Los
críticos de la posmodernidad propugnan el retorno al realismo
El debate político y social está incandescente, tanto
en sus ámbitos más tradicionales, esto es, universidades, parlamentos, partidos
y periódicos, como en las electrificantes redes sociales. Algunos hablan
abiertamente de «batalla de ideas» o incluso de «guerra cultural». Para
favorecer el diálogo intelectual, conviene precisar de qué se discute en el
fondo. Este artículo lo aborda desde la perspectiva crítica con la
postmodernidad.
Frente al confuso panorama actual, recordemos a
Fabricio del Dongo. El joven personaje de La Cartuja de Parma, de
Stendhal, estuvo corriendo de aquí para allá sin siquiera enterarse de
que asistía a la batalla de Waterloo. Hoy hay muchísimos frentes abiertos en la
discusión político-social. Bastantes de los cuales fueron inteligentemente
planteados por Michael Sandel en su serie documental El Gran
Debate (2017). A menudo no vemos la relación de unos con otros,
aunque, llamativamente, los pensadores suelen alinearse en un mismo sentido,
como atraídos por un invisible imán. Se discute, entre otras cosas, sobre la
titularidad del derecho a la vida, sobre migraciones y demografía, sobre el
transhumanismo y el humanismo, sobre las culturas nacionales o el globalismo,
sobre el alcance de la democracia y el uso alternativo del Derecho, etc.
El estudio de estos debates escapa al objetivo y al
espacio de estas páginas; pero subrayar su largo etcétera y atisbar su
complejidad contribuye a que nos hagamos cargo del «escenario Waterloo”.
Podemos concluir que los dos términos de los
innumerables debates están entre los que sostienen que en realidad nada es
excesivamente verdad y los que mantienen que existen la realidad y la verdad.
Para los primeros, todo depende de la cultura y la sociedad, o sea, de la
imagen y el relato, esto es, de la voluntad subjetiva. El hombre es una tabla
rasa donde escribiremos, prometeicos, cuanto queramos. Por otro lado, están
aquellos que defienden la consistencia de lo existente, incluyendo las
instituciones, las tradiciones o el cuerpo humano.
Estos términos de la cuestión se exponen en el
ensayo Postmodernism Rightly Understood. The Return to Realism in American Thought (1999) de Peter Augustine Lawler. La afirmación
de que la existencia humana no tiene un fundamento estable es el fundamento
(valga la paradoja constitutiva) del postmodernismo. Mientras que la postura
contraria sería «el retorno al realismo».
Con una salvedad terminológica: en vez de «postmodernos»,
que es una etiqueta que no entusiasma a los aludidos por ella, Lawler llama
«hipermodernos» a los defensores actuales de la relatividad moderna estirada
hasta sus últimas consecuencias. Reserva la etiqueta de “postmodernos” para los
que repudian el rechazo a la realidad distintivo de la modernidad. Aquí,
usaremos el término «postmoderno» tal y como se utiliza habitualmente.
Entendemos las razones de Lawler, pero un cambio de términos tan radical
confundiría. Además, el uso corriente refleja una evolución interna muy
clarificadora.
Los protomodernos creían que bastaba
una comprensión profunda del mundo para asistir a su progreso inevitable. Es la
postura de los ilustrados, de Darwin y de Hegel. Los modernos, esto
es, los revolucionarios, se dan cuenta de que eso no basta: propugnan una
comprensión científica e ideológica, sí, pero para orientar su acción, que
adquiere el papel protagonista. De ahí el afán por hacerse con el poder y
dirigir con mano de hierro la transformación progresista de la realidad. Los
postmodernos son modernos desengañados, que incrementan, homeopáticamente, su
dosis de ilusión.
Han experimentado en carne propia que, sin disolver la
realidad o comprimirla al tamaño de sus deseos, jamás lograrán el ansiado
progreso. El nihilismo típicamente postmoderno, por más que se adorne de
razones metafísicas, no será sino la consecuencia lógica de su necesidad de
empezar de cero en una tabla rasa para escribir ex nihilo la
condición del hombre y la sociedad.
Los antipostmodernos son quienes se oponen (en los
campos más diversos, del arte a la zoología, pasando por la pedagogía) a esta
última vuelta de tuerca. Frente al sueño de lo mejor, enemigo de lo bueno,
ellos prefieren la vigilia esforzada de la realidad. Llamarlos
«antipostmodernos» enfatiza esta resistencia. El término se crea a partir del
ensayo Los antimodernos (Acantilado, 2007), de Antoine
Compagnon (Bruselas, 1950). Rendimos de esta manera un homenaje al lúcido
ensayo y a su autor, profesor de literatura francesa del Colegio de París, y
además reclamamos para nuestros antiposmodernos la herencia de los estudiados
por Compagnon y sus líneas maestras. Los antimodernos fueron tan
irremediablemente modernos como los modernos, y son, incluso, quienes mejor han
dado el paso a la posteridad.
Podrían multiplicarse nombres, libros y citas tanto de
los postmodernos como de los antipostmodernos que prueban que ser o no ser es
la cuestión. Dejemos que la fuerza profética de George Orwell, en su
novela 1984, sirva de resumen: «Era como si alguna enorme
fuerza te prensara […] persuadiéndote casi a negar la evidencia de tus
sentidos. Al final el Partido anunciaría que dos más dos son cinco, y habrías
tenido que creerlo. Era inevitable que hicieran algo así tarde o temprano; la
lógica de su posición lo mandaba. No sólo la validez de la experiencia sino la
misma existencia de la realidad externa era tácitamente gobernada por su
filosofía. La herejía de las herejías era el sentido común […] El Partido te
decía que rechazases la evidencia de tus ojos y tus oídos. Era su orden final y
más esencial […] Lo obvio, lo tonto, lo verdadero, debía ser defendido. Las
verdades son verdaderas, ¡aférrate a eso! […]Con el sentimiento […] de que
estaba fijando un axioma importante, escribió: “La libertad es la libertad de
decir que dos más dos son cuatro”. Si eso está permitido, todo lo demás se
sigue de eso».
Confluyen en este breve texto las líneas principales
del pensamiento antipostmoderno: su prevención contra la teoría, su temor al
Partido (o, dicho más contemporáneamente, a lo políticamente correcto), su amor
por la realidad, su alegato a favor del sentido común y un llamamiento
angustioso por la libertad de expresión.
A partir de aquí van encajando las piezas. Los títulos
de Zygmunt Bauman sobre la modernidad líquida son una perfecta
metáfora de las más sólidas posiciones de la postmodernidad. Por el contrario,
que Sir
Roger Scruton dedicase, como a un tema de la más rabiosa
actualidad, un ensayo a La Naturaleza humana (2017) se
comprende ahora en su auténtico dramatismo. Y, por supuesto, la reivindicación
de Aristóteles que hacen cada vez más pensadores como Augusto del Noce, Peter
A. Lawler, John Senior, etc.
Como inmediata consecuencia práctica, buena parte de
los debates giran en torno del diccionario. Lewis Carroll fue
otro profeta que vio el origen o el huevo de la serpiente. Recordemos la
conversación entre Alicia y Humpty Dumpty: «“Cuando yo uso una palabra
–insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo
que yo quiero que diga…, ni más ni menos”. “La cuestión –insistió Alicia– es si
se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”. “La
cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo”».
Casi todas las discusiones se libran hoy entre los que
denotan y los que connotan; y las zanja el poder. Están quienes siguen creyendo
que las palabras tienen definiciones objetivas y racionales y los que piensan
que son meros flatus vocis generadores de sentimientos
positivos y negativos. Los primeros podrían explicar grosso modo sus
ideas empleando un vocabulario accesible a un niño de 7 años sin que suenen
ridículas; los segundos necesitan las sutilezas de sus mentes poderosas para
deconstruir la literatura, el lenguaje y la realidad en muy brillantes ensayos.
Antecedentes, precedentes y referentes
A estas alturas, el lector habrá suspirado entre
dientes: «Nihil novum sub sole», detectando unos ecos muy vivos del
conflicto entre realistas y nominalistas en la Universidad Medieval. En un
libro esencial de la biblioteca antipostmoderna, Las ideas tienen
consecuencias (1948), Richard Weaver ya advirtió este antecedente.
Remonta el declive occidental al final de la Edad Media, cuando el nominalismo
de Guillermo de Ockham comenzó a socavar a las viejas
autoridades y puso a la subjetividad individualista al mando. José
Ortega y Gasset coincide en el diagnóstico: «La desrealización
progresiva del mundo había comenzado con el pensamiento renacentista» y de ahí
hace descender, muy perspicazmente, la deshumanización.
El rechazo o la recepción del Aristóteles, adalid
arquetípico de la realidad y del sentido común, podría servir de piedra de
toque para situar las posiciones intelectuales del Waterloo actual, más allá de
los colores políticos, de las afiliaciones religiosas, de las diferencias
generacionales, de los concretos ámbitos de estudio o de las diversas
nacionalidades. La defensa aristotélica de la justicia de Michael Sandel
resulta un caso de manual, pero también la conciencia con que Raymond
Aron arranca del Estagirita o el énfasis que pone Rémi
Brague en la importancia de la herencia griega para
Europa. Más sistemáticamente aristotélicos son Robert Spaemann y Alasdair
MacIntyre.
Con todo, no es imprescindible remontarse a la Grecia
clásica para identificar a los antipostmodernos. Un criterio más inmediato
ofrece de nuevo el paralelismo con Antoine Compagnon. Para él, los antimodernos
fueron aquellos que se enfrentaron abiertamente a la Revolución Francesa y a
sus consecuencias teóricas y políticas. Para nosotros, los antipostmodernos son
quienes reaccionan ante el Mayo del 68, sus precedentes intelectuales y sus
corolarios prácticos.
Roger Scruton ha reconocido que su posicionamiento
filosófico nace del rechazo que le produjo asistir al Mayo francés. Luego lo ha
argumentado sistemáticamente en un ensayo sobre los postmodernistas titulado
nada menos que Bobos, fraudes y agitadores (2015). Augusto del
Noce (Agonía de la sociedad opulenta, 1979) también mantiene posiciones
muy críticas. Otros nombres indispensables: Marcello Pera, Václav
Havel, Olavo de Carvalho, el Aquilino Duque de El suicidio de la
modernidad (1984) y de El cansancio de ser libres (1992),
Dalmacio Negro, Pierre Manent, E.D. Hirsch, Ignacio Sánchez Cámara… Cada cual
con sus características generacionales, ideológicas o estilísticas, pero todos
sosteniendo los derechos y deberes de la realidad frente los cantos de la
sirena utópica. Resulta muy clarificadora la Declaración de París (2017),
manifiesto antipostmoderno, tanto por la nómina de sus firmantes como por el
índice temático que se adivina tras sus postulados.
Más apartados de la melé, hay otras tres
figuras imprescindibles. La del colombiano Nicolás
Gómez Dávila, que arrebata la exclusividad de Nietzsche a los
pensadores postmodernos. Con sus acerados aforismos, hace una poderosa enmienda
a la modernidad. Joseph Ratzinger no necesita presentación. Desde la filosofía,
ha hecho una aguda crítica al relativismo, siempre abierto al diálogo enriquecedor
con quienes piensan de otro modo, como su ejemplar debate con Jürgen Habermas.
Otro indispensable es el antropólogo francés René Girard, de formación
académica estructuralista, que evolucionó hasta crear una fecunda escuela
filosófica de hondas raíces humanísticas, implacable con los divertimentos del
deconstructivismo.
La nómina está muy abierta; y hay que añadirle todavía
dos aberturas más. Una, por arriba, pues los antipostmodernos traen al presente
(por su amor a la tradición y su respeto a la autoridad intelectual) a sus
maestros. Además de los grandes filósofos (el ejemplo moral de Sócrates,
Aristóteles, Tomás de Aquino, la Escuela de Salamanca) y los antimodernos (Burke,
Tocqueville, Balmes, Newman), reivindican también a inmediatos
predecesores. Podemos citar a Jan Patocka, Leo Strauss, Hannah Arendt, Romano
Guardini, Jean Guitton, el T. S. Eliot ensayista, C. S. Lewis, el Wittgenstein
de Culture and Value, Leonardo Castellani, Martin Mosebach, Julián
Marías, etc.
El caso más paradigmático es el escritor inglés G. K.
Chesterton, cuya envergadura como pensador, a pesar de que él nunca se tuvo más
que como un «alegre periodista», no deja de crecer y ensancharse de forma muy
transversal, rebasando los más ideológicos compartimentos estancos. Es natural:
fue un pionero del sentido común y un fustigador infatigable del nihilismo, de
las abstracciones y del complejo de superioridad de las elites intelectuales.
La segunda apertura ha de ser por la base. No cabe
olvidar a los escritores (Compagnon afirma que la antimodernidad perdió la
política, pero ganó la literatura) y artistas. Es una consecuencia directa de
la defensa del sentido común y la atención a las cuestiones tangibles de la
realidad. Cuando Miriam Moreno habla de Otra Modernidad (2018)
en su estudio sobre el pintor Ramón Gaya apunta a esta otra relación más carnal
con la vida. El mismo Gaya publicó en 1996 un manifiesto titulado
cáusticamente Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica).
Roger Scruton ha explicado en Conservadurismo (2018) cómo «los
mejores intelectuales conservadores han dedicado parte de su atención a la
naturaleza del arte y a los mensajes que contiene”.
La primera publicación importante de Burke, por
ejemplo, fue un tratado sobre las ideas de lo sublime y la belleza. Las Lecciones
sobre la estética de Hegel son la cumbre de su contribución al
pensamiento del siglo XIX, y muchos conservadores culturales fueron también
autores destacados, en verso y prosa: Chateaubriand, por ejemplo, o
Coleridge, Ruskin y Eliot. Si se desea comprender totalmente lo que estaba
en juego en Austria durante el debate acerca del orden espontáneo, no se
deberían estudiar sólo los escritos de Hayek y su escuela. Igual de relevantes,
a su manera, fueron las sinfonías de Mahler, los poemas de Rilke y las
óperas de Hofmannsthal y Strauss».
La abundancia de escritores antipostmodernos se
explica, además, por la defensa del lenguaje y de la literatura sin deconstruir
que está en el corazón de la resistencia a la postmodernidad. Más allá de los
celebérrimos Michel Houellebecq o Cormac McCarthy, sin salir de
España, hay novelistas como el marqués de Tamarón (muy pendiente, como
ensayista, de las vicisitudes del lenguaje, por cierto) y poetas
manifiestamente antipostmodernos como Luis Alberto de Cuenca o Miguel d’Ors,
por citar apenas dos casos de contrastada calidad y fecunda influencia en las
siguientes promociones.
¿La explosión actual?
El debate intelectual se ha enardecido en los últimos
años. Se percibe en la nueva relevancia de autores de dilatada trayectoria como
Rémi Brague o Chantal Desol; y, sobre todo, en la repentina aparición de
figuras como Jordan B. Peterson, Camille Piglia, Ben
Saphiro, Anthony Esolen, Eric Zammour, Fabrice Hadjadj, Jean-Claude Michéa
o Ayaan Hirsi. Cada cual tiene su nítido perfil, pero todos gozan
de una capacidad real de crear opinión.
Múltiples factores propician tanta vitalidad. A
la contra: la recuperación dialéctica del marxismo cultural y gramsciano,
el auge de los movimientos identitarios y la paulatina expansión popular de un
ecléctico discurso postmoderno imperante. Esto ha hecho, paradójicamente, que
la controversia resulte más excitante. Tanto, que ha alcanzado gran
trascendencia pública y directamente política. A nadie escapa, aunque no entre
dentro de los límites de este artículo, la influencia del antipostmodernismo en
la agenda política de Donald Trump o en la victoria electoral de Jair
Bolsonaro, admirador confeso del filósofo Olavo de Carvalho. En Europa del Este
los intelectuales y poetas que se opusieron al marxismo y al globalismo
tuvieron y tienen un gran eco público.
A favor: las redes sociales son una perfecta
plataforma para los mensajes inconformistas y un instrumento de la libertad de
expresión, incontrolable por ningún poder oficial o económico. Como estudia el
profesor de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Navarra, Alberto
Nahum García (y que haya un académico estudiando este fenómeno tan actual da
otra medida de su peso), destacan Youtube, los podcasts de figuras mediáticas, los
vídeos de Prager University y la página de McManus (Postmodern Conservatism),
entre otros. Estos medios conviven (y se complementan) con revistas más
convencionales. pero igualmente influyentes, como First Things, Radical
Orthodoxy, Causeur, American Affaires, Quillette. The Spectator o The
Imaginative Conservative. La proliferación de pequeñas editoriales
independientes no debería echarse en saco roto. Sólo en España tenemos Homo
Legens, El Buey Mudo, Nuevo Inicio, Ciudadela, Los papeles del Sitio…
No todo es inmediato debate mediático. Un discípulo de
Raymond Aron, Daniel J. Mahoney, ha escrito el
inquietante The Idol of our Age (2018), un ensayo de máxima
actualidad desde el que entender muy bien el estado de la cuestión y
sus corolarios tal y como se sugieren aquí. La importante escuela de
pensamiento político de Leo Strauss tiene en Gregorio Luri un influyente
continuador hispánico, que ha publicado una práctica guía para perplejos
antipostmodernos españoles: La imaginación conservadora (2019).
Para no perdernos entre tantos nombres, terminaré
volviendo a la tesis básica de este análisis. Incluso el más radical y actual
de los debates antipostmodernos puede enfocarse y entenderse, como todos, desde
la cuestión esencial del ser o el no ser.
Nada más iconoclasta que quienes se plantean los
límites y carencias de la democracia: Bryan Caplan y su libro El
mito del votante racional (2007), o el chileno Axel Kaiser y su La
tiranía de la igualdad (2015), o Jason Brennan y su Contra la
democracia (2016). ¿Sus motivos? Que la dictadura china ha conseguido
niveles de bienestar y de progreso científico y académico que antes sólo se
consideraban posibles en una democracia; la evidencia de que las democracias
parecen incapaces de defenderse de quienes se aprovechan de ellas para
dinamitarlas desde dentro; o la incongruencia de que el socialismo continúa
vivo a pesar de haber fracasado donde se aplicó.
Lo fundamental, sin embargo, no son los motivos, sino
las razones, que confluyen, de nuevo, en nuestro dilema esencial. ¿Son o no son
el ser humano, la sociedad, el Derecho, el mercado y las relaciones
internacionales un libro en blanco donde la democracia puede decidirlo todo con
soberanía absoluta o hay una realidad preexistente que o respetamos o nos
atenernos a las consecuencias? El antipostmodernismo siempre será —en sus mil
frentes abiertos, con sus innumerables matices, a través de sus muy diversos
pensadores— una vuelta al realismo, a los principios de no
contradicción y de causalidad y a la responsabilidad personal.
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