
Si pudiéramos dividir el mundo en
realidades (como un niño, un caballo o un dolor de muelas) y representaciones
(como un dibujo, una novela o una fotografía), habría que decir que la inmensa
mayoría de lo que llamamos “arte” pertenece a la segunda categoría, aunque
obviamente no toda representación es una obra de arte. Incluso aquellas obras
de arte que deliberadamente cuestionan su carácter representativo, precisamente
por ello son representaciones frustradas, defectivas o fallidas, pero
representaciones al fin y al cabo.
Ambas categorías están íntimamente
relacionadas, ya que las representaciones son representaciones de realidades.
Ninguna representación puede serlo de toda la realidad, ni siquiera de todos
los aspectos y dimensiones de una realidad singular elegida a tal efecto,
puesto que, como dijo una vez Ortega y Gasset, la realidad se distingue del
mito porque, a diferencia de este último, ella nunca está del todo acabada.
Pero, aunque la realidad no pueda
estar nunca entera en su representación, sí que está en ella más o menos
parcialmente en cuanto representada. Por lo cual, no tiene nada de particular
que, si la realidad incluye datos como el racismo, el sexismo, la corrupción
institucionalizada, la explotación económica o el avasallamiento político,
estos datos pasen también a formar parte de la representación, incluso y en
concreto cuando se trata de una representación artística. Es decir, que la
función de la obra de arte no es proyectar una imagen de la realidad depurada
de los factores que pudieran considerarse injustos o escandalosos.
No hace falta decir, pues, que
quien se sienta moralmente incómodo con respecto al racismo, al sexismo, a la
corrupción institucionalizada, a la explotación o al autoritarismo, ha de
aplicarse a intentar cambiar la realidad que se caracteriza por esos rasgos. Lo
cual, como la historia nos enseña sobradamente, a menudo, es, además de largo y
difícil, muy costoso desde el punto de vista de sufrimiento personal y
colectivo. Intentar cambiar las representaciones (y, en concreto, las
representaciones artísticas más señaladas) en el sentido recién evocado de
alterarlas o explicarlas para perfeccionarlas moralmente es más fácil y puede
ser más rentable desde el punto de vista de negocio. Pero, además de totalmente
ineficaz a efectos de mejorar la realidad, resulta contraproducente e injusto.
En primer lugar, es injusto
culpar a la representación o al representante de los defectos inherentes a lo
representado, como lo es el cliente que recrimina a su retratista el haber
pintado la barriga o la verruga que efectivamente tiene. Sin duda, cuando el
retrato se hace por encargo expreso del cliente y enteramente a su costa, quien
paga tiene derecho a exigir retoques, pero, por una parte, eso no hará
desaparecer las verrugas ni las barrigas, y por otra, lo que sí desaparecerá
entonces será la autonomía del artista, como desaparecería la de un científico
que retocase sus descubrimientos a las órdenes de sus patrocinadores o la de un
periodista que reescribiese las noticias a instancias de los accionistas de su
periódico.
En segundo lugar, cuando quienes
se afanan en mejorar la representación de la realidad y no la propia realidad
son precisamente aquellas organizaciones políticas cuya pretensión confesa es
la de reducir las desigualdades sociales, se podría interpretar que tal
desplazamiento significa que se han dado por vencidas en su lucha por
transformar la realidad y que, para evitar que esta desagradable noticia llegue
a los oídos de sus votantes (y se vea, por así decirlo, la viga que llevan en
sus ojos), aumentan energuménicamente los decibelios de su protesta contra la
representación (la paja en el ojo ajeno), que sin duda es mucho más fácil de
transformar, aunque esa transformación no afecta para nada a la realidad ni,
por tanto, contribuye en lo más mínimo a reducir las desigualdades, puesto que
la representación no es la causa de la injusticia, sino la injusticia la causa
de la representación.
Rasgarse las vestiduras ante el
racismo, el sexismo, la corrupción institucionalizada, la explotación o el
autoritarismo contenidos en las representaciones artísticas no solamente es
mucho más barato que luchar contra las realidades representadas —como es más
cómodo luchar contra la esclavitud cuando ya ha sido abolida que cuando estaba
vigente y luchar contra el racismo norteamericano en España que en
Norteamérica—, sino que, en lugar de servir para mejorar la realidad,
únicamente contribuye a revestir al que protesta airado de una falsa apariencia
de virtud que se agota en su mismo griterío y que desaparece una vez acallado
este (razón por la cual se procura gritar sin parar).
Por último, esta política
cultural atenta contra la libertad de expresión, que forma parte del corpus de
libertades civiles que constituyen los derechos fundamentales de las
democracias parlamentarias contemporáneas, y que en el terreno del arte se
convierte en libertad de creación del artista y en libertad de juicio crítico
del espectador. Pensar que es en algún sentido “progresista” forzar al artista
a someterse al servicio de ciertas causas políticas (por nobles que
aparentemente sean) o sustituir la crítica por un comisariado moral (aunque sus
fines sean muy elevados) y tratar a los espectadores como menores de edad no
sólo es, una vez más, equivocarse de enemigo —pues este reside en la realidad,
no en la representación—, sino además dar la razón a quienes, a lo largo de la
historia y durante siglos, por estar interesados en vender el mito de una
realidad perfectamente acabada, pusieron el trabajo del artista al servicio del
culto religioso o de la propaganda política, y persiguieron, censuraron,
condenaron e incluso ejecutaron a quienes exigían libertad para representar el
mundo; y ello aunque hoy esta condena se cumpla a menudo según el deseo
manifiesto de algunos artistas, igual que Bujarin estuvo de acuerdo con los
verdugos que lo ejecutaron en los procesos de Moscú.
No conviene olvidar que la
dictadura de los justos (expresión que ya es una contradicción en los términos)
es tan dictadura —o sea, tan mala— como la de los bribones.
José Luis
Pardo es
escritor.
27 JUN 2020 EL PAIS
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