yo lo comprendo, pero
chicas, poneos el listón un poco más bajo… El caso es que este desajuste
biológico es la fuente de todos los desmanes. A los hombres les lleva a las
peores humillaciones: por follar son capaces de todo. Un amigo gay me explicaba
la promiscuidad sexual así: «Es que tú no lo entiendes, Arcadi, ¡somos dos
cazadores cazando!». Pero al margen del patrón biológico, hay una realidad
cultural: a mí lo más importante que me ha pasado es la participación de las
mujeres en mi vida. Evidentemente, el feminismo es la revolución que ha
cambiado la vida de los seres humanos. El orgasmo femenino, por ejemplo, es una
fuente de satisfacción masculina aumentada. Toda esa estupidez del feminismo
chabacano que acusa al varón de buscar solo su placer rápido… Pero idiota,
cualquier hombre que ha tenido la fortuna de satisfacer sexualmente a las
mujeres en sus relaciones sabe que esa fuente de placer compartido se
multiplica justamente porque es compartido. Bien, pues este razonamiento en lo
sexual hay que extenderlo al resto de las actividades humanas: el hecho de que
la mitad de la humanidad se haya incorporado plenamente a la gestión del mundo,
más allá de la participación que siempre tuvieron en la historia, es un
acontecimiento sin precedentes. ¿Quién puede negar ese aporte de inteligencia,
de conciencia, de sensibilidad, de visión del mundo, con todas las diferencias
propias de la biología femenina? Esto es lo más grande que le ha pasado a la
humanidad en mi época.
P. Su carrera es una lucha contra el nacionalismo.
R. Al revés. El nacionalismo lucha contra mí.
P. Vale, pero usted ha opuesto resistencia. El nacionalismo brinda el calor
de la tribu. Usted ha elegido el frío. ¿Nunca ha echado de menos el calorcito?
R. Sí. Es recurrente. Coño, a veces ir con el grupito está bien… El fútbol,
por ejemplo. Tú y yo somos del Real Madrid, podemos encontrarnos gritando
juntos un gol. Pero en Cataluña estos últimos años han sido espectaculares
desde el punto de vista de la soledad. Yo veía lo que estaba enfrente, esa
amalgama de racismo, ignorancia y petulancia histórica, y aparte de combatirlo
con todas mis fuerzas es verdad que a veces sentía una especie de fascinación.
El gregarismo es una cosa fascinante. Se da el mismo síntoma ahora con el uso
de las mascarillas, ese arrastre irracional de multitudes. Cuando yo veía celebrar
el Proceso como la Champions –no me apeo de la idea de que sin Messi no se
explica–, pensaba en la España que acababa de ganar la guerra, o en la Italia
de Mussolini, o en la Alemania de los años 30. Esa fuerza que lo arrasa todo.
Yo sigo viviendo ahí, a contrapelo de la mitad dominante, pero yo soy un
privilegiado: opino, escribo, voy a comer a sitios maravillosos…
P. Pero hay gente que se ha mudado.
R. Pero yo no me he mudado porque no he tenido oportunidad. Yo no me quedo
en Cataluña por heroísmo, para que se jodan. Sencillamente nadie me ha ofrecido
nada que mejorara lo que tenía. En mi biografía intelectual sí lamento una
cosa: no haber vivido en el extranjero. Una corresponsalía. Habría estado bien.
Me ofrecieron hace mucho un cargo en la embajada de París, pero aquello no pudo
ser. Quiero decir que si a mí me ofrecen algo maravilloso… voy a tocar las
narices igualmente desde fuera que desde dentro. Sí voy a confesarte una cosa:
la vida para una persona como yo en Cataluña es incómoda porque te obliga a
encarar demasiadas violencias. Yo soy un gran paseante, y tengo que controlarme
demasiado cuando alguien me mira o me insulta. O tengo que controlar mi
sentimentalidad cuando pasa –y pasa más– lo contrario: que alguien te abraza,
te pide que sigas. La vida de un ciudadano debería ser distinta. Los súbditos
se hablan entre sí, se insultan; las personas civilizadas tienen a la policía.
Pero en Cataluña la frontera entre ciudadano y súbdito se ha perdido.
P. Se quitó de catalán. ¿Se quitaría de español? Se le notó cierta
pesadumbre patriótica ante la gestión de la pandemia.
R. Sí, pero a mí España no me ha expulsado. Cuando yo digo que me he
quitado de catalán estoy diciendo: me adelanto, gilipollas, antes de que me
expulses. Desde 1986 yo vivo de eso que se llama España en Cataluña, me pagan
empresas que no están en Cataluña. Pero también creo que los españoles no somos
conscientes de la magnitud de nuestros defectos. Por ejemplo, hemos vivido el
obsceno espectáculo del congreso socialista. No se ha escrito suficientemente.
Tú no te puedes presentar con fuegos artificiales y vendiendo felicidad en el
peor momento de la historia de España de los últimos 40 años. Con muertos, con
ruina y con un futuro incierto. ¿Cómo alguien que gobierne este país puede
presentarse así? Si él lo hace, es porque sabe que tiene debajo una especie de
grey. Y esto no me gusta de España. Es un país de súbditos. Y se nota. No hace
falta vivir en el extranjero para darse cuenta: basta con haber hecho turismo o
con leer periódicos extranjeros.
P. «Una visita al Valle de los Caídos no exalta al franquismo: lo cura»,
escribe. ¿La memoria histórica es una forma de renunciar al aprendizaje?
R. Eso de que no podemos mirar el pasado con los ojos del presente es una
tontería. No tenemos otra opción. Nosotros tenemos todo el derecho a decir que
los esclavistas eran inmorales. Nos pusimos sobre esos cadáveres para
sentenciar: «Lo hicisteis mal». Casi todos, porque siempre hay los que no.
¿Vamos a hacer como que no existió? Vamos a mantener las estatuas, por
supuesto. Lo único que tenemos que hacer es apearles su condición de homenaje
moral. Yo viví poco del franquismo, pero lo viví. Y viví cosas importantísimas
que se han olvidado, como el impacto del cuerpo desnudo de Marisol sobre la
mugre cenicienta de las mujeres en el franquismo. Mi amigo Gonzalo Fernández de
la Mora me dijo: «Vaya a ver el Valle». Y fui. Aquella tarde invernal, de esas
tardes geométricas, cortadas, duras, implacables, sombrías, con toda la cruz
cayendo… La impresión que yo me llevé de ese lugar no se puede explicar de otra
manera que yendo. ¿Cómo no se dan cuenta? Pero es lo que decíamos antes de las
élites: ¿cómo le vas a explicar a una pobre ministra, o a un pobre galán de
tranvía que no tiene ni idea de nada, que no se puede hacer una lectura literal
del Valle de los Caídos? ¡Pero si es el impacto más brutal que el franquismo ha
dejado en la memoria física de los españoles!
P. Vivimos en la cultura del simulacro. Y usted concretamente en la capital
de la trola: Barcelona. ¿Le ha ayudado eso a escribir un libro titulado La
verdad?
R. Me gusta eso de la capital de la trola. Es verdad. En la decadencia de
Barcelona ha habido una confluencia: el nacionalpopulismo. Pero las ciudades
pasan épocas. Ahora Madrid debería tener mucho cuidado en no disputarle la
capitalidad de la trola. Quiero advertirlo y que me escuchen bien los
madrileños, porque soy un especialista. Esta ciudad que tiene una vitalidad y
un rigor extraordinarios no debe perderlos amancebándose con la trola. Veo
cosas publicadas que lindan con el ridículo, y ante el ridículo siempre hay que
ponerse en guardia. Tengo que escribir mi libro sobre Madrid cuando se olvide
el de Andrés [Trapiello], porque la conozco bien. En cuanto a Barcelona, ¿cómo
es posible que después del 92 haya venido Ada Colau?
P. Su famosa propuesta de un Ministerio de la Verdad. ¿De veras cree
posible alguna forma de protección institucional de la verdad alternativa a la
prensa?
R. Veo, señor Bustos, que soy el único hombre en España al que no se le
permiten las metáforas. Trataré de explicárselo. No hablo de un ministerio como
tal, pero creo que la verdad es un bien público y hay que protegerlo. Como el
agua, como la electricidad. Las sociedades no progresan sin la verdad. Y no
solo es imprescindible en la vida pública: a mí me gustaría haberme aplicado a
mi vida privada muchas de las enseñanzas que recomiendo en público. El
ejercicio de la verdad es más difícil en la vida privada, al menos con la misma
dureza y frialdad que aplico a la vida pública. ¿Qué ha pasado en nuestro
ecosistema comunicativo? Primero la avasalladora extensión del desprecio de la
verdad por parte de las propias instituciones. Y segundo, la fragilidad del
periodismo, que necesita ser reconocido de nuevo como un bien público. Lo mejor
que podemos hacer por nuestro oficio es presionar a la comunidad para que
imagine lo que supondría la desaparición de la mediación periodística entre el
poder y el pueblo en una democracia. ¿Cómo hemos llegado a aceptar que un
presidente del Gobierno basara su llegada al poder en la mentira de un juez?
¡De un juez!
P. «La opinión ha sido desvalorizada». ¿Qué le está pasando a nuestro
oficio?
R. En parte nos está bien empleado, querido Jorge. Está bien que hayamos
probado de nuestra medicina. Solo acudo a las redes sociales a buscar debates
concretos, también sobre mí mismo. Cuando tengo una ocurrencia más o menos
chistosa –porque en el fondo contamos chistes–, la busco en las redes y veo que
siempre se le ha ocurrido antes a alguien. Por lo tanto está muy bien esta cura
de humildad, porque nosotros somos unos chistosos privilegiados. Por otro lado
la mayor parte de las cosas que se escriben sobre lo que escribimos no tienen
el menor valor. La opinión seria, de calidad, lo es en la medida en que no se
separa de la verdad de los hechos. Lo otro, las opiniones que flotan como
chistes están al alcance de cualquiera. ¡Gracias a Twitter ya sabemos quién
cojones se inventaba los chistes! Pero el conocimiento de una información a
veces te lleva a un punto novedoso. Yo siempre digo que soy un tipo muy mal
pagado –sí, sí, ya sé que al decirlo provoco las sonrisas de mis compañeros–
porque yo le dedico al periódico las 24 horas del día. Esta noche por ejemplo
me he despertado con insomnio pensando cómo resolver la siguiente columna. Ves
el mundo en forma de artículo, aquello de Camba. Mi trabajo me lo tomo muy en
serio porque yo solo escribo por dinero. Ahora, yo sería un columnista menos
prolífico si mi periódico me encargara más reportajes, que es cuando yo me
siento en la plenitud de mi placer como escritor. De las columnas conozco muy
bien el mecanismo, el reloj, y me gusta a veces desmontarlo para cambiar. Pero
cada reportaje te plantea una forma narrativa nueva. Pero oye, ¿cómo es que
hemos acabado hablando de dinero?
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