Crónica Global 26/03/2020
Nada pone tan de manifiesto la degradación del lenguaje
público como
una crisis mundial. Desde hace semanas, los periódicos,
las radios y las televisiones se han infectado de una retórica belicista, convirtiendo a los
médicos en generales y a los enfermeros en soldados, tratando a las personas
que mueren por complicaciones derivadas del contagio del virus como víctimas de
una gran batalla que todos estuviéramos librando contra el enemigo invisible.
Muchos
incluso proclaman que ha estallado la tercera guerra mundial, satisfechos
de poder pronunciar al fin un titular tan rotundo, original y ansiado. Otros
afirman casi emocionados que estamos viviendo “la guerra de nuestra generación”, como si haber vivido
setenta años en paz fuera una anomalía que finalmente
estuviera siendo subsanada. Nadie, por supuesto, pone en duda la gravedad de la
situación y la necesidad de concienciar a la gente de la importancia de su
responsabilidad individual, sobre todo en los países donde rige la democracia, pero hablar de guerra
supone inflamar el lenguaje de un modo innecesario y peligroso,
puesto que las palabras suelen alumbrar aquello que incuban.
En
las presentes circunstancias, lo último que deberíamos hacer, sobre todo
aquellos que trabajamos con el lenguaje, es tocar los tambores de guerra,
desviando la atención de algo que tiene un nombre propio --pandemia-- y que
requiere un tratamiento informativo y analítico particular, racional y
cauteloso. La imaginación pública parece infestada por un empacho de películas,
series y otras depauperadas formas de representación con
las que se pretende reducir a la población mundial a la condición de
espectadores infantiles de una idea cada vez más simple del peligro y el
horror.
La
analogía con los nazis y el recuerdo exaltado de los discursos de Churchill es ya
un tópico para tratar de animar a la ciudadanía, como si
no fuéramos lo suficientemente adultos para saber distinguir entre una guerra
contra el totalitarismo y una emergencia sanitaria de consecuencias todavía muy
difíciles de aventurar.
Como
ha estudiado Adán Kovacsics en su excelente
ensayo Guerra
y lenguaje (2007), la Primera Guerra Mundial fue
también la consecuencia de una movilización de las palabras, que el gobierno
austríaco puso a trabajar a favor de la propaganda bélica, tratando de crear
una masa compacta a su servicio y banalizando la muerte hasta extremos
insoportables. No sólo los periodistas, sino también los poetas, los
dramaturgos y los novelistas contribuyeron al bombardeo de tópicos, loas y
soflamas con que se arrasó el pensamiento y se acabó provocando una matanza en
la que además se experimentó con nuevas armas químicas.
Algunos
llevaban décadas codiciando una guerra de caballeros sin saber que les esperaba
el infierno de las trincheras y los obuses. Frente a ello, en los
primeros meses de la guerra, Karl
Kraus, el gran polemista y editor de la revista Die Fackel, que
prácticamente escribía él solo, de pronto calló, oponiendo a aquella cháchara
toda la fuerza moral de un silencio que sólo rompió para justificarlo
públicamente. El 19 de noviembre de 1914, en el Konzerthaus de Viena, Kraus
pronunció un discurso impresionante, como todos los suyos. Se tituló En esta gran época, una
frase que aquellos días no dejaban de repetir todos los periódicos, un
eufemismo para referirse a la guerra y el honor que suponía participar en ella:
“En
esta gran época que conocí cuando era aún pequeña; que volverá a empequeñecer
si le queda tiempo para ello [...]; en esta época seria que se moría de risa ante la
posibilidad de volverse seria; que, sorprendida por su
tragedia, trata de divertirse y que, pillándose en flagrante, busca las
palabras; en esta época ruidosa que retumba por la horrenda sinfonía de los
actos que generan informaciones y de las informaciones que provocan actos: en
esta época no esperen ustedes de mí ni una palabra propia. Ninguna salvo esta,
a la que el silencio resguarda aún de falsas interpretaciones. Demasiado hondo
se asienta en mí el respeto a la [...] subordinación del lenguaje a la
desdicha. En los reinos de la falta de imaginación, donde el ser humano muere
de inanición anímica sin llegar a sentir el hambre del alma, donde las plumas
se sumergen en sangre y las espadas en tinta, resulta obligado hacer
aquello que no se piensa, pero aquello que sólo se piensa resulta inefable.
No esperen ustedes de mí una palabra propia. Tampoco sabría decir una nueva;
porque es muy grande el ruido en el cuarto en el que uno escribe, y no hemos de
decidir ahora si proviene de animales o de niños o solamente de morteros. Quien alienta las
acciones, profana la palabra y la acción y es doblemente despreciable.
La vocación a ello no se ha extinguido. Los que ahora nada tienen que decir,
porque la acción tiene la palabra, siguen hablando. Quien tenga algo que decir,
¡que dé un paso adelante y calle!”
Muchos
años más tarde, en 1976, Elias
Canetti, que en su juventud se había formado
bajo el hechizo verbal de Kraus, pronunció en Múnich un discurso titulado La profesión de escritor en
el que recordaba cómo le había indignado, en agosto de 1939, la frase de cierto
escritor ya olvidado que decía: “Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad
fuera escritor debería poder impedir la guerra”. Al principio, Canetti consideró
aquella afirmación vanidosa y ridícula, pero luego ya no podía
quitársela de la cabeza, hasta que terminó por concluir que aquel hombre tenía
toda la razón:
“Cabría
recordar aquí que también fueron ciertas palabras, una serie de palabras recurrentes
empleadas en forma consciente y abusiva, las que
causaron esa situación de inevitabilidad de la guerra. Si eso pueden provocar
las palabras, ¿por qué no pueden impedir otro tanto? No es extraño que quien
frecuenta las palabras más que otros también espere más de sus efectos que otra
gente”.
Como solía recordar Ferlosio glosando a
Homero, el hierro atrae al hombre. El espíritu agonístico es uno de
los principales rasgos de nuestra condición y, en cuanto se presenta la
oportunidad, nos apresuramos a ponernos en posición de ataque, deslumbrados,
como Aquiles, por el filo de la espada que asoma entre los vestidos de Ulises.
Se habla de guerra estos días por el horror
vacui que está produciendo la pandemia. Nadie sabe cómo va a
evolucionar ni qué consecuencias va a tener. Tampoco
hay aún un consenso científico acerca de la enfermedad, sobre cuáles son sus
orígenes y sobre cómo va a comportarse en los próximos meses. Ante ese mar de
incertidumbre, la imaginería bélica se convierte en una manera de construir un
sentido colectivo que pueda incluso aliviar el dolor por la muerte de tantos
conciudadanos, convirtiéndoles en las inevitables bajas que causa toda guerra y
arrullando la mente en la indiferencia. De la misma manera, se despoja de su
dignidad laboral a los profesionales de la medicina apelando a su sacrificio por la empresa
común contra el enemigo de rostro oculto.
Como
no hay guerra sin patria, la retórica belicista ha venido acompañada de un resurgir
del nacionalismo en todo el mundo. La Unión Europea vuelve a
levantar fronteras. Trump llama a guerrear contra el virus chino. Torra exige
el confinamiento de Cataluña para conseguir al menos una independencia vírica, mientras algunas voces soberanistas ya han
asegurado que con una república habría menos muertos catalanes. Es la misma
miseria moral que anima a Ponsatí y Puigdemont a celebrar los muertos madrileños. Con el deporte
suspendido, el agón pugna
por aparecer con toda su épica barata o abyecta, dependiendo de quien la
promueva. El nacionalismo es una perpetua movilización del alma que
aprovecha cualquier circunstancia para agitar su bandera.
Pero
quizá la razón más poderosa para denunciar la generalización del lenguaje
belicista estriba en atreverse a detectar el consentimiento de muerte que
entraña. “Algún día”, escribió Canetti, “resultará evidente que con cada muerte
los hombres se hacen peores”. En estos días negros, mientras aguzamos
el oído en el compás de espera de la vacuna, son muchos los interrogantes
científicos y filosóficos que, como ciudadanos y como especie, se nos están
despertando, pero, antes que nada, toda nuestra fuerza debería estar dedicada a pronunciar el
más rotundo, vibrante y atronador sí a la vida, contra
las guerras, las enfermedades y la muerte.
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