Jardín de citas: "...que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero despreocupado de ella, y aún más de mi jardín imperfecto". Michel de Montaigne
martes, 31 de marzo de 2020
Quietos en la habitación
La Vanguardia 30-03-2020
Sostiene Blaise Pascal en su pensamiento más célebre que la
infelicidad humana es el resultado de nuestra incapacidad para quedarnos
quietos en la habitación. Este pensamiento forma parte de una reflexión más
amplia sobre el pánico que provoca en nosotros el aburrimiento. Si nos
implicamos en tantas aventuras personales, profesionales o sociales es porque
no soportamos estar solos. Guerras, ambiciones y pasiones humanas responden,
según Pascal, a la imposibilidad de permanecer quietos en casa. Al miedo de
encontrarnos con un yo que nos mira fijamente. Por ello, continúa Pascal,
siempre que tenemos un rato de ocio, corremos a rellenarlo con distracciones.
Desde el primer día que nos obligaron a clausurarnos en casa, nadie ha
tenido tiempo de estar solo. No sólo porque compartimos el pequeño espacio con
familiares, sino, fundamentalmente, porque, desde el primer momento, nos llegaron
tantas propuestas de entretenimiento que ya no queda tiempo para el
aburrimiento. Gimnasia, series televisivas, lectura, juegos de mesa, cocina,
teatro, música o humor en directo, sin olvidar el teletrabajo, las
conversaciones profesionales, las llamadas de amigos, los vídeos con que somos
diariamente bombardeados, las bromas, los discursos, la información continua a
través de todos los medios posibles, y, naturalmente, las ardientes redes
sociales.
La ola de activismo frenético es tan alta que, alarmados, unos psicólogos y
pedagogos han tenido que recordar que el aburrimiento es la base de la
creatividad. Si los niños no se aburren, no conseguirán imaginar, fabular,
inventar. Si los niños en casa tienen demasiado que hacer, sentir o ver, si
están siempre agobiados por teléfonos, cuentos, televisión, música, deberes y
juegos, es imposible que aprendan a estar atentos. Vale también para los
adultos: sin aburrimiento no hay imaginación. Sin límites no hay orden. Y sin
limitaciones no hay atención.
Las palabras limitación y confinamiento parecen
hermanas. Sólo lo parecen. El confinamiento implica un límite físico; pero en
el mundo actual disponemos de un instrumento que permite una infinita movilidad
virtual: la conexión a internet. A través de internet y a pesar del
confinamiento, una parte del mundo laboral sigue activa. Compañeros de trabajo
colaboran mediante chats y videorreuniones. Se han vaciado los aeropuertos y
las estaciones, pero las relaciones internacionales persisten con naturalidad.
Este diario, por ejemplo, lo elaboran los periodistas desde su casa. Desde
todos los rincones del planeta, médicos y científicos comparten las
investigaciones sobre posibles remedios a la Covid-19.
Este maravilloso instrumento de relación virtual ha dado un gran salto, en
estos días de confinamiento. Pero también nos ha atrapado un poquito más. La
dependencia de internet es total. Los chinos y los coreanos han usado internet
para perseguir y acotar los focos infecciosos. Hasta ahora se podía practicar
el sexo, la amistad y el trabajo por internet, ahora también la salud será
monitorizada. Puede haber sido el paso definitivo. Si en nombre del bien común
nos han enclaustrado en casa, en nombre del bien común también pueden controlar
lo que comemos, si hacemos o no deporte, si hemos abusado del vino en la cena o
si tenemos la presión alta.
En un mundo incierto y superpoblado, en un mundo en el que, como estamos
viendo estos días, hay siempre un alto riesgo de catástrofe, parecerá cada vez
más necesario controlarlo todo, empezando por nuestra privacidad. Lo que antes
formaba parte de la intimidad y la libre elección será monitorizado por
internet. La vida personal queda atrapada como una mosca en los hilos virtuales
de la araña de internet, un instrumento tan maravilloso como tiránico. Internet
nació como instrumento y culminará como tiranía.
Uno de los consuelos de estos días tan extraños es la formidable corriente
de solidaridad que recorre el país, el sacrificio abnegado de tantos
trabajadores públicos y privados, el ejemplo admirable de los profesionales de
la medicina y la enfermería. Esta corriente tan preciosa hace pensar a muchos
que la lección del coronavirus nos ayudará a cambiar de vida: a aceptar los
límites, a vivir con lo esencial, a pensar más en el común que en los
caprichos. No lo creo.
No dudo de la bondad admirable ni de la vocación de servicio que abunda
entre nosotros. Pero para aprender la lección del coronavirus sería necesario
que la aceptación de los límites fuera el resultado de nuestra conciencia responsable,
no de la imposición del Estado. Cuando más intensa es la pandemia, cuando más
pánico inocula en nuestras sociedades, más claramente veo progresar el peligro
autoritario. La renuncia a la libertad personal en beneficio del común podría
ser un acto de generosidad racional, una demostración de autodominio, es decir,
de madurez. Pero tengo la impresión de que lo que progresa es la cobardía
cívica: una cesión de soberanía personal al Estado. Una infantilización del
ciudadano adulto, que renuncia a la libertad a cambio de protección.
lunes, 30 de marzo de 2020
Pandemia y lenguaje
Andreu Jaume
Crónica Global 26/03/2020
Nada pone tan de manifiesto la degradación del lenguaje
público como
una crisis mundial. Desde hace semanas, los periódicos,
las radios y las televisiones se han infectado de una retórica belicista, convirtiendo a los
médicos en generales y a los enfermeros en soldados, tratando a las personas
que mueren por complicaciones derivadas del contagio del virus como víctimas de
una gran batalla que todos estuviéramos librando contra el enemigo invisible.
Muchos
incluso proclaman que ha estallado la tercera guerra mundial, satisfechos
de poder pronunciar al fin un titular tan rotundo, original y ansiado. Otros
afirman casi emocionados que estamos viviendo “la guerra de nuestra generación”, como si haber vivido
setenta años en paz fuera una anomalía que finalmente
estuviera siendo subsanada. Nadie, por supuesto, pone en duda la gravedad de la
situación y la necesidad de concienciar a la gente de la importancia de su
responsabilidad individual, sobre todo en los países donde rige la democracia, pero hablar de guerra
supone inflamar el lenguaje de un modo innecesario y peligroso,
puesto que las palabras suelen alumbrar aquello que incuban.
En
las presentes circunstancias, lo último que deberíamos hacer, sobre todo
aquellos que trabajamos con el lenguaje, es tocar los tambores de guerra,
desviando la atención de algo que tiene un nombre propio --pandemia-- y que
requiere un tratamiento informativo y analítico particular, racional y
cauteloso. La imaginación pública parece infestada por un empacho de películas,
series y otras depauperadas formas de representación con
las que se pretende reducir a la población mundial a la condición de
espectadores infantiles de una idea cada vez más simple del peligro y el
horror.
La
analogía con los nazis y el recuerdo exaltado de los discursos de Churchill es ya
un tópico para tratar de animar a la ciudadanía, como si
no fuéramos lo suficientemente adultos para saber distinguir entre una guerra
contra el totalitarismo y una emergencia sanitaria de consecuencias todavía muy
difíciles de aventurar.
Como
ha estudiado Adán Kovacsics en su excelente
ensayo Guerra
y lenguaje (2007), la Primera Guerra Mundial fue
también la consecuencia de una movilización de las palabras, que el gobierno
austríaco puso a trabajar a favor de la propaganda bélica, tratando de crear
una masa compacta a su servicio y banalizando la muerte hasta extremos
insoportables. No sólo los periodistas, sino también los poetas, los
dramaturgos y los novelistas contribuyeron al bombardeo de tópicos, loas y
soflamas con que se arrasó el pensamiento y se acabó provocando una matanza en
la que además se experimentó con nuevas armas químicas.
Algunos
llevaban décadas codiciando una guerra de caballeros sin saber que les esperaba
el infierno de las trincheras y los obuses. Frente a ello, en los
primeros meses de la guerra, Karl
Kraus, el gran polemista y editor de la revista Die Fackel, que
prácticamente escribía él solo, de pronto calló, oponiendo a aquella cháchara
toda la fuerza moral de un silencio que sólo rompió para justificarlo
públicamente. El 19 de noviembre de 1914, en el Konzerthaus de Viena, Kraus
pronunció un discurso impresionante, como todos los suyos. Se tituló En esta gran época, una
frase que aquellos días no dejaban de repetir todos los periódicos, un
eufemismo para referirse a la guerra y el honor que suponía participar en ella:
“En
esta gran época que conocí cuando era aún pequeña; que volverá a empequeñecer
si le queda tiempo para ello [...]; en esta época seria que se moría de risa ante la
posibilidad de volverse seria; que, sorprendida por su
tragedia, trata de divertirse y que, pillándose en flagrante, busca las
palabras; en esta época ruidosa que retumba por la horrenda sinfonía de los
actos que generan informaciones y de las informaciones que provocan actos: en
esta época no esperen ustedes de mí ni una palabra propia. Ninguna salvo esta,
a la que el silencio resguarda aún de falsas interpretaciones. Demasiado hondo
se asienta en mí el respeto a la [...] subordinación del lenguaje a la
desdicha. En los reinos de la falta de imaginación, donde el ser humano muere
de inanición anímica sin llegar a sentir el hambre del alma, donde las plumas
se sumergen en sangre y las espadas en tinta, resulta obligado hacer
aquello que no se piensa, pero aquello que sólo se piensa resulta inefable.
No esperen ustedes de mí una palabra propia. Tampoco sabría decir una nueva;
porque es muy grande el ruido en el cuarto en el que uno escribe, y no hemos de
decidir ahora si proviene de animales o de niños o solamente de morteros. Quien alienta las
acciones, profana la palabra y la acción y es doblemente despreciable.
La vocación a ello no se ha extinguido. Los que ahora nada tienen que decir,
porque la acción tiene la palabra, siguen hablando. Quien tenga algo que decir,
¡que dé un paso adelante y calle!”
Muchos
años más tarde, en 1976, Elias
Canetti, que en su juventud se había formado
bajo el hechizo verbal de Kraus, pronunció en Múnich un discurso titulado La profesión de escritor en
el que recordaba cómo le había indignado, en agosto de 1939, la frase de cierto
escritor ya olvidado que decía: “Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad
fuera escritor debería poder impedir la guerra”. Al principio, Canetti consideró
aquella afirmación vanidosa y ridícula, pero luego ya no podía
quitársela de la cabeza, hasta que terminó por concluir que aquel hombre tenía
toda la razón:
“Cabría
recordar aquí que también fueron ciertas palabras, una serie de palabras recurrentes
empleadas en forma consciente y abusiva, las que
causaron esa situación de inevitabilidad de la guerra. Si eso pueden provocar
las palabras, ¿por qué no pueden impedir otro tanto? No es extraño que quien
frecuenta las palabras más que otros también espere más de sus efectos que otra
gente”.
Como solía recordar Ferlosio glosando a
Homero, el hierro atrae al hombre. El espíritu agonístico es uno de
los principales rasgos de nuestra condición y, en cuanto se presenta la
oportunidad, nos apresuramos a ponernos en posición de ataque, deslumbrados,
como Aquiles, por el filo de la espada que asoma entre los vestidos de Ulises.
Se habla de guerra estos días por el horror
vacui que está produciendo la pandemia. Nadie sabe cómo va a
evolucionar ni qué consecuencias va a tener. Tampoco
hay aún un consenso científico acerca de la enfermedad, sobre cuáles son sus
orígenes y sobre cómo va a comportarse en los próximos meses. Ante ese mar de
incertidumbre, la imaginería bélica se convierte en una manera de construir un
sentido colectivo que pueda incluso aliviar el dolor por la muerte de tantos
conciudadanos, convirtiéndoles en las inevitables bajas que causa toda guerra y
arrullando la mente en la indiferencia. De la misma manera, se despoja de su
dignidad laboral a los profesionales de la medicina apelando a su sacrificio por la empresa
común contra el enemigo de rostro oculto.
Como
no hay guerra sin patria, la retórica belicista ha venido acompañada de un resurgir
del nacionalismo en todo el mundo. La Unión Europea vuelve a
levantar fronteras. Trump llama a guerrear contra el virus chino. Torra exige
el confinamiento de Cataluña para conseguir al menos una independencia vírica, mientras algunas voces soberanistas ya han
asegurado que con una república habría menos muertos catalanes. Es la misma
miseria moral que anima a Ponsatí y Puigdemont a celebrar los muertos madrileños. Con el deporte
suspendido, el agón pugna
por aparecer con toda su épica barata o abyecta, dependiendo de quien la
promueva. El nacionalismo es una perpetua movilización del alma que
aprovecha cualquier circunstancia para agitar su bandera.
Pero
quizá la razón más poderosa para denunciar la generalización del lenguaje
belicista estriba en atreverse a detectar el consentimiento de muerte que
entraña. “Algún día”, escribió Canetti, “resultará evidente que con cada muerte
los hombres se hacen peores”. En estos días negros, mientras aguzamos
el oído en el compás de espera de la vacuna, son muchos los interrogantes
científicos y filosóficos que, como ciudadanos y como especie, se nos están
despertando, pero, antes que nada, toda nuestra fuerza debería estar dedicada a pronunciar el
más rotundo, vibrante y atronador sí a la vida, contra
las guerras, las enfermedades y la muerte.
domingo, 29 de marzo de 2020
Una historia simpática
XXIII. Quien
fue Papirio Pretextato; origen de este apellido; toda esta historia sobre
Papirio resulta muy interesante.
1 La historia de
Papirio Pretextato fue contada y escrita por M. [Porcio] Catón157 en
una arenga a los soldados contra Galba, con una gran belleza, claridad y
refinamiento de palabras. 2 Hubiera transcrito en este comentario las palabras
de Catón, si cuando dicté esto hubiera tenido a mano el libro del discurso. 3
Mas si, al margen de las cualidades y elegancia verbal, deseas conocer los
hechos, estos sucedieron más o menos así. 4 Existió antaño en Roma la costumbre
de que los senadores asistieran a la Curia acompañados de sus hijos aún niños158.
5 En cierta ocasión se trataba en el Senado un asunto de gran importancia y su
discusión fue aplazada para el día siguiente, por lo que se convino que nadie
divulgara el asunto tratado antes de que fuera tomada una decisión. La madre
del niño Papirio, que había estado con su padre en la Curia, preguntó a su hijo
que habían tratado los senadores en el Senado. 6 El niño respondió que debía
guardar silencio y que no le estaba permitido decirlo. 7 La mujer se muestra más
deseosa de oírlo y hostiga al niño con el fin de desvelar el secreto de su silencio,
y con sus preguntas lo somete a una fuerte presión. 8 Entonces el niño, ante
esa presión materna, decide inventar una mentira graciosa y alegre. Dijo que en
el Senado se había debatido si era más útil y constitucional que un hombre
tuviera dos esposas o que una mujer estuviera casada con dos maridos. 9 Cuando
la madre oyó esto, se alarmó, salió de casa agitada y llevó la noticia al resto
de las matronas. 10 Al día siguiente una multitud de madres se presentó ante el
Senado: llorando y suplicando ruegan que mejor una mujer esté casada con dos
hombres, en lugar de que un hombre este casado con dos mujeres. 11 Al entrar en
la Curia los senadores se quedaban extrañados ante una concurrencia tan insólita
de mujeres y se preguntaban qué significaba tal petición. 12 El niño Papirio
avanza al centro de la Curia y expone, tal como había sucedido, las
pretensiones de su madre y lo que él le había contado. 13 El Senado felicita al
niño por su ingenio y lealtad, pero decreta que en adelante los niños no entren
con sus padres en la Curia, salvo aquel niño Papirio, a quien luego se impuso
el sobrenombre honorífico de Pretextato por su prudencia para callar y hablar
mientras aún estaba en edad de vestir la toga pretexta.
Aulo Gelio; Noches áticas, libro I, Vol I, ed. M.A. Marcos Casquero y A. Domínguez García. Universidad de Léon, Kadmos, Salamanca, 2006, pp. 130-131
__________________________________
157 Catón, frag. 39 Jordan.
Para la enemistad entre Catón y Galba, véase nota a 1,12,17.
158 El texto latino
dice cum praetextatis liberis, literalmente, “con sus hijos que aún portaban
la toga praetexta”, es decir, aun niños, no investidos de la toga viril.
Sobre la entrada de los niños a la Curia, cf. Polibio, 3,20,3, Suetonio, Aug.
38 y Plinio, el Joven, Epist. 18,4,
Debates de actualidad
Los
críticos de la posmodernidad propugnan el retorno al realismo
El debate político y social está incandescente, tanto
en sus ámbitos más tradicionales, esto es, universidades, parlamentos, partidos
y periódicos, como en las electrificantes redes sociales. Algunos hablan
abiertamente de «batalla de ideas» o incluso de «guerra cultural». Para
favorecer el diálogo intelectual, conviene precisar de qué se discute en el
fondo. Este artículo lo aborda desde la perspectiva crítica con la
postmodernidad.
Frente al confuso panorama actual, recordemos a
Fabricio del Dongo. El joven personaje de La Cartuja de Parma, de
Stendhal, estuvo corriendo de aquí para allá sin siquiera enterarse de
que asistía a la batalla de Waterloo. Hoy hay muchísimos frentes abiertos en la
discusión político-social. Bastantes de los cuales fueron inteligentemente
planteados por Michael Sandel en su serie documental El Gran
Debate (2017). A menudo no vemos la relación de unos con otros,
aunque, llamativamente, los pensadores suelen alinearse en un mismo sentido,
como atraídos por un invisible imán. Se discute, entre otras cosas, sobre la
titularidad del derecho a la vida, sobre migraciones y demografía, sobre el
transhumanismo y el humanismo, sobre las culturas nacionales o el globalismo,
sobre el alcance de la democracia y el uso alternativo del Derecho, etc.
El estudio de estos debates escapa al objetivo y al
espacio de estas páginas; pero subrayar su largo etcétera y atisbar su
complejidad contribuye a que nos hagamos cargo del «escenario Waterloo”.
Podemos concluir que los dos términos de los
innumerables debates están entre los que sostienen que en realidad nada es
excesivamente verdad y los que mantienen que existen la realidad y la verdad.
Para los primeros, todo depende de la cultura y la sociedad, o sea, de la
imagen y el relato, esto es, de la voluntad subjetiva. El hombre es una tabla
rasa donde escribiremos, prometeicos, cuanto queramos. Por otro lado, están
aquellos que defienden la consistencia de lo existente, incluyendo las
instituciones, las tradiciones o el cuerpo humano.
Estos términos de la cuestión se exponen en el
ensayo Postmodernism Rightly Understood. The Return to Realism in American Thought (1999) de Peter Augustine Lawler. La afirmación
de que la existencia humana no tiene un fundamento estable es el fundamento
(valga la paradoja constitutiva) del postmodernismo. Mientras que la postura
contraria sería «el retorno al realismo».
Con una salvedad terminológica: en vez de «postmodernos»,
que es una etiqueta que no entusiasma a los aludidos por ella, Lawler llama
«hipermodernos» a los defensores actuales de la relatividad moderna estirada
hasta sus últimas consecuencias. Reserva la etiqueta de “postmodernos” para los
que repudian el rechazo a la realidad distintivo de la modernidad. Aquí,
usaremos el término «postmoderno» tal y como se utiliza habitualmente.
Entendemos las razones de Lawler, pero un cambio de términos tan radical
confundiría. Además, el uso corriente refleja una evolución interna muy
clarificadora.
Los protomodernos creían que bastaba
una comprensión profunda del mundo para asistir a su progreso inevitable. Es la
postura de los ilustrados, de Darwin y de Hegel. Los modernos, esto
es, los revolucionarios, se dan cuenta de que eso no basta: propugnan una
comprensión científica e ideológica, sí, pero para orientar su acción, que
adquiere el papel protagonista. De ahí el afán por hacerse con el poder y
dirigir con mano de hierro la transformación progresista de la realidad. Los
postmodernos son modernos desengañados, que incrementan, homeopáticamente, su
dosis de ilusión.
Han experimentado en carne propia que, sin disolver la
realidad o comprimirla al tamaño de sus deseos, jamás lograrán el ansiado
progreso. El nihilismo típicamente postmoderno, por más que se adorne de
razones metafísicas, no será sino la consecuencia lógica de su necesidad de
empezar de cero en una tabla rasa para escribir ex nihilo la
condición del hombre y la sociedad.
Los antipostmodernos son quienes se oponen (en los
campos más diversos, del arte a la zoología, pasando por la pedagogía) a esta
última vuelta de tuerca. Frente al sueño de lo mejor, enemigo de lo bueno,
ellos prefieren la vigilia esforzada de la realidad. Llamarlos
«antipostmodernos» enfatiza esta resistencia. El término se crea a partir del
ensayo Los antimodernos (Acantilado, 2007), de Antoine
Compagnon (Bruselas, 1950). Rendimos de esta manera un homenaje al lúcido
ensayo y a su autor, profesor de literatura francesa del Colegio de París, y
además reclamamos para nuestros antiposmodernos la herencia de los estudiados
por Compagnon y sus líneas maestras. Los antimodernos fueron tan
irremediablemente modernos como los modernos, y son, incluso, quienes mejor han
dado el paso a la posteridad.
Podrían multiplicarse nombres, libros y citas tanto de
los postmodernos como de los antipostmodernos que prueban que ser o no ser es
la cuestión. Dejemos que la fuerza profética de George Orwell, en su
novela 1984, sirva de resumen: «Era como si alguna enorme
fuerza te prensara […] persuadiéndote casi a negar la evidencia de tus
sentidos. Al final el Partido anunciaría que dos más dos son cinco, y habrías
tenido que creerlo. Era inevitable que hicieran algo así tarde o temprano; la
lógica de su posición lo mandaba. No sólo la validez de la experiencia sino la
misma existencia de la realidad externa era tácitamente gobernada por su
filosofía. La herejía de las herejías era el sentido común […] El Partido te
decía que rechazases la evidencia de tus ojos y tus oídos. Era su orden final y
más esencial […] Lo obvio, lo tonto, lo verdadero, debía ser defendido. Las
verdades son verdaderas, ¡aférrate a eso! […]Con el sentimiento […] de que
estaba fijando un axioma importante, escribió: “La libertad es la libertad de
decir que dos más dos son cuatro”. Si eso está permitido, todo lo demás se
sigue de eso».
Confluyen en este breve texto las líneas principales
del pensamiento antipostmoderno: su prevención contra la teoría, su temor al
Partido (o, dicho más contemporáneamente, a lo políticamente correcto), su amor
por la realidad, su alegato a favor del sentido común y un llamamiento
angustioso por la libertad de expresión.
A partir de aquí van encajando las piezas. Los títulos
de Zygmunt Bauman sobre la modernidad líquida son una perfecta
metáfora de las más sólidas posiciones de la postmodernidad. Por el contrario,
que Sir
Roger Scruton dedicase, como a un tema de la más rabiosa
actualidad, un ensayo a La Naturaleza humana (2017) se
comprende ahora en su auténtico dramatismo. Y, por supuesto, la reivindicación
de Aristóteles que hacen cada vez más pensadores como Augusto del Noce, Peter
A. Lawler, John Senior, etc.
Como inmediata consecuencia práctica, buena parte de
los debates giran en torno del diccionario. Lewis Carroll fue
otro profeta que vio el origen o el huevo de la serpiente. Recordemos la
conversación entre Alicia y Humpty Dumpty: «“Cuando yo uso una palabra
–insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo
que yo quiero que diga…, ni más ni menos”. “La cuestión –insistió Alicia– es si
se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”. “La
cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo”».
Casi todas las discusiones se libran hoy entre los que
denotan y los que connotan; y las zanja el poder. Están quienes siguen creyendo
que las palabras tienen definiciones objetivas y racionales y los que piensan
que son meros flatus vocis generadores de sentimientos
positivos y negativos. Los primeros podrían explicar grosso modo sus
ideas empleando un vocabulario accesible a un niño de 7 años sin que suenen
ridículas; los segundos necesitan las sutilezas de sus mentes poderosas para
deconstruir la literatura, el lenguaje y la realidad en muy brillantes ensayos.
Antecedentes, precedentes y referentes
A estas alturas, el lector habrá suspirado entre
dientes: «Nihil novum sub sole», detectando unos ecos muy vivos del
conflicto entre realistas y nominalistas en la Universidad Medieval. En un
libro esencial de la biblioteca antipostmoderna, Las ideas tienen
consecuencias (1948), Richard Weaver ya advirtió este antecedente.
Remonta el declive occidental al final de la Edad Media, cuando el nominalismo
de Guillermo de Ockham comenzó a socavar a las viejas
autoridades y puso a la subjetividad individualista al mando. José
Ortega y Gasset coincide en el diagnóstico: «La desrealización
progresiva del mundo había comenzado con el pensamiento renacentista» y de ahí
hace descender, muy perspicazmente, la deshumanización.
El rechazo o la recepción del Aristóteles, adalid
arquetípico de la realidad y del sentido común, podría servir de piedra de
toque para situar las posiciones intelectuales del Waterloo actual, más allá de
los colores políticos, de las afiliaciones religiosas, de las diferencias
generacionales, de los concretos ámbitos de estudio o de las diversas
nacionalidades. La defensa aristotélica de la justicia de Michael Sandel
resulta un caso de manual, pero también la conciencia con que Raymond
Aron arranca del Estagirita o el énfasis que pone Rémi
Brague en la importancia de la herencia griega para
Europa. Más sistemáticamente aristotélicos son Robert Spaemann y Alasdair
MacIntyre.
Con todo, no es imprescindible remontarse a la Grecia
clásica para identificar a los antipostmodernos. Un criterio más inmediato
ofrece de nuevo el paralelismo con Antoine Compagnon. Para él, los antimodernos
fueron aquellos que se enfrentaron abiertamente a la Revolución Francesa y a
sus consecuencias teóricas y políticas. Para nosotros, los antipostmodernos son
quienes reaccionan ante el Mayo del 68, sus precedentes intelectuales y sus
corolarios prácticos.
Roger Scruton ha reconocido que su posicionamiento
filosófico nace del rechazo que le produjo asistir al Mayo francés. Luego lo ha
argumentado sistemáticamente en un ensayo sobre los postmodernistas titulado
nada menos que Bobos, fraudes y agitadores (2015). Augusto del
Noce (Agonía de la sociedad opulenta, 1979) también mantiene posiciones
muy críticas. Otros nombres indispensables: Marcello Pera, Václav
Havel, Olavo de Carvalho, el Aquilino Duque de El suicidio de la
modernidad (1984) y de El cansancio de ser libres (1992),
Dalmacio Negro, Pierre Manent, E.D. Hirsch, Ignacio Sánchez Cámara… Cada cual
con sus características generacionales, ideológicas o estilísticas, pero todos
sosteniendo los derechos y deberes de la realidad frente los cantos de la
sirena utópica. Resulta muy clarificadora la Declaración de París (2017),
manifiesto antipostmoderno, tanto por la nómina de sus firmantes como por el
índice temático que se adivina tras sus postulados.
Más apartados de la melé, hay otras tres
figuras imprescindibles. La del colombiano Nicolás
Gómez Dávila, que arrebata la exclusividad de Nietzsche a los
pensadores postmodernos. Con sus acerados aforismos, hace una poderosa enmienda
a la modernidad. Joseph Ratzinger no necesita presentación. Desde la filosofía,
ha hecho una aguda crítica al relativismo, siempre abierto al diálogo enriquecedor
con quienes piensan de otro modo, como su ejemplar debate con Jürgen Habermas.
Otro indispensable es el antropólogo francés René Girard, de formación
académica estructuralista, que evolucionó hasta crear una fecunda escuela
filosófica de hondas raíces humanísticas, implacable con los divertimentos del
deconstructivismo.
La nómina está muy abierta; y hay que añadirle todavía
dos aberturas más. Una, por arriba, pues los antipostmodernos traen al presente
(por su amor a la tradición y su respeto a la autoridad intelectual) a sus
maestros. Además de los grandes filósofos (el ejemplo moral de Sócrates,
Aristóteles, Tomás de Aquino, la Escuela de Salamanca) y los antimodernos (Burke,
Tocqueville, Balmes, Newman), reivindican también a inmediatos
predecesores. Podemos citar a Jan Patocka, Leo Strauss, Hannah Arendt, Romano
Guardini, Jean Guitton, el T. S. Eliot ensayista, C. S. Lewis, el Wittgenstein
de Culture and Value, Leonardo Castellani, Martin Mosebach, Julián
Marías, etc.
El caso más paradigmático es el escritor inglés G. K.
Chesterton, cuya envergadura como pensador, a pesar de que él nunca se tuvo más
que como un «alegre periodista», no deja de crecer y ensancharse de forma muy
transversal, rebasando los más ideológicos compartimentos estancos. Es natural:
fue un pionero del sentido común y un fustigador infatigable del nihilismo, de
las abstracciones y del complejo de superioridad de las elites intelectuales.
La segunda apertura ha de ser por la base. No cabe
olvidar a los escritores (Compagnon afirma que la antimodernidad perdió la
política, pero ganó la literatura) y artistas. Es una consecuencia directa de
la defensa del sentido común y la atención a las cuestiones tangibles de la
realidad. Cuando Miriam Moreno habla de Otra Modernidad (2018)
en su estudio sobre el pintor Ramón Gaya apunta a esta otra relación más carnal
con la vida. El mismo Gaya publicó en 1996 un manifiesto titulado
cáusticamente Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica).
Roger Scruton ha explicado en Conservadurismo (2018) cómo «los
mejores intelectuales conservadores han dedicado parte de su atención a la
naturaleza del arte y a los mensajes que contiene”.
La primera publicación importante de Burke, por
ejemplo, fue un tratado sobre las ideas de lo sublime y la belleza. Las Lecciones
sobre la estética de Hegel son la cumbre de su contribución al
pensamiento del siglo XIX, y muchos conservadores culturales fueron también
autores destacados, en verso y prosa: Chateaubriand, por ejemplo, o
Coleridge, Ruskin y Eliot. Si se desea comprender totalmente lo que estaba
en juego en Austria durante el debate acerca del orden espontáneo, no se
deberían estudiar sólo los escritos de Hayek y su escuela. Igual de relevantes,
a su manera, fueron las sinfonías de Mahler, los poemas de Rilke y las
óperas de Hofmannsthal y Strauss».
La abundancia de escritores antipostmodernos se
explica, además, por la defensa del lenguaje y de la literatura sin deconstruir
que está en el corazón de la resistencia a la postmodernidad. Más allá de los
celebérrimos Michel Houellebecq o Cormac McCarthy, sin salir de
España, hay novelistas como el marqués de Tamarón (muy pendiente, como
ensayista, de las vicisitudes del lenguaje, por cierto) y poetas
manifiestamente antipostmodernos como Luis Alberto de Cuenca o Miguel d’Ors,
por citar apenas dos casos de contrastada calidad y fecunda influencia en las
siguientes promociones.
¿La explosión actual?
El debate intelectual se ha enardecido en los últimos
años. Se percibe en la nueva relevancia de autores de dilatada trayectoria como
Rémi Brague o Chantal Desol; y, sobre todo, en la repentina aparición de
figuras como Jordan B. Peterson, Camille Piglia, Ben
Saphiro, Anthony Esolen, Eric Zammour, Fabrice Hadjadj, Jean-Claude Michéa
o Ayaan Hirsi. Cada cual tiene su nítido perfil, pero todos gozan
de una capacidad real de crear opinión.
Múltiples factores propician tanta vitalidad. A
la contra: la recuperación dialéctica del marxismo cultural y gramsciano,
el auge de los movimientos identitarios y la paulatina expansión popular de un
ecléctico discurso postmoderno imperante. Esto ha hecho, paradójicamente, que
la controversia resulte más excitante. Tanto, que ha alcanzado gran
trascendencia pública y directamente política. A nadie escapa, aunque no entre
dentro de los límites de este artículo, la influencia del antipostmodernismo en
la agenda política de Donald Trump o en la victoria electoral de Jair
Bolsonaro, admirador confeso del filósofo Olavo de Carvalho. En Europa del Este
los intelectuales y poetas que se opusieron al marxismo y al globalismo
tuvieron y tienen un gran eco público.
A favor: las redes sociales son una perfecta
plataforma para los mensajes inconformistas y un instrumento de la libertad de
expresión, incontrolable por ningún poder oficial o económico. Como estudia el
profesor de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Navarra, Alberto
Nahum García (y que haya un académico estudiando este fenómeno tan actual da
otra medida de su peso), destacan Youtube, los podcasts de figuras mediáticas, los
vídeos de Prager University y la página de McManus (Postmodern Conservatism),
entre otros. Estos medios conviven (y se complementan) con revistas más
convencionales. pero igualmente influyentes, como First Things, Radical
Orthodoxy, Causeur, American Affaires, Quillette. The Spectator o The
Imaginative Conservative. La proliferación de pequeñas editoriales
independientes no debería echarse en saco roto. Sólo en España tenemos Homo
Legens, El Buey Mudo, Nuevo Inicio, Ciudadela, Los papeles del Sitio…
No todo es inmediato debate mediático. Un discípulo de
Raymond Aron, Daniel J. Mahoney, ha escrito el
inquietante The Idol of our Age (2018), un ensayo de máxima
actualidad desde el que entender muy bien el estado de la cuestión y
sus corolarios tal y como se sugieren aquí. La importante escuela de
pensamiento político de Leo Strauss tiene en Gregorio Luri un influyente
continuador hispánico, que ha publicado una práctica guía para perplejos
antipostmodernos españoles: La imaginación conservadora (2019).
Para no perdernos entre tantos nombres, terminaré
volviendo a la tesis básica de este análisis. Incluso el más radical y actual
de los debates antipostmodernos puede enfocarse y entenderse, como todos, desde
la cuestión esencial del ser o el no ser.
Nada más iconoclasta que quienes se plantean los
límites y carencias de la democracia: Bryan Caplan y su libro El
mito del votante racional (2007), o el chileno Axel Kaiser y su La
tiranía de la igualdad (2015), o Jason Brennan y su Contra la
democracia (2016). ¿Sus motivos? Que la dictadura china ha conseguido
niveles de bienestar y de progreso científico y académico que antes sólo se
consideraban posibles en una democracia; la evidencia de que las democracias
parecen incapaces de defenderse de quienes se aprovechan de ellas para
dinamitarlas desde dentro; o la incongruencia de que el socialismo continúa
vivo a pesar de haber fracasado donde se aplicó.
Lo fundamental, sin embargo, no son los motivos, sino
las razones, que confluyen, de nuevo, en nuestro dilema esencial. ¿Son o no son
el ser humano, la sociedad, el Derecho, el mercado y las relaciones
internacionales un libro en blanco donde la democracia puede decidirlo todo con
soberanía absoluta o hay una realidad preexistente que o respetamos o nos
atenernos a las consecuencias? El antipostmodernismo siempre será —en sus mil
frentes abiertos, con sus innumerables matices, a través de sus muy diversos
pensadores— una vuelta al realismo, a los principios de no
contradicción y de causalidad y a la responsabilidad personal.
sábado, 28 de marzo de 2020
DESDE LA TORRE
Retirado
en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no
siempre entendidos siempre abiertos,
o enmiendan o fecundan mis asuntos:
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
o enmiendan o fecundan mis asuntos:
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las
grandes almas, que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, ¡Oh, gran don Joseph!, docta la emprenta.
de injurias de los años vengadora,
libra, ¡Oh, gran don Joseph!, docta la emprenta.
En fuga
irrevocable huye la hora,
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.
.
Francisco de Quevedo (Parnaso español, 1648,
núm. 115)
viernes, 27 de marzo de 2020
jueves, 26 de marzo de 2020
Lecciones actuales
En
tiempo de guerra, como el presente, cuando las necesidades son mucho mayores
que los recursos, la moral kantiana (utilizar al hombre siempre como fin, nunca
como medio) se retira para dejar paso a la moral utilitarista de Bentham
(podemos dejar morir a un anciano si así podemos intentar salvarle la vida a un
joven).
O
sea que, efectivamente, tenemos una doble moral: una para tiempos de paz
(kantiana) y otra para tiempos de guerra (utilitaria). Pero esto es como decir
que toda consideración sobre el valor intrínseco de una persona sólo es creíble
en el paréntesis que media entre dos conflictos o, lo que es lo mismo, sólo es
creíble mientras la naturaleza no molesta. […] Rawls concluyó, al observar este
hecho, que estamos atrapados en una doble moral, según sean las que, siguiendo
a Hume, llama “circunstancias de la justicia”.
La
circunstancia que hace posible la justicia es para Rawls “la escasez moderada”.
La justicia es necesaria porque competimos entre nosotros por bienes
moderadamente escasos. Pero si lo que está en pugna es un bien que afecta a mi
propia existencia, entonces veo las demandas de los otros como un riesgo
existencial.
No
siempre es así. Algunos, cuanto mayor es el riesgo existencial, más
afirman su voluntad de mantener firme el principio kantiano del respecto
absoluto de la dignidad del otro, sean las que sean las consecuencias. Es lo
que hacen los santos, muchos de los cuales no han leído a Kant, pero sí el
Evangelio. Es el caso de Giuseppe Berardelli, un sacerdote italiano de 72 años,
que ha renunciado al respirador que su parroquia (en Bérgamo) le había
comprado, para cedérselo a un joven desconocido, gesto que le ha costado la
vida.
miércoles, 25 de marzo de 2020
La sociedad del cansancio
El medio digital, carece de edad, destino y muerte. El tiempo se ha
congelado y, por ello, el IFS (Information Fatigue Syndrom,
concepto acuñado en 1996 por el psicólogo David Lewis) es la gran enfermedad
contemporánea. El cansancio de la información ininterrumpida tiene un síntoma
principal: la parálisis de la capacidad analítica. O lo que es lo mismo, la
incapacidad de distinguir lo esencial de lo no esencial.
Si sólo vivimos en el presente continuo, en una atrofia que renuncia
al pasado y al futuro, ¿cómo vamos a responsabilizarnos de lo que fuimos y de
lo que queremos ser?
Byung-Chul Han
martes, 24 de marzo de 2020
Lecciones de la antiguedad
AULO GELIO Noches áticas,
Libro I
IX. Se indica cuáles fueron las
reglas y el método del sistema educativo pitagórico y durante cuánto tiempo se
prescribía la observación del silencio y del aprendizaje.
1 Cuentan que Pitágoras y luego
los sucesores de su escuela se atuvieron al siguiente sistema en la admisión y
adoctrinamiento de sus discípulos55. 2 Desde el primer momento
analizaba la fisonomía (έφυσιογνωμόνει) de los jóvenes que acudían a él para
aprender. Esta palabra designa la indagación acerca del carácter y modo de ser
de los hombres, basada en ciertas presuposiciones sobre la disposición de su
boca y de su rostro y sobre su figura y complexión corporal. 3 Cuando, tras
esta prueba, uno le parecía idóneo, Pitágoras ordenaba inmediatamente que fuera
admitido a la instrucción y que guardara silencio durante un período de tiempo
determinado56, cuya duración no era la misma para todos, sino
distinta para cada uno según la destreza e ingenio observados en el aspirante.
4 Durante ese período de silencio el joven escuchaba lo que otros decían, pero
no le estaba permitido preguntar cuando no entendía algo ni comentar lo que
había oído. Nadie guardó silencio menos de dos años. Quienes estaban en el
período de callar y oír recibían el nombre de ακουστικοί [escuchadores]. 5 Mas,
una vez aprendidas las dos cosas más difíciles, que son callar y escuchar, y
cuando ya habían empezado a ser personas cultivadas gracias al silencio,
llamado por él έχ€μυθία, entonces se les permitía hablar, preguntar, escribir y
expresar sus propias opiniones: 6 los de este nivel eran llamados μαθηματικοί
[matemáticos], a causa de las ciencias que habían empezado a aprender y
meditar; pues los griegos antiguos llamaban μαθέματα a la geometría, a la
gnómica, a la música y a otras ciencias elevadas, mientras que la gente vulgar
llama ‘matemáticos’ a quienes es más correcto designar con la palabra
extranjera ‘caldeos’57. 7 A continuación, quienes habían adquirido
ya los conocimientos de esta ciencia, pasaban a la observación del cosmos y de
las leyes que rigen la naturaleza: quienes estaban en este último nivel
recibían el nombre de φυσικοί [físicos],
________________________________
55 Sobre el sistema educativo
pitagórico, L.R. LIND, “The elective system in Roman education”, CW 27, 1934,
175.
56 Apuleyo, Florid. 15.
57 Se trata de los astrólogos, a
quienes Gelío dedica el capítulo 1 del libro XIV. Cf. H.L. Levy, “Gnómica in
Aulus Gellius”, AJPh 60 (3a ser), 1939,302-306
lunes, 23 de marzo de 2020
sábado, 21 de marzo de 2020
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