La Vanguardia 30-03-2020
Sostiene Blaise Pascal en su pensamiento más célebre que la
infelicidad humana es el resultado de nuestra incapacidad para quedarnos
quietos en la habitación. Este pensamiento forma parte de una reflexión más
amplia sobre el pánico que provoca en nosotros el aburrimiento. Si nos
implicamos en tantas aventuras personales, profesionales o sociales es porque
no soportamos estar solos. Guerras, ambiciones y pasiones humanas responden,
según Pascal, a la imposibilidad de permanecer quietos en casa. Al miedo de
encontrarnos con un yo que nos mira fijamente. Por ello, continúa Pascal,
siempre que tenemos un rato de ocio, corremos a rellenarlo con distracciones.
Desde el primer día que nos obligaron a clausurarnos en casa, nadie ha
tenido tiempo de estar solo. No sólo porque compartimos el pequeño espacio con
familiares, sino, fundamentalmente, porque, desde el primer momento, nos llegaron
tantas propuestas de entretenimiento que ya no queda tiempo para el
aburrimiento. Gimnasia, series televisivas, lectura, juegos de mesa, cocina,
teatro, música o humor en directo, sin olvidar el teletrabajo, las
conversaciones profesionales, las llamadas de amigos, los vídeos con que somos
diariamente bombardeados, las bromas, los discursos, la información continua a
través de todos los medios posibles, y, naturalmente, las ardientes redes
sociales.
La ola de activismo frenético es tan alta que, alarmados, unos psicólogos y
pedagogos han tenido que recordar que el aburrimiento es la base de la
creatividad. Si los niños no se aburren, no conseguirán imaginar, fabular,
inventar. Si los niños en casa tienen demasiado que hacer, sentir o ver, si
están siempre agobiados por teléfonos, cuentos, televisión, música, deberes y
juegos, es imposible que aprendan a estar atentos. Vale también para los
adultos: sin aburrimiento no hay imaginación. Sin límites no hay orden. Y sin
limitaciones no hay atención.
Las palabras limitación y confinamiento parecen
hermanas. Sólo lo parecen. El confinamiento implica un límite físico; pero en
el mundo actual disponemos de un instrumento que permite una infinita movilidad
virtual: la conexión a internet. A través de internet y a pesar del
confinamiento, una parte del mundo laboral sigue activa. Compañeros de trabajo
colaboran mediante chats y videorreuniones. Se han vaciado los aeropuertos y
las estaciones, pero las relaciones internacionales persisten con naturalidad.
Este diario, por ejemplo, lo elaboran los periodistas desde su casa. Desde
todos los rincones del planeta, médicos y científicos comparten las
investigaciones sobre posibles remedios a la Covid-19.
Este maravilloso instrumento de relación virtual ha dado un gran salto, en
estos días de confinamiento. Pero también nos ha atrapado un poquito más. La
dependencia de internet es total. Los chinos y los coreanos han usado internet
para perseguir y acotar los focos infecciosos. Hasta ahora se podía practicar
el sexo, la amistad y el trabajo por internet, ahora también la salud será
monitorizada. Puede haber sido el paso definitivo. Si en nombre del bien común
nos han enclaustrado en casa, en nombre del bien común también pueden controlar
lo que comemos, si hacemos o no deporte, si hemos abusado del vino en la cena o
si tenemos la presión alta.
En un mundo incierto y superpoblado, en un mundo en el que, como estamos
viendo estos días, hay siempre un alto riesgo de catástrofe, parecerá cada vez
más necesario controlarlo todo, empezando por nuestra privacidad. Lo que antes
formaba parte de la intimidad y la libre elección será monitorizado por
internet. La vida personal queda atrapada como una mosca en los hilos virtuales
de la araña de internet, un instrumento tan maravilloso como tiránico. Internet
nació como instrumento y culminará como tiranía.
Uno de los consuelos de estos días tan extraños es la formidable corriente
de solidaridad que recorre el país, el sacrificio abnegado de tantos
trabajadores públicos y privados, el ejemplo admirable de los profesionales de
la medicina y la enfermería. Esta corriente tan preciosa hace pensar a muchos
que la lección del coronavirus nos ayudará a cambiar de vida: a aceptar los
límites, a vivir con lo esencial, a pensar más en el común que en los
caprichos. No lo creo.
No dudo de la bondad admirable ni de la vocación de servicio que abunda
entre nosotros. Pero para aprender la lección del coronavirus sería necesario
que la aceptación de los límites fuera el resultado de nuestra conciencia responsable,
no de la imposición del Estado. Cuando más intensa es la pandemia, cuando más
pánico inocula en nuestras sociedades, más claramente veo progresar el peligro
autoritario. La renuncia a la libertad personal en beneficio del común podría
ser un acto de generosidad racional, una demostración de autodominio, es decir,
de madurez. Pero tengo la impresión de que lo que progresa es la cobardía
cívica: una cesión de soberanía personal al Estado. Una infantilización del
ciudadano adulto, que renuncia a la libertad a cambio de protección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario