martes, 31 de marzo de 2020

The Dead (Ending) - John Huston adapts James Joyce

Quietos en la habitación



La Vanguardia 30-03-2020

Sostiene Blaise Pascal en su pensamiento más célebre que la infelicidad humana es el resultado de nuestra incapacidad para quedarnos quietos en la habitación. Este pensamiento forma parte de una reflexión más amplia sobre el pánico que provoca en nosotros el aburrimiento. Si nos implicamos en tantas aventuras personales, profesionales o sociales es porque no soportamos estar solos. Guerras, ambiciones y pasiones humanas responden, según Pascal, a la imposibilidad de permanecer quietos en casa. Al miedo de encontrarnos con un yo que nos mira fijamente. Por ello, continúa Pascal, siempre que tenemos un rato de ocio, corremos a rellenarlo con distracciones.
Desde el primer día que nos obligaron a clausurarnos en casa, nadie ha tenido tiempo de estar solo. No sólo porque compartimos el pequeño espacio con familiares, sino, fundamentalmente, porque, desde el primer momento, nos llegaron tantas propuestas de entretenimiento que ya no queda tiempo para el aburrimiento. Gimnasia, series televisivas, lectura, juegos de mesa, cocina, teatro, música o humor en directo, sin olvidar el teletrabajo, las conversaciones profesionales, las llamadas de amigos, los vídeos con que somos diariamente bombardeados, las bromas, los discursos, la información continua a través de todos los medios posibles, y, naturalmente, las ardientes redes sociales.
La ola de activismo frenético es tan alta que, alarmados, unos psicólogos y pedagogos han tenido que recordar que el aburrimiento es la base de la creatividad. Si los niños no se aburren, no conseguirán imaginar, fabular, inventar. Si los niños en casa tienen demasiado que hacer, sentir o ver, si están siempre agobiados por teléfonos, cuentos, televisión, música, deberes y juegos, es imposible que aprendan a estar atentos. Vale también para los adultos: sin aburrimiento no hay imaginación. Sin límites no hay orden. Y sin limitaciones no hay atención.
Las palabras limitación confinamiento parecen hermanas. Sólo lo parecen. El confinamiento implica un límite físico; pero en el mundo actual disponemos de un instrumento que permite una infinita movilidad virtual: la conexión a internet. A través de internet y a pesar del confinamiento, una parte del mundo laboral sigue activa. Compañeros de trabajo colaboran mediante chats y videorreuniones. Se han vaciado los aeropuertos y las estaciones, pero las relaciones internacionales persisten con naturalidad. Este diario, por ejemplo, lo elaboran los periodistas desde su casa. Desde todos los rincones del planeta, médicos y científicos comparten las investigaciones sobre posibles remedios a la Covid-19.
Este maravilloso instrumento de relación virtual ha dado un gran salto, en estos días de confinamiento. Pero también nos ha atrapado un poquito más. La dependencia de internet es total. Los chinos y los coreanos han usado internet para perseguir y acotar los focos infecciosos. Hasta ahora se podía practicar el sexo, la amistad y el trabajo por internet, ahora también la salud será monitorizada. Puede haber sido el paso definitivo. Si en nombre del bien común nos han enclaustrado en casa, en nombre del bien común también pueden controlar lo que comemos, si hacemos o no deporte, si hemos abusado del vino en la cena o si tenemos la presión alta.
En un mundo incierto y superpoblado, en un mundo en el que, como estamos viendo estos días, hay siempre un alto riesgo de catástrofe, parecerá cada vez más necesario controlarlo todo, empezando por nuestra privacidad. Lo que antes formaba parte de la intimidad y la libre elección será monitorizado por internet. La vida personal queda atrapada como una mosca en los hilos virtuales de la araña de internet, un instrumento tan maravilloso como tiránico. Internet nació como instrumento y culminará como tiranía.
Uno de los consuelos de estos días tan extraños es la formidable corriente de solidaridad que recorre el país, el sacrificio abnegado de tantos trabajadores públicos y privados, el ejemplo admirable de los profesionales de la medicina y la enfermería. Esta corriente tan preciosa hace pensar a muchos que la lección del coronavirus nos ayudará a cambiar de vida: a aceptar los límites, a vivir con lo esencial, a pensar más en el común que en los caprichos. No lo creo.
No dudo de la bondad admirable ni de la vocación de servicio que abunda entre nosotros. Pero para aprender la lección del coronavirus sería necesario que la aceptación de los límites fuera el resultado de nuestra conciencia responsable, no de la imposición del Estado. Cuando más intensa es la pandemia, cuando más pánico inocula en nuestras sociedades, más claramente veo progresar el peligro autoritario. La renuncia a la libertad personal en beneficio del común podría ser un acto de generosidad racional, una demostración de autodominio, es decir, de madurez. Pero tengo la impresión de que lo que progresa es la cobardía cívica: una cesión de soberanía personal al Estado. Una infantilización del ciudadano adulto, que renuncia a la libertad a cambio de protección.


lunes, 30 de marzo de 2020

Pandemia y lenguaje

Andreu Jaume 
Crónica Global 26/03/2020
Nada pone tan de manifiesto la degradación del lenguaje público como una crisis mundial. Desde hace semanas, los periódicos, las radios y las televisiones se han infectado de una retórica belicista, convirtiendo a los médicos en generales y a los enfermeros en soldados, tratando a las personas que mueren por complicaciones derivadas del contagio del virus como víctimas de una gran batalla que todos estuviéramos librando contra el enemigo invisible.
Muchos incluso proclaman que ha estallado la tercera guerra mundial, satisfechos de poder pronunciar al fin un titular tan rotundo, original y ansiado. Otros afirman casi emocionados que estamos viviendo “la guerra de nuestra generación”, como si haber vivido setenta años en paz fuera una anomalía que finalmente estuviera siendo subsanada. Nadie, por supuesto, pone en duda la gravedad de la situación y la necesidad de concienciar a la gente de la importancia de su responsabilidad individual, sobre todo en los países donde rige la democraciapero hablar de guerra supone inflamar el lenguaje de un modo innecesario y peligroso, puesto que las palabras suelen alumbrar aquello que incuban.
En las presentes circunstancias, lo último que deberíamos hacer, sobre todo aquellos que trabajamos con el lenguaje, es tocar los tambores de guerra, desviando la atención de algo que tiene un nombre propio --pandemia-- y que requiere un tratamiento informativo y analítico particular, racional y cauteloso. La imaginación pública parece infestada por un empacho de películas, series y otras depauperadas formas de representación con las que se pretende reducir a la población mundial a la condición de espectadores infantiles de una idea cada vez más simple del peligro y el horror.
La analogía con los nazis y el recuerdo exaltado de los discursos de Churchill es ya un tópico para tratar de animar a la ciudadanía, como si no fuéramos lo suficientemente adultos para saber distinguir entre una guerra contra el totalitarismo y una emergencia sanitaria de consecuencias todavía muy difíciles de aventurar.
Como ha estudiado Adán Kovacsics en su excelente ensayo Guerra y lenguaje (2007), la Primera Guerra Mundial fue también la consecuencia de una movilización de las palabras, que el gobierno austríaco puso a trabajar a favor de la propaganda bélica, tratando de crear una masa compacta a su servicio y banalizando la muerte hasta extremos insoportables. No sólo los periodistas, sino también los poetas, los dramaturgos y los novelistas contribuyeron al bombardeo de tópicos, loas y soflamas con que se arrasó el pensamiento y se acabó provocando una matanza en la que además se experimentó con nuevas armas químicas.
Algunos llevaban décadas codiciando una guerra de caballeros sin saber que les esperaba el infierno de las trincheras y los obuses.  Frente a ello, en los primeros meses de la guerraKarl Kraus, el gran polemista y editor de la revista Die Fackel, que prácticamente escribía él solo, de pronto calló, oponiendo a aquella cháchara toda la fuerza moral de un silencio que sólo rompió para justificarlo públicamente. El 19 de noviembre de 1914, en el Konzerthaus de Viena, Kraus pronunció un discurso impresionante, como todos los suyos. Se tituló En esta gran época, una frase que aquellos días no dejaban de repetir todos los periódicos, un eufemismo para referirse a la guerra y el honor que suponía participar en ella:
“En esta gran época que conocí cuando era aún pequeña; que volverá a empequeñecer si le queda tiempo para ello [...]; en esta época seria que se moría de risa ante la posibilidad de volverse seria; que, sorprendida por su tragedia, trata de divertirse y que, pillándose en flagrante, busca las palabras; en esta época ruidosa que retumba por la horrenda sinfonía de los actos que generan informaciones y de las informaciones que provocan actos: en esta época no esperen ustedes de mí ni una palabra propia. Ninguna salvo esta, a la que el silencio resguarda aún de falsas interpretaciones. Demasiado hondo se asienta en mí el respeto a la [...] subordinación del lenguaje a la desdicha. En los reinos de la falta de imaginación, donde el ser humano muere de inanición anímica sin llegar a sentir el hambre del alma, donde las plumas se sumergen en sangre y las espadas en tinta, resulta obligado hacer aquello que no se piensa, pero aquello que sólo se piensa resulta inefable. No esperen ustedes de mí una palabra propia. Tampoco sabría decir una nueva; porque es muy grande el ruido en el cuarto en el que uno escribe, y no hemos de decidir ahora si proviene de animales o de niños o solamente de morteros. Quien alienta las acciones, profana la palabra y la acción y es doblemente despreciable. La vocación a ello no se ha extinguido. Los que ahora nada tienen que decir, porque la acción tiene la palabra, siguen hablando. Quien tenga algo que decir, ¡que dé un paso adelante y calle!”        
Muchos años más tarde, en 1976, Elias Canetti, que en su juventud se había formado bajo el hechizo verbal de Kraus, pronunció en Múnich un discurso titulado La profesión de escritor en el que recordaba cómo le había indignado, en agosto de 1939, la frase de cierto escritor ya olvidado que decía: “Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuera escritor debería poder impedir la guerra”. Al principio, Canetti consideró aquella afirmación vanidosa y ridícula, pero luego ya no podía quitársela de la cabeza, hasta que terminó por concluir que aquel hombre tenía toda la razón:
“Cabría recordar aquí que también fueron ciertas palabras, una serie de palabras recurrentes empleadas en forma consciente y abusiva, las que causaron esa situación de inevitabilidad de la guerra. Si eso pueden provocar las palabras, ¿por qué no pueden impedir otro tanto? No es extraño que quien frecuenta las palabras más que otros también espere más de sus efectos que otra gente”.
Como solía recordar Ferlosio glosando a Homero, el hierro atrae al hombre. El espíritu agonístico es uno de los principales rasgos de nuestra condición y, en cuanto se presenta la oportunidad, nos apresuramos a ponernos en posición de ataque, deslumbrados, como Aquiles, por el filo de la espada que asoma entre los vestidos de Ulises. Se habla de guerra estos días por el horror vacui que está produciendo la pandemia. Nadie sabe cómo va a evolucionar ni qué consecuencias va a tener. Tampoco hay aún un consenso científico acerca de la enfermedad, sobre cuáles son sus orígenes y sobre cómo va a comportarse en los próximos meses. Ante ese mar de incertidumbre, la imaginería bélica se convierte en una manera de construir un sentido colectivo que pueda incluso aliviar el dolor por la muerte de tantos conciudadanos, convirtiéndoles en las inevitables bajas que causa toda guerra y arrullando la mente en la indiferencia. De la misma manera, se despoja de su dignidad laboral a los profesionales de la medicina apelando a su sacrificio por la empresa común contra el enemigo de rostro oculto.
Como no hay guerra sin patriala retórica belicista ha venido acompañada de un resurgir del nacionalismo en todo el mundo. La Unión Europea vuelve a levantar fronteras. Trump llama a guerrear contra el virus chino. Torra exige el confinamiento de Cataluña para conseguir al menos una independencia vírica, mientras algunas voces soberanistas ya han asegurado que con una república habría menos muertos catalanes. Es la misma miseria moral que anima a Ponsatí y Puigdemont a celebrar los muertos madrileños. Con el deporte suspendido, el agón pugna por aparecer con toda su épica barata o abyecta, dependiendo de quien la promueva. El nacionalismo es una perpetua movilización del alma que aprovecha cualquier circunstancia para agitar su bandera.
Pero quizá la razón más poderosa para denunciar la generalización del lenguaje belicista estriba en atreverse a detectar el consentimiento de muerte que entraña. “Algún día”, escribió Canetti, “resultará evidente que con cada muerte los hombres se hacen peores”. En estos días negros, mientras aguzamos el oído en el compás de espera de la vacuna, son muchos los interrogantes científicos y filosóficos que, como ciudadanos y como especie, se nos están despertando, pero, antes que nada, toda nuestra fuerza debería estar dedicada a pronunciar el más rotundo, vibrante y atronador sí a la vida, contra las guerras, las enfermedades y la muerte. 

domingo, 29 de marzo de 2020

Una historia simpática


XXIII. Quien fue Papirio Pretextato; origen de este apellido; toda esta historia sobre Papirio resulta muy interesante.

1 La historia de Papirio Pretextato fue contada y escrita por M. [Porcio] Catón157 en una arenga a los soldados contra Galba, con una gran belleza, claridad y refinamiento de palabras. 2 Hubiera transcrito en este comentario las palabras de Catón, si cuando dicté esto hubiera tenido a mano el libro del discurso. 3 Mas si, al margen de las cualidades y elegancia verbal, deseas conocer los hechos, estos sucedieron más o menos así. 4 Existió antaño en Roma la costumbre de que los senadores asistieran a la Curia acompañados de sus hijos aún niños158. 5 En cierta ocasión se trataba en el Senado un asunto de gran importancia y su discusión fue aplazada para el día siguiente, por lo que se convino que nadie divulgara el asunto tratado antes de que fuera tomada una decisión. La madre del niño Papirio, que había estado con su padre en la Curia, preguntó a su hijo que habían tratado los senadores en el Senado. 6 El niño respondió que debía guardar silencio y que no le estaba permitido decirlo. 7 La mujer se muestra más deseosa de oírlo y hostiga al niño con el fin de desvelar el secreto de su silencio, y con sus preguntas lo somete a una fuerte presión. 8 Entonces el niño, ante esa presión materna, decide inventar una mentira graciosa y alegre. Dijo que en el Senado se había debatido si era más útil y constitucional que un hombre tuviera dos esposas o que una mujer estuviera casada con dos maridos. 9 Cuando la madre oyó esto, se alarmó, salió de casa agitada y llevó la noticia al resto de las matronas. 10 Al día siguiente una multitud de madres se presentó ante el Senado: llorando y suplicando ruegan que mejor una mujer esté casada con dos hombres, en lugar de que un hombre este casado con dos mujeres. 11 Al entrar en la Curia los senadores se quedaban extrañados ante una concurrencia tan insólita de mujeres y se preguntaban qué significaba tal petición. 12 El niño Papirio avanza al centro de la Curia y expone, tal como había sucedido, las pretensiones de su madre y lo que él le había contado. 13 El Senado felicita al niño por su ingenio y lealtad, pero decreta que en adelante los niños no entren con sus padres en la Curia, salvo aquel niño Papirio, a quien luego se impuso el sobrenombre honorífico de Pretextato por su prudencia para callar y hablar mientras aún estaba en edad de vestir la toga pretexta.

Aulo Gelio; Noches áticas, libro I, Vol I, ed. M.A. Marcos Casquero y A. Domínguez García. Universidad de Léon, Kadmos, Salamanca, 2006, pp. 130-131
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157 Catón, frag. 39 Jordan. Para la enemistad entre Catón y Galba, véase nota a 1,12,17.
158 El texto latino dice cum praetextatis liberis, literalmente, “con sus hijos que aún portaban la toga praetexta”, es decir, aun niños, no investidos de la toga viril. Sobre la entrada de los niños a la Curia, cf. Polibio, 3,20,3, Suetonio, Aug. 38 y Plinio, el Joven, Epist. 18,4,

Debates de actualidad


Los críticos de la posmodernidad propugnan el retorno al realismo
El debate político y social está incandescente, tanto en sus ámbitos más tradicionales, esto es, universidades, parlamentos, partidos y periódicos, como en las electrificantes redes sociales. Algunos hablan abiertamente de «batalla de ideas» o incluso de «guerra cultural». Para favorecer el diálogo intelectual, conviene precisar de qué se discute en el fondo. Este artículo lo aborda desde la perspectiva crítica con la postmodernidad.
Frente al confuso panorama actual, recordemos a Fabricio del Dongo. El joven personaje de La Cartuja de Parma, de Stendhal, estuvo corriendo de aquí para allá sin siquiera enterarse de que asistía a la batalla de Waterloo. Hoy hay muchísimos frentes abiertos en la discusión político-social. Bastantes de los cuales fueron inteligentemente planteados por Michael Sandel en su serie documental El Gran Debate (2017). A menudo no vemos la relación de unos con otros, aunque, llamativamente, los pensadores suelen alinearse en un mismo sentido, como atraídos por un invisible imán. Se discute, entre otras cosas, sobre la titularidad del derecho a la vida, sobre migraciones y demografía, sobre el transhumanismo y el humanismo, sobre las culturas nacionales o el globalismo, sobre el alcance de la democracia y el uso alternativo del Derecho, etc.
El estudio de estos debates escapa al objetivo y al espacio de estas páginas; pero subrayar su largo etcétera y atisbar su complejidad contribuye a que nos hagamos cargo del «escenario Waterloo”.
Podemos concluir que los dos términos de los innumerables debates están entre los que sostienen que en realidad nada es excesivamente verdad y los que mantienen que existen la realidad y la verdad. Para los primeros, todo depende de la cultura y la sociedad, o sea, de la imagen y el relato, esto es, de la voluntad subjetiva. El hombre es una tabla rasa donde escribiremos, prometeicos, cuanto queramos. Por otro lado, están aquellos que defienden la consistencia de lo existente, incluyendo las instituciones, las tradiciones o el cuerpo humano.
Estos términos de la cuestión se exponen en el ensayo Postmodernism Rightly Understood. The Return to Realism in American Thought (1999) de Peter Augustine Lawler. La afirmación de que la existencia humana no tiene un fundamento estable es el fundamento (valga la paradoja constitutiva) del postmodernismo. Mientras que la postura contraria sería «el retorno al realismo».
Con una salvedad terminológica: en vez de «postmodernos», que es una etiqueta que no entusiasma a los aludidos por ella, Lawler llama «hipermodernos» a los defensores actuales de la relatividad moderna estirada hasta sus últimas consecuencias. Reserva la etiqueta de “postmodernos” para los que repudian el rechazo a la realidad distintivo de la modernidad. Aquí, usaremos el término «postmoderno» tal y como se utiliza habitualmente. Entendemos las razones de Lawler, pero un cambio de términos tan radical confundiría. Además, el uso corriente refleja una evolución interna muy clarificadora.
Los protomodernos creían que bastaba una comprensión profunda del mundo para asistir a su progreso inevitable. Es la postura de los ilustrados, de Darwin y de Hegel. Los modernos, esto es, los revolucionarios, se dan cuenta de que eso no basta: propugnan una comprensión científica e ideológica, sí, pero para orientar su acción, que adquiere el papel protagonista. De ahí el afán por hacerse con el poder y dirigir con mano de hierro la transformación progresista de la realidad. Los postmodernos son modernos desengañados, que incrementan, homeopáticamente, su dosis de ilusión.
Han experimentado en carne propia que, sin disolver la realidad o comprimirla al tamaño de sus deseos, jamás lograrán el ansiado progreso. El nihilismo típicamente postmoderno, por más que se adorne de razones metafísicas, no será sino la consecuencia lógica de su necesidad de empezar de cero en una tabla rasa para escribir ex nihilo la condición del hombre y la sociedad.
Los antipostmodernos son quienes se oponen (en los campos más diversos, del arte a la zoología, pasando por la pedagogía) a esta última vuelta de tuerca. Frente al sueño de lo mejor, enemigo de lo bueno, ellos prefieren la vigilia esforzada de la realidad. Llamarlos «antipostmodernos» enfatiza esta resistencia. El término se crea a partir del ensayo Los antimodernos (Acantilado, 2007), de Antoine Compagnon (Bruselas, 1950). Rendimos de esta manera un homenaje al lúcido ensayo y a su autor, profesor de literatura francesa del Colegio de París, y además reclamamos para nuestros antiposmodernos la herencia de los estudiados por Compagnon y sus líneas maestras. Los antimodernos fueron tan irremediablemente modernos como los modernos, y son, incluso, quienes mejor han dado el paso a la posteridad.
Podrían multiplicarse nombres, libros y citas tanto de los postmodernos como de los antipostmodernos que prueban que ser o no ser es la cuestión. Dejemos que la fuerza profética de George Orwell, en su novela 1984, sirva de resumen: «Era como si alguna enorme fuerza te prensara […] persuadiéndote casi a negar la evidencia de tus sentidos. Al final el Partido anunciaría que dos más dos son cinco, y habrías tenido que creerlo. Era inevitable que hicieran algo así tarde o temprano; la lógica de su posición lo mandaba. No sólo la validez de la experiencia sino la misma existencia de la realidad externa era tácitamente gobernada por su filosofía. La herejía de las herejías era el sentido común […] El Partido te decía que rechazases la evidencia de tus ojos y tus oídos. Era su orden final y más esencial […] Lo obvio, lo tonto, lo verdadero, debía ser defendido. Las verdades son verdaderas, ¡aférrate a eso! […]Con el sentimiento […] de que estaba fijando un axioma importante, escribió: “La libertad es la libertad de decir que dos más dos son cuatro”. Si eso está permitido, todo lo demás se sigue de eso».
Confluyen en este breve texto las líneas principales del pensamiento antipostmoderno: su prevención contra la teoría, su temor al Partido (o, dicho más contemporáneamente, a lo políticamente correcto), su amor por la realidad, su alegato a favor del sentido común y un llamamiento angustioso por la libertad de expresión.
A partir de aquí van encajando las piezas. Los títulos de Zygmunt Bauman sobre la modernidad líquida son una perfecta metáfora de las más sólidas posiciones de la postmodernidad. Por el contrario, que Sir Roger Scruton dedicase, como a un tema de la más rabiosa actualidad, un ensayo a La Naturaleza humana (2017) se comprende ahora en su auténtico dramatismo. Y, por supuesto, la reivindicación de Aristóteles que hacen cada vez más pensadores como Augusto del Noce, Peter A. Lawler, John Senior, etc.
Como inmediata consecuencia práctica, buena parte de los debates giran en torno del diccionario. Lewis Carroll fue otro profeta que vio el origen o el huevo de la serpiente. Recordemos la conversación entre Alicia y Humpty Dumpty: «“Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos”. “La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”. “La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo”».
Casi todas las discusiones se libran hoy entre los que denotan y los que connotan; y las zanja el poder. Están quienes siguen creyendo que las palabras tienen definiciones objetivas y racionales y los que piensan que son meros flatus vocis generadores de sentimientos positivos y negativos. Los primeros podrían explicar grosso modo sus ideas empleando un vocabulario accesible a un niño de 7 años sin que suenen ridículas; los segundos necesitan las sutilezas de sus mentes poderosas para deconstruir la literatura, el lenguaje y la realidad en muy brillantes ensayos.
Antecedentes, precedentes y referentes
A estas alturas, el lector habrá suspirado entre dientes: «Nihil novum sub sole», detectando unos ecos muy vivos del conflicto entre realistas y nominalistas en la Universidad Medieval. En un libro esencial de la biblioteca antipostmoderna, Las ideas tienen consecuencias (1948), Richard Weaver ya advirtió este antecedente. Remonta el declive occidental al final de la Edad Media, cuando el nominalismo de Guillermo de Ockham comenzó a socavar a las viejas autoridades y puso a la subjetividad individualista al mando. José Ortega y Gasset coincide en el diagnóstico: «La desrealización progresiva del mundo había comenzado con el pensamiento renacentista» y de ahí hace descender, muy perspicazmente, la deshumanización.
El rechazo o la recepción del Aristóteles, adalid arquetípico de la realidad y del sentido común, podría servir de piedra de toque para situar las posiciones intelectuales del Waterloo actual, más allá de los colores políticos, de las afiliaciones religiosas, de las diferencias generacionales, de los concretos ámbitos de estudio o de las diversas nacionalidades. La defensa aristotélica de la justicia de Michael Sandel resulta un caso de manual, pero también la conciencia con que Raymond Aron arranca del Estagirita o el énfasis que pone Rémi Brague en la importancia de la herencia griega para Europa. Más sistemáticamente aristotélicos son Robert Spaemann y Alasdair MacIntyre.
Con todo, no es imprescindible remontarse a la Grecia clásica para identificar a los antipostmodernos. Un criterio más inmediato ofrece de nuevo el paralelismo con Antoine Compagnon. Para él, los antimodernos fueron aquellos que se enfrentaron abiertamente a la Revolución Francesa y a sus consecuencias teóricas y políticas. Para nosotros, los antipostmodernos son quienes reaccionan ante el Mayo del 68, sus precedentes intelectuales y sus corolarios prácticos.
Roger Scruton ha reconocido que su posicionamiento filosófico nace del rechazo que le produjo asistir al Mayo francés. Luego lo ha argumentado sistemáticamente en un ensayo sobre los postmodernistas titulado nada menos que Bobos, fraudes y agitadores (2015). Augusto del Noce (Agonía de la sociedad opulenta, 1979) también mantiene posiciones muy críticas. Otros nombres indispensables: Marcello Pera, Václav Havel, Olavo de Carvalho, el Aquilino Duque de El suicidio de la modernidad (1984) y de El cansancio de ser libres (1992), Dalmacio Negro, Pierre Manent, E.D. Hirsch, Ignacio Sánchez Cámara… Cada cual con sus características generacionales, ideológicas o estilísticas, pero todos sosteniendo los derechos y deberes de la realidad frente los cantos de la sirena utópica. Resulta muy clarificadora la Declaración de París (2017), manifiesto antipostmoderno, tanto por la nómina de sus firmantes como por el índice temático que se adivina tras sus postulados.
Más apartados de la melé, hay otras tres figuras imprescindibles. La del colombiano Nicolás Gómez Dávila, que arrebata la exclusividad de Nietzsche a los pensadores postmodernos. Con sus acerados aforismos, hace una poderosa enmienda a la modernidad. Joseph Ratzinger no necesita presentación. Desde la filosofía, ha hecho una aguda crítica al relativismo, siempre abierto al diálogo enriquecedor con quienes piensan de otro modo, como su ejemplar debate con Jürgen Habermas. Otro indispensable es el antropólogo francés René Girard, de formación académica estructuralista, que evolucionó hasta crear una fecunda escuela filosófica de hondas raíces humanísticas, implacable con los divertimentos del deconstructivismo.
La nómina está muy abierta; y hay que añadirle todavía dos aberturas más. Una, por arriba, pues los antipostmodernos traen al presente (por su amor a la tradición y su respeto a la autoridad intelectual) a sus maestros. Además de los grandes filósofos (el ejemplo moral de Sócrates, Aristóteles, Tomás de Aquino, la Escuela de Salamanca) y los antimodernos (Burke, Tocqueville, Balmes, Newman), reivindican también a inmediatos predecesores. Podemos citar a Jan Patocka, Leo Strauss, Hannah Arendt, Romano Guardini, Jean Guitton, el T. S. Eliot ensayista, C. S. Lewis, el Wittgenstein de Culture and Value, Leonardo Castellani, Martin Mosebach, Julián Marías, etc.
El caso más paradigmático es el escritor inglés G. K. Chesterton, cuya envergadura como pensador, a pesar de que él nunca se tuvo más que como un «alegre periodista», no deja de crecer y ensancharse de forma muy transversal, rebasando los más ideológicos compartimentos estancos. Es natural: fue un pionero del sentido común y un fustigador infatigable del nihilismo, de las abstracciones y del complejo de superioridad de las elites intelectuales.
La segunda apertura ha de ser por la base. No cabe olvidar a los escritores (Compagnon afirma que la antimodernidad perdió la política, pero ganó la literatura) y artistas. Es una consecuencia directa de la defensa del sentido común y la atención a las cuestiones tangibles de la realidad. Cuando Miriam Moreno habla de Otra Modernidad (2018) en su estudio sobre el pintor Ramón Gaya apunta a esta otra relación más carnal con la vida. El mismo Gaya publicó en 1996 un manifiesto titulado cáusticamente Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica). Roger Scruton ha explicado en Conservadurismo (2018) cómo «los mejores intelectuales conservadores han dedicado parte de su atención a la naturaleza del arte y a los mensajes que contiene”.
La primera publicación importante de Burke, por ejemplo, fue un tratado sobre las ideas de lo sublime y la belleza. Las Lecciones sobre la estética de Hegel son la cumbre de su contribución al pensamiento del siglo XIX, y muchos conservadores culturales fueron también autores destacados, en verso y prosa: Chateaubriand, por ejemplo, o Coleridge, Ruskin y Eliot. Si se desea comprender totalmente lo que estaba en juego en Austria durante el debate acerca del orden espontáneo, no se deberían estudiar sólo los escritos de Hayek y su escuela. Igual de relevantes, a su manera, fueron las sinfonías de Mahler, los poemas de Rilke y las óperas de Hofmannsthal y Strauss».
La abundancia de escritores antipostmodernos se explica, además, por la defensa del lenguaje y de la literatura sin deconstruir que está en el corazón de la resistencia a la postmodernidad. Más allá de los celebérrimos Michel Houellebecq o Cormac McCarthy, sin salir de España, hay novelistas como el marqués de Tamarón (muy pendiente, como ensayista, de las vicisitudes del lenguaje, por cierto) y poetas manifiestamente antipostmodernos como Luis Alberto de Cuenca o Miguel d’Ors, por citar apenas dos casos de contrastada calidad y fecunda influencia en las siguientes promociones.
 ¿La explosión actual?
El debate intelectual se ha enardecido en los últimos años. Se percibe en la nueva relevancia de autores de dilatada trayectoria como Rémi Brague o Chantal Desol; y, sobre todo, en la repentina aparición de figuras como Jordan B. PetersonCamille Piglia, Ben Saphiro, Anthony Esolen, Eric Zammour, Fabrice Hadjadj, Jean-Claude Michéa o Ayaan Hirsi. Cada cual tiene su nítido perfil, pero todos gozan de una capacidad real de crear opinión.
Múltiples factores propician tanta vitalidad. A la contra: la recuperación dialéctica del marxismo cultural y gramsciano, el auge de los movimientos identitarios y la paulatina expansión popular de un ecléctico discurso postmoderno imperante. Esto ha hecho, paradójicamente, que la controversia resulte más excitante. Tanto, que ha alcanzado gran trascendencia pública y directamente política. A nadie escapa, aunque no entre dentro de los límites de este artículo, la influencia del antipostmodernismo en la agenda política de Donald Trump o en la victoria electoral de Jair Bolsonaro, admirador confeso del filósofo Olavo de Carvalho. En Europa del Este los intelectuales y poetas que se opusieron al marxismo y al globalismo tuvieron y tienen un gran eco público.
A favor: las redes sociales son una perfecta plataforma para los mensajes inconformistas y un instrumento de la libertad de expresión, incontrolable por ningún poder oficial o económico. Como estudia el profesor de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Navarra, Alberto Nahum García (y que haya un académico estudiando este fenómeno tan actual da otra medida de su peso), destacan Youtube, los podcasts de figuras mediáticas, los vídeos de Prager University y la página de McManus (Postmodern Conservatism), entre otros. Estos medios conviven (y se complementan) con revistas más convencionales. pero igualmente influyentes, como First Things, Radical Orthodoxy, Causeur, American Affaires, Quillette. The Spectator The Imaginative Conservative. La proliferación de pequeñas editoriales independientes no debería echarse en saco roto. Sólo en España tenemos Homo Legens, El Buey Mudo, Nuevo Inicio, Ciudadela, Los papeles del Sitio…
No todo es inmediato debate mediático. Un discípulo de Raymond Aron, Daniel J. Mahoney, ha escrito el inquietante The Idol of our Age (2018), un ensayo de máxima actualidad desde el que entender muy bien el estado de la cuestión y sus corolarios tal y como se sugieren aquí. La importante escuela de pensamiento político de Leo Strauss tiene en Gregorio Luri un influyente continuador hispánico, que ha publicado una práctica guía para perplejos antipostmodernos españoles: La imaginación conservadora (2019).
Para no perdernos entre tantos nombres, terminaré volviendo a la tesis básica de este análisis. Incluso el más radical y actual de los debates antipostmodernos puede enfocarse y entenderse, como todos, desde la cuestión esencial del ser o el no ser.
Nada más iconoclasta que quienes se plantean los límites y carencias de la democracia: Bryan Caplan y su libro El mito del votante racional (2007), o el chileno Axel Kaiser y su La tiranía de la igualdad (2015), o Jason Brennan y su Contra la democracia (2016). ¿Sus motivos? Que la dictadura china ha conseguido niveles de bienestar y de progreso científico y académico que antes sólo se consideraban posibles en una democracia; la evidencia de que las democracias parecen incapaces de defenderse de quienes se aprovechan de ellas para dinamitarlas desde dentro; o la incongruencia de que el socialismo continúa vivo a pesar de haber fracasado donde se aplicó.
Lo fundamental, sin embargo, no son los motivos, sino las razones, que confluyen, de nuevo, en nuestro dilema esencial. ¿Son o no son el ser humano, la sociedad, el Derecho, el mercado y las relaciones internacionales un libro en blanco donde la democracia puede decidirlo todo con soberanía absoluta o hay una realidad preexistente que o respetamos o nos atenernos a las consecuencias? El antipostmodernismo siempre será —en sus mil frentes abiertos, con sus innumerables matices, a través de sus muy diversos pensadores— una vuelta al realismo, a los principios de no contradicción y de causalidad y a la responsabilidad personal.

sábado, 28 de marzo de 2020

DESDE LA TORRE

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos siempre abiertos,
o enmiendan o fecundan mis asuntos:
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas, que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, ¡Oh, gran don Joseph!, docta la emprenta.

En fuga irrevocable huye la hora,
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.
.
Francisco de Quevedo (Parnaso español, 1648, núm. 115)




jueves, 26 de marzo de 2020

Póngase cómodo

Lecciones actuales


En tiempo de guerra, como el presente, cuando las necesidades son mucho mayores que los recursos, la moral kantiana (utilizar al hombre siempre como fin, nunca como medio) se retira para dejar paso a la moral utilitarista de Bentham (podemos dejar morir a un anciano si así podemos intentar salvarle la vida a un joven). 

O sea que, efectivamente, tenemos una doble moral: una para tiempos de paz (kantiana) y otra para tiempos de guerra (utilitaria). Pero esto es como decir que toda consideración sobre el valor intrínseco de una persona sólo es creíble en el paréntesis que media entre dos conflictos o, lo que es lo mismo, sólo es creíble mientras la naturaleza no molesta. […] Rawls concluyó, al observar este hecho, que estamos atrapados en una doble moral, según sean las que, siguiendo a Hume, llama “circunstancias de la justicia”. 

La circunstancia que hace posible la justicia es para Rawls “la escasez moderada”. La justicia es necesaria porque competimos entre nosotros por bienes moderadamente escasos. Pero si lo que está en pugna es un bien que afecta a mi propia existencia, entonces veo las demandas de los otros como un riesgo existencial.

No siempre es así. Algunos, cuanto mayor es el riesgo existencial, más afirman su voluntad de mantener firme el principio kantiano del respecto absoluto de la dignidad del otro, sean las que sean las consecuencias. Es lo que hacen los santos, muchos de los cuales no han leído a Kant, pero sí el Evangelio. Es el caso de Giuseppe Berardelli, un sacerdote italiano de 72 años, que ha renunciado al respirador que su parroquia (en Bérgamo) le había comprado, para cedérselo a un joven desconocido, gesto que le ha costado la vida.



miércoles, 25 de marzo de 2020

Paolo Conte - Azzurro



Un abrazo para nuestros amigos italianos.

Byung-Chul Han


https://elpais.com/ideas/2020-03-21/la-emergencia-viral-y-el-mundo-de-manana-byung-chul-han-el-filosofo-surcoreano-que-piensa-desde-berlin.html

La sociedad del cansancio

El medio digital, carece de edad, destino y muerte. El tiempo se ha congelado y, por ello, el IFS (Information Fatigue Syndrom, concepto acuñado en 1996 por el psicólogo David Lewis) es la gran enfermedad contemporánea. El cansancio de la información ininterrumpida tiene un síntoma principal: la parálisis de la capacidad analítica. O lo que es lo mismo, la incapacidad de distinguir lo esencial de lo no esencial.
Si sólo vivimos en el presente continuo, en una atrofia que renuncia al pasado y al futuro, ¿cómo vamos a responsabilizarnos de lo que fuimos y de lo que queremos ser?

Byung-Chul Han

martes, 24 de marzo de 2020

Lecciones de la antiguedad


AULO GELIO Noches áticas, Libro I
IX. Se indica cuáles fueron las reglas y el método del sistema educativo pitagórico y durante cuánto tiempo se prescribía la observación del silencio y del aprendizaje.

1 Cuentan que Pitágoras y luego los sucesores de su escuela se atuvieron al siguiente sistema en la admisión y adoctrinamiento de sus discípulos55. 2 Desde el primer momento analizaba la fisonomía (έφυσιογνωμόνει) de los jóvenes que acudían a él para aprender. Esta palabra designa la indagación acerca del carácter y modo de ser de los hombres, basada en ciertas presuposiciones sobre la disposición de su boca y de su rostro y sobre su figura y complexión corporal. 3 Cuando, tras esta prueba, uno le parecía idóneo, Pitágoras ordenaba inmediatamente que fuera admitido a la instrucción y que guardara silencio durante un período de tiempo determinado56, cuya duración no era la misma para todos, sino distinta para cada uno según la destreza e ingenio observados en el aspirante. 4 Durante ese período de silencio el joven escuchaba lo que otros decían, pero no le estaba permitido preguntar cuando no entendía algo ni comentar lo que había oído. Nadie guardó silencio menos de dos años. Quienes estaban en el período de callar y oír recibían el nombre de ακουστικοί [escuchadores]. 5 Mas, una vez aprendidas las dos cosas más difíciles, que son callar y escuchar, y cuando ya habían empezado a ser personas cultivadas gracias al silencio, llamado por él έχ€μυθία, entonces se les permitía hablar, preguntar, escribir y expresar sus propias opiniones: 6 los de este nivel eran llamados μαθηματικοί [matemáticos], a causa de las ciencias que habían empezado a aprender y meditar; pues los griegos antiguos llamaban μαθέματα a la geometría, a la gnómica, a la música y a otras ciencias elevadas, mientras que la gente vulgar llama ‘matemáticos’ a quienes es más correcto designar con la palabra extranjera ‘caldeos’57. 7 A continuación, quienes habían adquirido ya los conocimientos de esta ciencia, pasaban a la observación del cosmos y de las leyes que rigen la naturaleza: quienes estaban en este último nivel recibían el nombre de φυσικοί [físicos],
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55 Sobre el sistema educativo pitagórico, L.R. LIND, “The elective system in Roman education”, CW 27, 1934, 175.
56 Apuleyo, Florid. 15.
57 Se trata de los astrólogos, a quienes Gelío dedica el capítulo 1 del libro XIV. Cf. H.L. Levy, “Gnómica in Aulus Gellius”, AJPh 60 (3a ser), 1939,302-306