"El ocio se ha convertido en un insufrible no hacer nada"
Cuenta Byung-Chul Han (Seúl, 1959) que empezó a
interesarse por la Filosofía por un problema de exceso de atención. Leía
demasiado despacio. Su incapacidad para adecuar su ritmo de lectura al que,
según él, exige la literatura, le llevó a interesarse por la primera de las ciencias.
Y fue ahí, en la lenta descripción de cada palabra alemana donde empezó a
familiarizarse con la revolución del sentido de Husserl y los
laberintos etimológicos y polisémicos de Heidegger. Y ahí sigue.
Han sigue leyéndolo todo, realidad incluida, según su
particular sentido de la cadencia; consciente de que lo que importa antes que
nada es el propio tiempo. Cada uno de sus libros, todos publicados en español
por Herder, ha servido para dibujar con precisión los contornos de la
sociedad digital que nos habita. La explotación ha devenido
autoexplotación (La sociedad del cansancio), el infierno de lo igual ha
aniquilado el verdadero sentido del otro (La agonía del Eros), la
represión ha sido sustituida por el exceso de información y de placer (La
expulsión de lo distinto), y el entretenimiento ha sido absorbido por la
imperiosa necesidad de producir (aquí, su último y fulgurante ensayo Buen
entretenimiento). Y así.
Byung Chul-Han se toma su tiempo hasta para responder
un cuestionario que solicita por escrito y en alemán. De las 17
preguntas que le enviamos responde 10. O mejor, funde las respuestas de
unas en otras y descarta las, quizá, demasiado genéricas (sobre el sentido de
la cultura) o demasiado concretas (sobre su serie favorita). El resultado es una
entrevista tallada en la precisión misma del tiempo. Y, en efecto, de eso se
trata. Como él mismo dice lo que cuenta es devolver no tanto el sentido, que
también, como "la fragancia" al tiempo.
Su último libro, 'Buen entretenimiento',
recuerda al trabajo de Neil Postman 'Divertirse hasta morir. El discurso
público en la era del show business'. Pero Postman tiene una visión mucho más
apocalíptica que la de usted y supone que la necesidad que tenemos de
entretenernos ha destruido nuestra capacidad de reflexionar. ¿Se muestra
dispuesto a compartir la misma tesis?
Mi libro Buen entretenimiento no es apocalíptico. En él me
refiero al juego. Bajo la presión de tener que trabajar hoy nos hemos olvidado
de cómo se juega. El ocio sólo sirve hoy para descansar del trabajo. Para
muchos el tiempo libre no es más que un tiempo vacío, un horror vacui. Tratamos
de matar el tiempo a base de entretenimientos cutres que aún nos entontecen
más. El estrés, que cada vez es mayor, ni siquiera hace posible un descanso
reparador. Por eso sucede que mucha gente se pone enferma justamente durante su
tiempo libre. Esta enfermedad se llama leisure sickness, enfermedad
del ocio. El ocio se ha convertido en un insufrible no hacer nada, en una
insoportable forma vacía del trabajo. Incluso el juego ha sido absorbido hoy
por el trabajo y el rendimiento. El trabajo se ludifica. Es decir,
las ganas que todos tenemos de jugar se ponen al servicio del trabajo, que las
explota y saca partido de ellas. Suponiendo que aún quede un entretenimiento al
margen del trabajo, se ha degradado a una mera desconexión mental, que es
cualquier cosa menos buen entretenimiento. Tenemos la tarea de liberar el juego
del trabajo. La sociedad futura será una sociedad del juego.
Si nos acabamos convirtiendo en una sociedad
del entretenimiento, o del juego, sin trabajo, ¿no habría que reinterpretar
entonces el mismo concepto de tiempo?
El tiempo laboral se ha totalizado hoy convirtiéndose en el tiempo
absoluto. Realmente deberíamos inventar una nueva forma de tiempo. Si resulta
que nuestro tiempo vital o la duración de nuestra vida coincide por completo
con el tiempo laboral, como en parte está sucediendo ya hoy, entonces la propia
vida se vuelve radicalmente fugaz. Yo contrapongo al tiempo laboral el tiempo
festivo. El tiempo festivo es un tiempo de ociosidad, que hace posible
recrearse y permite una experiencia de la duración. El tiempo festivo es un
tiempo en el que la vida se refiere a sí misma, en lugar de someterse a un
objetivo externo. Deberíamos liberar la vida de la presión del trabajo y de la
necesidad de rendimiento. De lo contrario la vida no merece la pena vivirla.
¿Lo contrario de la sociedad del
entretenimiento sería una sociedad del 'sano' aburrimiento? ¿Puede el
aburrimiento ser sano?
Lo contrario de la sociedad del juego es nuestra sociedad del rendimiento,
nuestra sociedad del cansancio, en la que cada uno se explota voluntariamente a
sí mismo creyendo que así se está autorrealizando. Nos matamos a base de
autorrealizarnos. Nos matamos a base de optimizarnos. Pero el hombre no es
un homo laborans, sino un homo ludens. El hombre ha
nacido para jugar, no para trabajar.
Aunque sea volver a argumentos ya
analizados en sus obras, ¿cómo explica usted el éxito actual de lo más
entretenido del mundo del entretenimiento: las series de televisión?
Esa es una cuestión interesante. Me gustaría explicarla filosóficamente.
Nuestra capacidad perceptiva ha perdido hoy la capacidad de demorarse en algo.
Nuestra percepción asume una forma serial. Se apresura de una información a la
siguiente, de una sensación a la siguiente, sin llegar nunca a un final. Se
produce un consumo sin fin. Las series gustan tanto hoy porque responden a
nuestros hábitos seriales. En el nivel del consumo mediático eso conduce al binge
watching o atracón de televisión, al visionado bulímico. El visionado
bulímico se ha convertido hoy en el modo de percepción generalizado. El régimen
neoliberal intensifica los hábitos seriales para hacernos producir más, para
forzarnos a un consumo mayor.
Matamos el tiempo con entretenimiento cutre que nos entontece. El ocio es
una forma vacía del trabajo
¿Qué opinión le merecen los movimientos
hedonistas que reivindican el placer de lo lento como 'slow-food' frente a
'fast-food'? ¿Son realmente revolucionarios?
La actual crisis del tiempo no radica en la aceleración, que podría
solucionarse con estrategias de desaceleración, como por ejemplo slow
food o yoga. A la actual crisis del tiempo yo la llamo
"discronía". El tiempo carece de un ritmo que ponga orden, carece de
una narración que cree sentido. El tiempo se desintegra en una mera sucesión de
presentes puntuales. Ya no es narrativo, sino meramente aditivo. El tiempo se
atomiza. En un tiempo atomizado tampoco es posible una experiencia de la
duración. Hoy cada vez hay menos cosas que duren y que con su duración den
estabilidad a la vida. El tiempo ha perdido hoy su fragancia. A la civilización
actual le falta sobre todo vida contemplativa. Por eso desarrolla una
hiperactividad, que le quita a la vida la capacidad de demorarse y recrearse.
Ya no es posible experimentar un tiempo pleno. A causa de esta falta de
tranquilidad nuestra civilización se está tornando una barbarie.
Me intriga cuál es su relación personal
con el mundo digital que usted tanto critica. ¿Utiliza usted Facebook, Twitter
o Instagram?
No es cierto que yo demonice el medio digital. Como todos los medios,
también el digital tiene un potencial emancipador. Da más libertad. Pero lo que
sí me parece muy problemático es que esta libertad se torne hoy de muchas
maneras una coerción. Hay una coerción de comunicación a la que estamos sometidos.
Y los medios sociales han influido muy negativamente en la comunicación. La
comunicación digital es a menudo muy emocional. Twitter ha resultado ser un
medio emocional. Permite descargar inmediatamente las emociones. La política
que se basa en él es una política emocional, que ya no es política en sentido
propio. Trump no gobierna: tuitea. Es el primer presidente tuitero de la
historia. Utiliza este medio para presentarse como directo, cercano al pueblo y
auténtico. Pero la política es mediación y razón, que requieren mucho tiempo.
Por eso Kant proscribió los impulsos emocionales de la esfera moral. La moral
es, como la política, cosa de la razón, que se opone a las emociones. No se
puede enseñar moral por Twitter. Si yo critico los medios digitales es sobre
todo porque generan una ilusión de libertad. En los años 80 todo el mundo se
echó a la calle a protestar contra la elaboración del censo de población.
Incluso pusieron una bomba en una oficina de empadronamiento. La gente pensaba
que tras la elaboración de un censo de población había un Estado policial que
les coartaba la libertad y les sonsacaba informaciones contra su voluntad. Sin
embargo, el cuestionario para el censo de población sólo contenía datos muy
inocuos, como el nivel de estudios o la profesión. Por Facebook o Instagram
revelamos hoy voluntariamente una enorme cantidad de informaciones personales,
incluso detalles íntimos. Y al hacer eso nos sentimos libres, aunque en
realidad estamos totalmente controlados. ¿Quién pondría hoy una bomba en
Facebook o en Google en nombre de la libertad? Lo que sucede es que gracias a
Google o a Facebook nos sentimos libres. La dominación se ha consumado en el
momento en el que se hace pasar por libertad. Nos explotamos voluntariamente a
nosotros mismos. También nos desnudamos voluntariamente. Esto es muy
desasosegante.
¿Puede haber una forma razonable de
utilizar las redes sociales?
Podemos utilizar razonablemente los medios sociales con objetivos
políticos. Gracias a ellos nos podemos interconectar y actuar en común. Pero
los medios sociales están totalmente privatizados y sometidos a egoísmos. Nos
desnudamos en ellos para así satisfacer nuestro narcisismo. La comunicación
digital es hoy una comunicación sin comunidad. Deberíamos politizar los medios
sociales. Deberíamos convertirlos en un espacio público en el que nos
olvidáramos de nuestro ego y apostáramos por intereses comunes.
¿Cree usted posible un mundo digital
distinto, que no sea egoísta ni narcisista?
No es la digitalización la que nos hace narcisistas. Ella se limita a
intensificar el narcisismo que ya hay. La comunicación digital estuvo dominada
en sus comienzos por ideas utópicas. Por ejemplo, Vilém Flusser vislumbraba en
la comunicación digital un potencial emancipador. Ella libera al hombre del yo
aislado en sí mismo y lo conduce al reconocimiento mutuo con miras a la
aventura de la creatividad. El medio digital es para Flusser un medio de la
caridad. Este mesianismo de la interconexión digital no se ha hecho realidad.
Los medios digitales están hoy impregnados de narcisismo. El creciente
narcisismo es un gran peligro para nuestra sociedad. La forma de producción
neoliberal intensifica el narcisismo. Hoy cada uno es empresario de sí mismo.
Cada uno se realiza a sí mismo. Cada uno se produce a sí mismo. Cada uno venera
el culto, la liturgia del yo en la que uno es sacerdote de sí mismo. Ya no
somos capaces de un nosotros, de una acción común. Incluso el
actual culto a la autenticidad hace que la sociedad se vuelva narcisista. El
narcisismo hace que se pierda el eros en la cultura. Invertimos todas las
energías libidinosas en el ego. La sobreacumulación narcisista de libido de ego
nos pone depresivos y genera sentimientos negativos, como la angustia. Freud
aplicó su teoría de la libido también a la biología. Las células que se
comportan de forma narcisista, es decir, que carecen de eros, son peligrosas
para el organismo. Para la supervivencia del organismo son indispensables
justamente aquellas células que se comportan de forma altruista e incluso se
sacrifican por otras. Freud atribuye la libido del yo al impulso de muerte. La
acumulación narcisista de libido del yo es mortal tanto para el organismo como
para la sociedad. Sólo nos cabe aguardar que el eros regrese a nosotros. El
eros es lo único que nos permitiría superar la depresión.
El sistema está enfermo. Hay que combatirlo, en lugar de tratar inútilmente
de remediar los síntomas
Toca mirar alrededor. ¿Cree que
movimientos como el de los 'chalecos amarillos' obedecen a una reacción al
sistema económico global?
De las protestas de los chalecos amarillos me llama la
atención que no sólo no tienen dirigentes, sino tampoco visiones. Se quejan de
esto y de lo otro, pero no formulan ninguna visión. No dicen en qué sociedad
quieren vivir. La causa de las protestas no fue el descontento con el
neoliberalismo o con la desigualdad social, sino la nueva ecotasa al diésel. Se
constata mucho enojo, pero no una ira ni una cólera que ponga en cuestión el
sistema dominante y le oponga la visión de un mundo mejor. Evidentemente el
sistema neoliberal actual ha reducido nuestro horizonte político. Ya no tenemos
una visión. Lo que los chalecos amarillos visibilizan no son
más que síntomas. Se limitan a exigir la desaparición de los síntomas. Pero la
verdadera causa de los síntomas sigue intacta. El propio sistema está enfermo.
Hay que combatir el propio sistema, en lugar de tratar inútilmente de remediar
los síntomas.
Para terminar, ¿cree que la Historia de
la Filosofía debería formar parte de los programas educativos? Se lo pregunto
porque aquí en España la eliminaron hace poco como asignatura obligatoria en el
último curso de bachillerato.
Hoy se elimina todo lo que no reporta un provecho inmediato, es decir,
económico. Se renuncia a la formación integral a cambio de la formación
profesional. Renunciar a la filosofía significa renunciar a pensar. La
filosofía es un pensamiento meditativo, que se distingue del pensamiento
calculador. Hoy el pensamiento se asimila cada vez más al cálculo. El
pensamiento calculador da continuidad a lo igual. La palabra alemana para
meditar, sinnen, "darle vueltas a algo", significa
originalmente "viajar". Por tanto, en un sentido enfático pensar es
dar vueltas, viajar. Es estar en camino hacia otro lugar. El pensamiento
meditativo y filosófico es el único capaz de engendrar algo totalmente
distinto. Hoy vivimos en un infierno neoliberal de lo igual. Para este infierno
de lo igual resulta un peligro el pensar, la filosofía, porque interrumpe lo
igual a favor de lo totalmente distinto, es más, a favor de una forma de vida
totalmente distinta. Por eso es precisamente en el infierno de lo igual donde
habría que introducir la filosofía como asignatura obligatoria, en lugar de
eliminarla. De lo contrario sólo prosigue lo igual. La revolución empieza con
el pensamiento. La filosofía es la comadrona de la revolución.
Extracto del 'La desaparición de los rituales', último libro de Byung-Chul Han en España, donde advierte de lo que ahora sucede: la pérdida de los ritos y de los juegos
Los ritos son acciones simbólicas.
Transmiten y representan aquellos valores y órdenes que mantienen cohesionada
una comunidad. Generan una comunidad sin comunicación, mientras que lo que
predomina hoy es una comunicación sin comunidad. De los rituales es
constitutiva la percepción simbólica. El símbolo, palabra que viene del
griego symbolon, significaba originalmente un signo de
reconocimiento o una contraseña entre gente hospitalaria (tessera hospitalis).
Uno de los huéspedes rompe una tablilla de arcilla, se queda con una mitad y
entrega la otra mitad al otro en señal de hospitalidad.
De este modo, el símbolo sirve para
reconocerse. Esta es una forma peculiar de repetición: Reconocer no es volver a
ver una cosa. Una serie de encuentros no son un reconocimiento, sino que
reconocer significa: reconocer algo como lo que ya se conoce. Lo que constituye
propiamente el proceso de «instalación en un hogar» -utilizo aquí una expresión
de Hegel- es que todo reconocimiento se ha desprendido de la contingencia de la
primera presentación y se ha elevado al ideal. Esto lo sabemos todos. En el
reconocimiento ocurre siempre que se conoce más propiamente de lo que fue
posible en el momentáneo desconcierto del primer encuentro. El reconocer capta
la permanencia en lo fugitivo.
Al ser una forma de reconocimiento, la
percepción simbólica percibe lo duradero. De este modo el mundo es liberado de
su contingencia y se le otorga una permanencia. El mundo sufre hoy una fuerte
carestía de lo simbólico. Los datos y las informaciones carecen de toda fuerza
simbólica, y por eso no permiten ningún reconocimiento. En el vacío simbólico
se pierden aquellas imágenes y metáforas generadoras de sentido y fundadoras de
comunidad que dan estabilidad a la vida. Disminuye la experiencia de la
duración. Y aumenta radicalmente la contingencia.
Los rituales se pueden definir como
técnicas simbólicas de instalación en un hogar. Transforman el «estar en el
mundo» en un «estar en casa». Hacen del mundo un lugar fiable. Son en el tiempo
lo que una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo. Es más, hacen
que se pueda celebrar el tiempo igual que se festeja la instalación en una
casa. Ordenan el tiempo, lo acondicionan. En su novela Ciudadela,
Antoine de Saint-Exupéry describe los rituales como técnicas temporales de
instalación en un hogar: Al tiempo le falta hoy un armazón firme. No es una
casa, sino un flujo inconsistente. Se desintegra en la mera sucesión de un
presente puntual. Se precipita sin interrupción. Nada le ofrece asidero. El
tiempo que se precipita sin interrupción no es habitable.
Los rituales dan estabilidad a la vida.
Parafraseando las palabras de Antoine de Saint-Exupéry, se puede decir que los
rituales son en la vida lo que en el espacio son las cosas. Para Hannah Arendt
es la durabilidad de las cosas lo que las hace «independientes de la existencia
del hombre». Las cosas tienen «la misión de estabilizar la vida humana». Su
objetividad consiste en que brindan a la desgarradora mutación de la vida
natural.
Las cosas son polos estáticos
estabilizadores de la vida. Esa misma función cumplen los rituales. Estabilizan
la vida gracias a su mismidad, a su repetición. Hacen que la vida sea duradera.
La actual presión para producir priva a las cosas de su durabilidad. Destruye
intencionadamente la duración para producir más y para obligar a consumir más.
Demorarse en algo, sin embargo, presupone cosas que duran. No es posible
demorarse en algo si nos limitamos a gastar y a consumir las cosas. Y esa misma
presión para producir desestabiliza la vida eliminando lo duradero que hay en
ella. De este modo destruye la durabilidad de la vida, por mucho que la vida se
prolongue.
El smartphone no es una
cosa en la acepción que Hannah Arendt da al término. Carece justamente de esa
mismidad que da estabilidad a la vida. Y tampoco es especialmente duradero. Se
distingue de cosas tales como una mesa, que yo tengo ante mí en su mismidad.
Sus contenidos mediáticos, que acaparan continuamente nuestra atención, son
cualquier cosa menos idénticos a sí mismos. Su trepidante alternancia no
permite demorarse en ellos. El desasosiego inherente al aparato lo convierte en
un trasto. Además nos hace adictos y nos obliga a echar mano de él, mientras
que de una cosa no deberíamos sentir que nos mete presión. Son las formas
rituales las que, como la cortesía, posibilitan no solo un bello trato entre
personas, sino también un pulcro y respetuoso manejo de las cosas.
En el marco ritual las cosas no se
consumen ni se gastan, sino que se usan. Por eso pueden llegar a hacerse
antiguas. Por el contrario, bajo la presión para producir nosotros nos
comportamos con las cosas, es más, con el mundo, consumiendo en lugar de
usando. En contrapartida, ellas nos desgastan. Un consumo sin escrúpulos hace
que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida. Las
prácticas rituales se encargan de que tengamos un trato pulcro y sintonicemos
bien no solo con las otras personas, sino también con las cosas.
Hoy consumimos no solo las cosas, sino
también las emociones de las que ellas se revisten. No se puede consumir
indefinidamente las cosas, pero sí las emociones. Así es como nos abren un
nuevo e infinito campo de consumo. Revestir de emociones la mercancía y -lo que
guarda relación con ello- su estetización están sometidos a la presión para
producir.
Su función es incrementar el consumo y
la producción. Así es como lo económico coloniza lo estético. Las emociones son
más efímeras que las cosas. Por eso no dan estabilidad a la vida. Además,
cuando se consumen emociones uno no está referido a las cosas, sino a sí mismo.
Se busca la autenticidad emocional. Así es como el consumo de la emoción
intensifica la referencia narcisista a sí mismo. A causa de ello cada vez se
pierde más la referencia al mundo, que las cosas tendrían que proporcionar.
También los valores sirven hoy como
objeto del consumo individual. Se convierten en mercancías. Valores como la
justicia, la humanidad o la sostenibilidad son desguazados económicamente para
aprovecharlos: «Salvar el mundo bebiendo té», dice el eslogan de una empresa de
comercio justo. Cambiar el mundo consumiendo: eso sería el final de la
revolución. También los zapatos o la ropa deberían ser veganos. A este paso
pronto habrá smartphones veganos. El neoliberalismo explota la
moral de muchas maneras. Los valores morales se consumen como signos de
distinción. Son apuntados a la cuenta del ego, lo cual hace que aumente la
autovaloración.
Incrementan la autoestima narcisista. A
través de los valores uno no entra en relación con la comunidad, sino que solo
se refiere a su propio ego. Con el símbolo, la tessera hospitalis,
los hospitalarios sellan su alianza. La palabra symbolon pertenece
al mismo campo semántico que «relación», «totalidad» y «salvación». Según el
mito que Aristófanes relata en el diálogo platónico El banquete, el
hombre era originalmente un ser esférico con dos rostros y cuatro piernas. Como
era demasiado arrogante, Zeus lo partió en dos mitades para debilitarlo. Desde
entonces el hombre es un symbolon que añora su otra mitad, una
totalidad que lo sane y lo salve. Juntar se dice en griego symbállein.
Los rituales son también una praxis simbólica, una praxis de symbállein,
en la medida en que juntan a los hombres y engendran una alianza, una
totalidad, una comunidad. Lo simbólico como un medio en el que se genera y por
el que se transmite la comunidad está hoy, con todo claridad, desapareciendo.
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