Jardín de citas: "...que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero despreocupado de ella, y aún más de mi jardín imperfecto". Michel de Montaigne
martes, 28 de abril de 2020
sábado, 25 de abril de 2020
jueves, 23 de abril de 2020
miércoles, 22 de abril de 2020
Parece una guerra
Esto no es una
guerra, pero lo parece. La retórica belicista tiene efectos terriblemente
injustos, como los que ya advertía Susan Sontag, tan citada estos días, cuando
alertaba de que "el efecto de la imaginería militar en la manera de pensar
las enfermedades y la salud está lejos de ser inocuo. Moviliza y describe mucho
más de la cuenta y contribuye activamente a estigmatizar a los enfermos".
La pretensión de que si nos mantenemos unidos y joviales y cantamos y
aplaudimos y hacemos deporte en casa y comemos sanos venceremos al virus sirve
tanto para acallar las críticas como para culpabilizar al enfermo. A estas
alturas, pero ya desde que empezó el confinamiento y más aún desde que el
Gobierno decretó que las mascarillas son útiles si se usan bien, todo enfermo
es culpable de su suerte.
Por haber salido sin mascarilla, por habérsela puesto mal, por habérsela sacado
mal, por haberla usado demasiado, por haberla lavado en frío... El enfermo es
culpable. Y el muerto, héroe. Y lo importante es que ambos callan, aunque por
motivos distintos, y que en una y otra situación dejan de ser víctimas, aún
colaterales, de la negligencia gubernamental. El Gobierno puede apropiarse
tranquilamente de la heroicidad ciudadana y puede incluso salvar al
irresponsable, y así cada día es menos culpable de los muertos y más
responsable de los curados. Poco a poco crece nuestra deuda con el bondadoso
líder y poco a poco el porco
goberno vuelve a ser la queja, tragicómica, de quienes adjudican a la
política unas culpas que no le corresponden.
No es una guerra, pero
lo parece. Porque cuando las cosas se ponen feas de verdad, las críticas
morales más básicas, más fundamentales y radicales, parece que ya no puedan
hacerse honestamente. En tiempos de paz, y bien lo saben en este Gobierno, porque
lo habían hecho en muchísimas ocasiones, uno puede llamar asesino a sus
gobernantes y ninguna indignación será nunca suficiente para acompañar tamaña
acusación. Pero, ¿en tiempos de guerra? En tiempos de guerra llamar asesino al
Gobierno es a la vez absurdo y desleal y en tiempos de guerra algo tan terrible
como el triaje hospitalario no es sólo una necesidad sino un imperativo moral.
Precisamente porque toda vida vale lo mismo, es imperativo sacrificar una vida
cuando con ello puedes salvar algunas más. Y aunque valgan igual, ¿cómo
criticar que se ponga un precio a la vida humana? ¿Que se calculen los costes y
beneficios de reactivar la economía? En momentos como estos, el Gobierno no le
pone un precio a la vida; lo descubre. Y descubre y descubrimos con ello su más
alta responsabilidad, porque no hay nada peor que vender una vida demasiado
barata. Por eso no podemos olvidar que parar la economía también mata. Que la
pobreza mata, que la soledad mata, que la depresión mata y que mata también
esta desglobalización que nos espera y a la que tantos abrazan ahora como niños
a una madre en mitad de la tormenta. El repliegue nacional que
viene y que quiere ponernos a plantar aguacates y a fabricar mascarillas
también mata. Todas estas políticas tienen un coste en vidas humanas. Y es un
coste especialmente alto entre los más pobres de los países más necesitados,
precisamente, de globalización. Y aunque a nadie le guste hacer estos cálculos,
hay que recordar que también el 8-M también fue un
cálculo de vidas y muertes mientras se pudo decir que el machismo
mataba más que el virus.
El del 8-M es un cálculo
especialmente difícil, porque tiñe de cinismo incluso la única posible defensa
que tenía el retraso del Gobierno en decretar medidas de distanciamiento social
y el posterior confinamiento: el respeto a las libertades ciudadanas más
básicas. Es una defensa que ahora sería chiste, pero que hubiese servido
entonces para excusar las inacciones del Gobierno y que serviría ahora para
mostrar de qué forma (¿exponencial?) crece la represión en un país democrático:
muy lento, primero, y de golpe después. Seguro que hay algún gráfico que lo
ilustre, pero ningún gráfico explicará tan bien la deriva totalitaria de este
Gobierno como lo ha hecho durante años el propio Pablo Iglesias. Porque Podemos
es un partido ideado para provocar y aprovechar las situaciones excepcionales
como las presentes para imponer un programa que se ha escrito, filmado y
retuiteado hasta la náusea. Y por eso es tan peligroso tenerlo en el poder en
momentos como estos. Podemos no es un partido totalitario, claro, pero quiere
acabar con los medios privados de comunicación. No es totalitario, pero quiere
erradicar a una derecha cada vez más extrema y cada vez más extensa de la vida
pública de este país. No es totalitario pero quiere el control total de los
precios, de las redes y de quienes y cuándo y cómo pueden salir por la calle,
salir por la tele, trabajar o recibir una prestación social. No es totalitario,
pero todo problema lo soluciona con el mismo y conocido recetario: control de
precios, control de movimientos y comunicaciones, tabula rasa del
sistema y creación del hombre nuevo (o "reencarnación colectiva de nuestra
especie", en palabros del genial ministro Castells).
Esto tampoco se podía
saber, y es una pena que el insomne Sánchez lo olvidase tras las elecciones y
duerma hoy, plácidamente a su lado, el sueño de los justos. Pero sirve al menos
para entender la extensión de la hipocresía, el autoritarismo y, sobre todo,
de la mentira sistemática que vemos estos días. Porque la mayor virtud
de Sánchez siempre ha sido la de no engañar a nadie. Todo el
mundo sabía que pactaría el Gobierno con Podemos y los nacionalistas y todo el
mundo sabe ahora que miente cada vez que abre el recetario. Todo el mundo.
Hasta su propio Gobierno, porque la función primordial de su mentira no es
engañar a la gente sino darle una excusa. Ellos hacen ver que mienten y los
suyos hacen ver que les creen para poder seguir votando lo que quieren sin
asumir como propias las responsabilidades que en democracia conlleva el voto;
las terribles responsabilidades que hoy conlleva su gestión.
No es una guerra, pero
lo parece. Y en una guerra, la crítica que merece el Gobierno toma la clásica
dimensión del asesinato como una de las nobles artes: la muerte por
negligencia ya es mucho más aceptable que la persecución de los bulos. No es
una gran noticia, pero puede ser una pequeña esperanza.
Ferran Caballero es profesor de Filosofía,
articulista y autor de Maquiavelo para el siglo XXI (Ariel).
martes, 21 de abril de 2020
Hace 110
Samuel Langhorne Clemens (Florida, Misuri, 30 de noviembre de 1835 - Redding, Connecticut, 21 de abril de 1910), mejor conocido bajo su seudónimo de Mark Twain

• Nunca he
permitido que la escuela entorpeciese mi educación.
•
El cielo se gana por favores. Si fuera por méritos, usted se quedaría
fuera y su perro entraría.
• Suelen
hacer falta tres semanas para un discurso improvisado.
• Y así
va el mundo. Hay veces en que deseo sinceramente que Noé y su comitiva
hubiesen perdido el barco.
•
Sé virtuoso y te tendrán por excéntrico.
• Nada
necesita tanto una reforma como las costumbres ajenas.
• En dos
ocasiones no debería jugar el hombre: cuando no tiene dinero y cuando
lo tiene.
• La
buena educación consiste en esconder lo bueno que pensamos de
nosotros y lo malo que pensamos de los demás.
• Un
hombre con una idea nueva es un loco hasta que la idea triunfa.
•
El paraíso lo prefiero por el clima; el infierno, por la
compañía.
• Cuando
yo tenía catorce años, mi padre era tan ignorante que no podía
soportarle. Pero cuando cumplí los veintiuno, me parecía increíble lo mucho que
mi padre había aprendido en siete años.
•
Un banquero es un señor que nos presta un paraguas cuando hace sol y
nos lo exige cuando empieza a llover.
• He
descubierto que no hay forma más segura de saber si amas u odias a alguien que
hacer un viaje con él.
• Cada vez
que se encuentre usted del lado de la mayoría, es tiempo de hacer una
pausa y reflexionar.
• Dejar
de fumar es fácil. Yo ya lo he dejado unas cien veces.
• La
diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta es la misma
que entre el rayo y la luciérnaga.
• Recogéis
a un perro que anda medio muerto de hambre, lo engordáis y no os
morderá. Esa es la diferencia más notable que hay entre un perro y un hombre.
• ¿Por qué
nos alegramos en las bodas y lloramos en los funerales? Porque
no somos la persona involucrada.
En defensa de la esfera pública
Hace ya más de 200 años que
Kant escribió sobre los límites de la libertad de pensamiento, aclarando que
esta última no debe ser confundida con las solitarias certezas privadas,
presuntamente inalienables, ya que pensar libremente no es otra cosa que poder
comunicar libremente a los demás lo que pensamos: no sabemos siquiera si un
argumento es verdaderamente sostenible hasta que lo exponemos en público a la
crítica de otros. De modo que es eso lo que está en juego en lo que solemos
llamar libertad de expresión.
Kant señalaba que
el ministro de una iglesia, el funcionario del Estado, el soldado que está
sometido a la disciplina militar o el contribuyente —y quizá podríamos añadir:
el militante de un partido político— no pueden esgrimir sus críticas hacia las
normas que les obligan como motivo para desobedecerlas. Pero —añadía— todos
ellos pueden, en cuanto partícipes de la sociedad civil, ejercer su
independencia intelectual y dar a conocer libremente su pensamiento, sin
importar cuánto choque con las normas de su actividad privada, gracias a la
existencia de una esfera pública, una de cuyas funciones es justamente el
examen crítico de esos entramados de poder a la mera luz de la razón común.
Esta distinción tan razonable
entre el uso privado y el uso público de la razón funciona solamente a
condición de que exista realmente eso que acabo de llamar “esfera pública”, lo
que parece innegable en las democracias consolidadas, en las que la libertad de
expresión está garantizada en el ordenamiento jurídico. Pero algo le está
pasando a la esfera pública de nuestra sociedad, algo que, de hecho, no de
derecho, restringe la libertad de pensamiento y la independencia intelectual.
Yo —espero no ser el único— lo percibo día tras día en mi actividad pública, en
mi trabajo como profesor y hasta en la conversación informal con amigos y
conocidos. Y la dificultad para explicar públicamente qué es ese algo forma parte
de la merma de libertad a la que me refiero.
Para que la esfera pública
pueda ser un espacio de crítica libre de los usos privados es preciso que
disponga de un margen de autonomía con respecto a esos usos, y ese margen se
reduce paulatinamente cuando, como sucede en nuestros días, los intereses
privados de los citados entramados de poder —iglesias, empresas, partidos
políticos o movimientos sociales— invaden dicha esfera y la someten
solapadamente a sus restricciones, disminuyendo así el espacio donde se puede
hablar y pensar libremente. Son ejemplos de esta restricción fáctica de la
libertad de pensamiento todos aquellos casos (tan abundantes que cada cual
podrá escoger los que le sean más familiares) en los cuales resulta imposible
exponer una opinión crítica a propósito de esas instituciones sin ser
inmediatamente estigmatizado como representante de los intereses privados de
alguna otra iglesia, empresa, partido o movimiento que rivalice con la
institución criticada.
Y esto significa,
hablando en plata, que ya no concebimos la posibilidad de que las opiniones
sean otra cosa que expresión de intereses particulares o locales, es decir, que
hemos perdido de vista la mera posibilidad de pensar y hablar en función del
interés público, porque al parecer pocos piensan que pueda existir tal cosa, y
aún menos que pueda ser tal interés el que presida las decisiones judiciales,
gubernamentales o legislativas, ya que la mayoría concibe la sociedad como una
concurrencia encarnizada entre intereses privados en la que se trata únicamente
de elegir el bando que más convenga y comenzar a partir de ese momento a
excogitar y a bramar mediante las consignas previamente cocinadas que a tal
efecto han dispuesto los respectivos fabricantes de argumentarios. Entre otros
muchos ejemplos, las últimas elecciones generales del Reino Unido son un
exponente de ello: el voto se concentra en los extremos
populistas-nacionalistas, en donde se aglutinan los mensajes más simplones y
más llamativos y las opciones más descabelladas, y quienes permanecen en el
centro acaban desapareciendo del mapa, después de ser tildados de peligrosos
extremistas.
Walter Benjamin escribió en
cierta ocasión: “La libertad de la conversación se está perdiendo. Así como
antes era obvio y natural interesarse por el interlocutor, ese interés se
sustituye ahora por preguntas sobre el precio de sus zapatos o de su paraguas”.
Para adaptar a nuestros días esta observación habría que decir que, ahora, ese
interés se reduce a la pregunta por el bando particular al que está apuntado
cada cual. De manera que, mientras que la posibilidad de denostar al contrario
en la esfera pública está muy bien vista e incluso incentivada, cualquier
atisbo de crítica no sectaria, o que simplemente no esté concebida en términos
de denigración de alguno de los bandos en liza, ha de hacerse, si acaso, en
privado, en voz baja y tras cerciorarse de que no habrá filtraciones. Con lo
que hemos llegado a la asombrosa paradoja, ilustrada a la perfección por el
permanente estado de negociación y desgobierno de la política española, de que
la esfera pública está llena de vergonzosas disputas entre intereses
particulares, que obscenamente se anteponen al interés público, mientras que
cualquier argumentación en términos de interés público queda reservada al
cuchicheo más privado que pueda concebirse, pues expresarla públicamente puede
tener consecuencias nefastas para la reputación, el empleo o el porvenir de
quien la profiera. Sin duda, la libertad de conversación se está perdiendo.
Es habitual
acusar de este deterioro a las tecnologías de la comunicación asociadas a
Internet y a las llamadas “redes sociales”. Y es cierto que a veces la mera
existencia del órgano crea la función, y que estos dispositivos se adaptan como
un guante a la exaltación de las privacidades y a la agrupación de sus usuarios
en manadas o fratrías de “amigos” y “seguidores” anónimos intensamente
dedicados a lanzar improperios a los enemigos mediante consignas
diseñadas ad hoc por
“desinteresados” community-managers. Pero no
podemos culpar de la crisis de la opinión pública a Cambridge Analytica, del
mismo modo que no son solo los big data los
responsables de los resultados electorales, ya que los votantes y los opinantes
son ciudadanos libres y mayores de edad. Y si, como seguía diciendo Kant,
eligen actuar como menores tutelados y renunciar a su libertad de pensamiento,
solo a ellos puede imputarse tal elección.
Lo preocupante comienza
cuando además pretenden imponer esa renuncia a todos los demás, incluidos los
que no participan en el carnaval de las identidades enfrentadas. Porque, entre
tantos bandos y banderas que hoy inundan las calles, el más injuriado de todos
es el de los que no pertenecen a ningún bando (al menos no hasta el punto de
dejar de pensar por sí mismos) y defienden la necesidad de la esfera pública
por el tan egoísta motivo de que no quieren perder su independencia intelectual
y su libertad de pensamiento. Y eso, por lo que parece, es pedir demasiado.
José Luis Pardo es escritor.
lunes, 20 de abril de 2020
Gregorio Luri
Los antiguos, y Aristóteles en primer lugar, diferenciaban varias formas de relacionarnos con el tiempo:
1. La "skholé": Es la relación activa con el tiempo libre. Hay que subrayar "libre", porque esta actividad es propia de la persona que tiene cubiertas sus necesidades corporales y se dedica a las actividades liberales, las del espíritu. Los mejores ejemplos de estas actividades serían la música, la lectura y, sobre todo, la teoría. De aquí deriva nuestra escuela.
2. La ocupación ("askholia", o negación de la "skholé): Es el conjunto de actividades con las que tenemos que acarrear para poder disponer de tiempo libre. Es el trabajo ("ponos") que nos permite comprar el descanso. Dice Aristóteles que vamos al trabajo como a la guerra, para conseguir la paz.
3. La recreación ("anapausis"), es el descanso del trabajador, el paréntesis en el que se recuperar fuerzas, el rato del bocadillo o del cortado, vamos.
4. El juego (paidia), que nos relaja, entretiene y divierte.
En nuestra relación con estas diferentes formas de gestionar el tiempo se acaba formando nuestros carácter ("ethos").
sábado, 18 de abril de 2020
viernes, 17 de abril de 2020
Cursilería y confinamiento
CRÓNICA GLOBAL17.04.2020

En el terreno
del pensamiento y la opinión el kitsch sirve para enmascarar la realidad de las
cosas con lo cual contribuye a aumentar la confusión y a demorar la posible
confrontación de los conflictos. Así, cuando un político dice que los
españoles “estamos en deuda con” el personal sanitario, o que “estamos
orgullosos” de nuestro Ejército, incurre en un kitsch patriótico que
sin duda le hará sentirse personalmente más bueno y representará un personaje
más humano, más empático. Pero la realidad es que en vez de “parole, parole,
parole” (Mina), o “words, words, words”, (“palabras… solo mentiras, señor”:
Hamlet), ese personal sanitario preferiría mejores herramientas
para hacer bien su trabajo o cobrarse esa deuda, en forma, por ejemplo, de paga
extra.
Hoy nos
abstendremos de mencionar ejemplos de la política, pródiga en ellos.
Mencionaremos algunos de la prensa en relación con el confinamiento, sin decir
nombres para que ninguno de los aludidos se sienta ofendido; pues no es ésa la
intención de este texto, sino dar una llamada de alerta contra el kitsch.
Por ejemplo,
cuando Jordi É. primero, y pocos días después el presidente de la Generalitat
–el kitsch salta las ideologías, no se enquista en una de ellas— dicen que
cuando se mueren los ancianos en las residencias “se nos muere la memoria”, la
frase puede parecer tierna y bonita, pero es un fraude muy molesto. En
primer lugar porque la frasecita supuestamente ingeniosa desplaza la cualidad
de perjudicado de las verdaderas víctimas hacia quienes no lo son: los
autores de la frasecita, para empezar, y luego sus lectores, que se sienten sin
duda agradecidos al poderse emocionar con su propia pérdida (¡de memoria!).
Siendo ésta
cursi, encima es mentira; la desnuda y cruda verdad es que cuando fallecen esos
ancianos en las residencias los que fallecen son ellos, y el drama es esa
muerte a menudo solitaria, y no otra cosa. En cuanto a “nuestra memoria”, la
triste verdad es que la mayor parte de las veces esos ancianos tienen la suya
bastante deteriorada, ya sea por efecto de la propia edad, de la senilidad o del
alzheimer, lamentables carencias que a menudo son las que determinan
precisamente su ingreso en las residencias.
Como en las
novelas cursis, el sentimentalismo del kitsch encuentra terreno fértil para
crecer y desarrollarse en las cuitas compasivas (de boquilla) sobre los
elementos más débiles de la sociedad, ancianos y niños. Cuando Dostoievski
o Dickens querían emocionar al lector y no disponían de muchas páginas
para irlo ablandando, en seguida ponían a una huerfanita a morirse de
tuberculosis, si era posible a la intemperie, y mejor bajo una nevada, y el
efecto era inmediato: páginas mojadas por las lágrimas. A ellos se les perdona
ese truco de tahúr porque lo compensan con obras maestras de la literatura,
pero no todos pueden decir lo mismo.
En este sentido
lamento que la profesora M. L. incurra de cuatro patas en el kitsch cuando
escribe su sentimental jeremiada La infancia confinada, y con ella
son cursis todos los que hacen del encierro de los niños un caso más grave que
el de los adolescentes, los jóvenes, los maduros o los ancianos. Mire,
profesora: lo que dice usted es cursi. La crisis del coronavirus no es un plato
de buen gusto para nadie; en concreto la “infancia confinada” puede pasar el
confinamiento relativamente bien, o puede sentirse como en una cárcel; también
la guerra puede ser un trauma para toda la vida o “las largas
vacaciones del 36”: depende de las circunstancias, de la didáctica que se
aplique a los niños y de la compañía en que se encuentren. Usted, que
en las redes sociales se pone como ejemplo porque sigue pagando a la asistenta
de su hogar aunque no ésta no puede ahora venir a limpiarle la casa (como hacen
tantos burgueses pero sin dar tres cuartos al pregonero) se merece, si no el
Diploma a la Gran Cursilería, sí un accésit.
Otro accésit
para los bocazas que piden que los demás se callen. Que cese la crítica. Que se
imponga el silencio, favorable a la reflexión. P. H., progresista, siempre tan
activa y combativa en prensa y en redes sociales, se queja de que “mientras
la ciudad calla, las redes gritan”. Lamenta que todos opinan pero nadie
escucha, todos “se repiten, se contradicen, se enredan y discuten” “Opinan,
opinan, opinan… Y solo generan ruido”... Ante tanto ruido “necesitamos espacios
de silencio que nos permitan parar, nos calmen y nos ayuden a pensar”. Ya. El
silencio es estupendo, desde luego, ¿quién va a estar en contra del silencio y
del pensamiento? Por ahí se mete en el bolsillo a los lectores. Pero ese
artículo, publicado en prensa y repicado por las redes sociales, ¿no
contribuye a ampliar lo que denuncia? ¿No consiste, precisamente, en más
ruido?
De su tesis,
tan extraña, se deduce que se puede hablar y hacer ruido sin tasa mientras no
haya un problema serio; pero cuando éste se presenta entonces lo que hay que
hacer es callarse. ¿Que pasa algo grave? ¡Silencio!
En nombre de la coherencia P.H. y tantos que como ella reclaman una
suspensión de la opinión y de la expresión (ajena) podrían aplicarse su propia
receta y dejar de publicar mensajes y artículos mientras dure el
confinamiento. Algunos se lo agradecerían, pero de verdad que la salud
pública no exige tanto sacrificio: porque lo cierto es que nadie está obligado
a escuchar ese “ruido” supuestamente tan dañino. Basta con desconectarse de los
altavoces y ese cacareo que tanto fastidia a la hipersensible P.H.
milagrosamente… se deja de oír.
miércoles, 15 de abril de 2020
La rabia como incentivo para la virtud
10 abril, 2020
Tsevan Rabtan La cuatro esquinas del mundo
Este blog, que tiene ya diez años,
cuenta con mil setecientas entradas. He escrito sobre todo tipo de cuestiones,
bien o mal, y con esos antecedentes, lo presumible habría sido que, desde el
confinamiento obligatorio, hubiera caído en una de esas hemorragias que me
invaden de cuando en cuando, agrediéndoles con un buen puñado de discursos. Me
han podido, sin embargo, la apatía y la certeza de que solo me gustaría leerme
precisamente sobre asuntos de los que no sé nada o sobre los que no cuento con
información fiable.
Como muchos españoles me he hecho
preguntas sobre la conducta del Gobierno. Me refiero a la gestión, no a la
propaganda, de la que hablaré luego. Creo firmemente que el Gobierno no hizo
caso a las alarmas que sonaban a todo trapo, tan cerca como en Italia, y,
sumido aún en la política preCovid, prefirió aplazar toda una semana, pensando
«qué más dará». Esa decisión debería pesarles a los dirigentes de los partidos
del Gobierno como una losa, porque promovieron y permitieron actos políticos de
los que querían sacar rédito político —y lo mismo hay que decir de los
dirigentes de Vox—, que eran aplazables sin consecuencia alguna.
Nunca olvidemos esto: eran actos que podían trasladarse sin coste material. Las
Fallas, las procesiones de Semana Santa, los partidos de fútbol (añadan aquí
cualquier otro evento masivo que genera riqueza) se han suspendido y esto
cuesta dinero. Aquellos actos políticos, salvo que caigamos en la estúpida
magia simpática que aparecía en las pancartas y en los eslóganes que afirmaban
que ir a la manifestación del 8 de marzo salvaría vidas de mujeres, se podían
mover sin consecuencias. La propaganda política se impuso a la prudencia y no
encuentro forma de olvidar a los que pudieron evitarlo y no lo hicieron.
Sin embargo, esa estupidez por la que
deberán pagar un precio político no es el motivo de que finalmente esté
escribiendo sobre la situación terrorífica que nos maniata. Lo hago para
exponer lo que creo espera un ciudadano medio y las consecuencias de que no lo
obtenga.
Un ciudadano espera que los que están al
mando acierten con las medidas, pero puede comprender los errores. Incluso los
errores producto de la imprevisión y la minimización del riesgo. Ya, en buena
teoría, elegimos a los gobernantes para que sean mejores, más sabios, más
prudentes, y les autorizamos a dotarse de medios que les permitan anticiparse a
las amenazas y diseñar buenas políticas. Esa es la teoría. Sin embargo, es
lugar común, sorprendentemente, que los políticos son peores que los ciudadanos
que los escogen. De hecho, habrá usted escuchado más de una vez —si es que no
lo ha dicho— que los políticos son un montón de vagos superficiales e
ignorantes, unos trepas que quieren vivir a nuestra costa y que si vota a este
o a aquel es solo porque los que votan otros ciudadanos son peores. Por
precisar, lo normal es escuchar que los ciudadanos somos mejores que los
políticos, salvo cuando juzgamos a los ciudadanos que votan a los políticos que
nos desagradan; aquellos también son idiotas que tienen suerte si saben atarse
los cordones de los zapatos. No estoy afirmando que sea cierto, sino que es una
opinión extendidísima.
Puesto que tantos opinan así de mal de
los políticos, no es extraño que estén psicológicamente preparados para admitir
un nivel bastante intenso de negligencia e incluso de corrupción. Si admiten lo
más, cómo no van a asumir lo menos: que meterán la pata, no preverán el peligro
y tomarán medidas tarde incluso aunque pongan todo su empeño en lo contrario.
Cuando hablamos de cosas sin importancia
—y lo son muchas que nos parecían trascendentales hace un mes— esa creencia
reptiliana es gratuita. El político puede contar con ella y dar por hecho que
no le pasará demasiada factura actuar como tal. Sin embargo, cuando hablamos de
la vida y la muerte, del pánico al futuro inmediato, de la destrucción masiva de
empresas y empleos, de la desaparición abrupta de decenas de miles de personas
con parejas, hijos y nietos, hermanos, amigos, que a falta de contacto tienen
que vivir un duelo brutal inundado por crueles visiones imaginadas de abandono
y soledad, los márgenes se estrechan irremediablemente.
La mayoría de los ciudadanos, en una
situación así, quizás perdonen los errores, pero difícilmente perdonarán que se
les trate como a imbéciles. Somos gregarios y, en momentos de crisis, contamos
con una enorme capacidad de movilización y sufrimiento, pero solo bajo un
liderazgo moral en el que podamos confiar. Los seres humanos han evolucionado
para detectar al tramposo y las sociedades humanas reflejan esta capacidad. De
hecho, sin ella, el altruismo, que se da tan a menudo que nos hemos
acostumbrado a no verlo, sería imposible. Solo una sociedad gravemente
fanatizada se somete a un liderazgo radicalmente corrupto: ¿lo es la sociedad
española? Yo creo que no.
¿Qué más diría un ciudadano medio? Que
no debería ser tiempo para tramposos y embusteros, pero tampoco para
oportunistas. La situación es de tal gravedad que hay que dar la patada a los
que creen que pueden aprovecharla para que avancen sus agendas políticas.
También afirmaría que no es tiempo para la palabrería. Democracia, unidad,
solidaridad, diálogo, responsabilidad, son hermosos términos prostituidos por
la propaganda. En épocas de bonanza podemos contemplar incluso con fascinación
a los políticos embarrados en un corral lleno de porquería mientras berrean sobre
lo mucho que les preocupan el bien común, la verdad y el destino de la nación.
En un momento como este mejor no uses esas palabras si no te vas a esforzar por
creer un poco en ellas y ponerlas en práctica.
Un ejemplo evidente de esto es el de las
llamadas a la unidad. Solo puede pedirse unidad si reclamas del otro que se una
no a lo que tú has decidido, sino a la discusión previa. Solo cabe unidad en un
sentido profundo del término si permites que el otro aporte ideas y mejore las
tuyas y si estás dispuesto a reconocérselo. Esta iniciativa, además, incumbe,
más que a nadie, a quien al final toma las decisiones. Lo otro no es unidad, es
el rastro que deja el autócrata.
Llevamos un mes desatinado. Con un
Gobierno sobrepasado por los acontecimientos, paralizado, que no pide ni admite
ayuda y maniatado por la necesidad de demostrar iniciativa, lo que provoca una
improvisación constante de medidas no evaluadas y sobre las que ignora su
impacto. Hay en esto algo inevitable, sin duda. Basta con ver el panorama internacional.
Y es fácil caer en el error de asegurar que los gobiernos que han acertado más
lo han hecho porque son mejores, cuando quizás han contado con alguna cantidad
de fortuna.
Pero es tal la presión que, para hacer
frente a la opinión pública, en vez de cambiar de hábitos, los que mandan se
han refugiado en los que les dieron buenos frutos en el pasado: la propaganda,
la mentira manifiesta, el control de la información, el doble rasero y la
atribución a terceros de responsabilidades propias…
Lo malo es que esas recetas, que ya eran
nefastas en situaciones de normalidad, en una situación de emergencia son
ácido. Si inundamos la discusión con bulos, ira, injurias y banderías, el
resultado será catastrófico. Ya lo está siendo. La discusión civilizada empieza
a desaparecer, no entre las personas normales, sino entre los que creen que
forman a la opinión pública. Si continúa, la gente se refugiará en la negación,
el exilio interior, el nihilismo o el sectarismo. No habrá opiniones o
razonamientos, sino actos de agresión, muchos de ellos organizados. Lo que se
veía mal en el de enfrente se agravará y los moderados se verán obligados al
activismo partidista para contar con oportunidades de sobrevivir en la guerra
total de bandas que se avecina. Solo habrá amigos y enemigos.
Lo trágico es que esto no es lo que
quiere la mayoría de la gente. La agenda para salir de ese círculo vicioso no
es demasiado complicada: bastaría con dar un paso atrás. Pensar hasta diez.
Admitir errores. No mentir. No desfigurar los hechos para acusar a los otros de
mentir cuando no lo hacían (y aquí hablo de todos). Bajar el nivel de
propaganda. Escuchar a los demás e intentar localizar entre ellos a los más
capaces. Tratar a la gente con respeto intelectual, no presumiendo que se van a
contentar con basura sentimental. Tomarnos unas vacaciones ideológicas. Ya, ya
sé que tras las decisiones de gestión hay un trasfondo ideológico, pero puedes
aplazar tus máximos y encontrar, transitoriamente, un lugar común. Como hacen
dos náufragos que se odian, que van a la deriva en un bote con vías de agua y
trabajan juntos para no morir, aplazando sus querellas para la tierra firme.
No es tanto como parece, pero escasean
el elemento moral y las condiciones subjetivas. Hablo en general, pero aquí no
cabe la equidistancia: la máxima responsabilidad les incumbe a los que dirigen
España. Y las evidencias son descorazonadoras.
Nuestra única oportunidad es trasladar
furiosamente el mensaje correcto: aún hay margen para la rectificación.
Insistir en él, proclamando nuestro hastío y nuestra rabia por el espectáculo
penoso que presenciamos, a la vez que juramos no premiar a ninguno de sus
actores y castigar duramente a los peores de entre ellos.
Que el ruido y la verdad se conviertan en un incentivo
virtuoso.
ESQUIZOFRENIA ESPAÑOLA
Observaciones
sobre el lenguaje que, pretendiendo ayudarnos, no deja de acosarnos en esta
crisis:
·Las mascarillas no son necesarias en
marzo, pero son imprescindibles en abril.
·El virus es como la gripe en febrero,
pero en marzo es una pandemia mortal.
·Tenemos la mejor sanidad de Europa, pero
no tenemos camas, ucis, respiradores, ni mascarillas para los hospitales.
·Tenemos controlada la epidemia, pero no
sabemos cuántos contagios hay porque no tenemos tests y desconocemos el
porcentaje de asintomáticos.
·Nadie puede salir de casa, salvo los que
tengan que ir a trabajar en puestos esenciales, en puestos no esenciales, y los
que deban ir a hacer la compra...es decir que confinados realmente solo están
los niños...
·Hemos adquirido mascarillas pero no las
distribuiremos hasta que acopiemos más.
·Decían en febrero-marzo: "No OS
protejáis con mascarillas (en residencias, en empresas…) para no crear
alarma". Y al cabo de una semana, se decretaba el estado de alarma.
·No hemos acabado el confinamiento del
estado de alarma, pero se puede ir a trabajar porque no se puede colapsar la
economía.
·Los que deban ir a trabajar, que vayan
en transporte privado, aunque las mascarillas las repartiremos en la entrada
del metro.
·Debemos dejar atrás las palabras gruesas
y el lenguaje agresivo, pero los de mi partido, seguirán igual.
·Todos debemos trabajar unidos en torno a
un gobierno desunido.
·Todas las medidas están basadas en
criterios científicos, pero no todos los científicos comparten las medidas.
·Las muertes descienden, pero en los días
festivos no sabemos muy bien qué pasa; habrá repuntes y no hay que descartar
que vuelva a ser necesario tomar medidas extremas.
·Hay que volver al trabajo y las
empresas deben garantizar la protección de los trabajadores, pero la CEOE
denuncia que el Gobierno no ofrece los medios para ello y los sindicatos piden
no trabajar "sin protección".
·El gobierno asegura que se negocia con
los empresarios mientras estos se quejan de que apenas se los informa y, en
todo caso, prefieren no ser informados por Iglesias.
·Lo único cierto es que el número oficial
de fallecidos asciende ya a casi 18.000. Y todos sabemos que el número oficial
no es el real.
sábado, 11 de abril de 2020
Un recuerdo de Tony Judt
Tony Judt estaba muriéndose poco a poco y su afán de escribir, en vez de atenuarse, o de desaparecer, se volvía acuciante. A Tony Judt la enfermedad lo había ido confinando
en una parálisis progresiva, en una pérdida
gradual del movimiento, pero sus facultades mentales no sufrían ningún
deterioro, así que el consuelo
de la lucidez, de la memoria,
de la plena conciencia, al mismo tiempo
acentuaba el horror de lo que estaba sucediéndole, el cumplimiento de una sentencia
para la que no habría
aplazamiento. Ya del todo impedido, en una silla de
ruedas, con un micrófono pegado a la boca que recogía su voz inaudible, Tony
Judt apareció en Nueva York en algún acto público, tan brillante y batallador como siempre, con golpes de un humorismo
seco inglés y judío:
“Me he convertido en un busto parlante”.
Yo había leído casi todos sus libros y había
asistido a algunas de sus conferencias. Solo unos años antes Judt había
publicado la que probablemente fue su obra maestra, el logro más alto de su
carrera como historiador, Postwar. Era un libro de historia y también un ejercicio
arrollador de facultades narrativas, de esa forma específica de talento
literario que al menos desde Edward Gibbon es una
tradición gloriosa de los historiadores británicos, y también de unos cuantos
americanos. Un día,
leyendo The New York
Review of Books, encontré un ensayo
de Judt que para mi sorpresa no era
histórico, ni polémico, sino puramente autobiográfico. Se titulaba Night, y su escritura era tan lacónica como su mismo
título. Era el relato de sus noches
de inmovilidad y tormento, tendido bocarriba en una cama,
prisionero de su propio cuerpo
inerte pero no insensible, aquejado
de picores y punzadas de dolor de los que no podía
defenderse, abandonado en la oscuridad y el insomnio desde el momento
en que su cuidador lo dejaba solo.
Uno por uno fueron apareciendo en The
New York Review ensayos cada vez más confesionales, más estremecedores por su contención, por la urgencia creciente con la que estaban
escritos. El historiador se convertía ahora
en memorialista, porque
su conciencia despojada de casi cualquier conexión física con
el presente se proyectaba con una claridad
minuciosa hacia el pasado. El cronista de la historia
europea del siglo XX ahora dictaba, palabra
por palabra, cada vez con mayor dificultad, la crónica de su
propia vida, y al leerla uno descubría el vínculo entre las dos. Es posible
que un historiador, como un
novelista, necesite una médula de implicación personal en los materiales con los que trabaja. Como judío, con raíces maternas
en Rusia y en el este de Europa,
Judt tenía una visión nada teórica ni abstracta de los efectos del
totalitarismo; como hombre de izquierdas, criado
en un barrio trabajador de Londres, beneficiario de becas sin las cuales no habría podido llegar a la
Universidad, su relato de los cambios sucedidos en Europa después de 1945
estaba marcado por el agradecimiento: por la plena conciencia personal de cómo
políticas de justicia social, de sanidad pública y educación pública hacían posible que muchas personas
sin recursos privados desarrollaran sus capacidades mejores.
Es una historia
europea. Es la de Tony Judt y la de muchos que como él fueron, fuimos, los primeros en nuestras
familias en estudiar
bachillerato y hacer una carrera universitaria. En los primeros años de este siglo, cuando
Judt escribía Postwar, la unidad
europea parecía una pura inercia burocrática, y el Estado de bienestar
no suscitaba mucho aprecio entre la mayor parte de los que se beneficiaban de él. El libro de Judt nos recordaba con crudeza cuánto horror y cuánta destrucción y cuánto odio reinaban en Europa al final de la guerra, y qué inmenso, sostenido, heroico fue el
esfuerzo para reconstruirla, levantando al mismo tiempo un sistema de
libertades y garantías sociales que por primera vez en la historia humana —se
dice pronto— hicieron accesible la educación,
la sanidad y un cierto grado de seguridad vital a una gran mayoría de las
personas. El historiador Judt contaba con más
pasión lo que él mismo había vivido como ciudadano.
Y era esa misma doble pasión la que desataba
su ira en los últimos años, y no le dejaba aletargarse ni resignarse en la enfermedad, la misma ira lúcida de activismo que a los 15 años
lo había llevado
a enrolarse en un kibutz en Israel, y que años después lo llevó a denunciar las injusticias cometidas por
el Estado de Israel contra los palestinos. La ira de Tony Judt iba dirigida
contra la confabulación de poderes económicos, profesores doctrinarios del
neoliberalismo, políticos halcones y políticos aprovechados que desde el
triunfo simultáneo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher
se organizó con el propósito de desbaratar una por una todas las conquistas sociales que se habían
ido logrando desde el new deal en
Estados Unidos y la posguerra en Europa occidental.
En su país había asistido, desde los años
ochenta, a la privatización y el inmediato deterioro de servicios básicos como los
ferrocarriles o las redes de suministro de agua, y al desguace de la sanidad
y la educación públicas. Viviendo
en Nueva York podía ver de
muy cerca las consecuencias devastadoras de la falta
de toda protección social, educativa o
sanitaria para los más pobres. Mucho antes que Piketty, Tony Judt denunció
el crecimiento abismal de la desigualdad y de la acumulación de riqueza. El
último libro que publicó en vida, en 2010, Algo va mal (Ill Fares the Land), fue un manifiesto que a muchos nos despertó de
golpe a la realidad de la destrucción de tantas cosas esenciales que no
habíamos sabido defender, un redoble de conciencia contra el aturdimiento de
una izquierda tan obsesionada por la
celebración de los grupos identitarios que había perdido cualquier proyecto
de fraternidad cívica,
de emancipación universal, de mejora de
las condiciones de vida de los trabajadores.
Me acuerdo de Tony Judt estos días porque la
causa que él defendió hasta su último aliento
es la que ahora se nos revela
no como una opción entre otras, sino como la única posible para sobrevivir al desastre: el antiguo, el desacreditado proyecto socialdemócrata
de la soberanía personal y la solidaridad colectiva, del libre
albedrío y los servicios públicos, de la racionalidad ilustrada y científica contra
la ignorancia y las
fantasías demagógicas. Tony
Judt murió en 2010, pero
había dejado escrito
tanto que sus libros
siguieron publicándose después
de su muerte. Ahora más que nunca
hay que seguir leyéndolo.
Antonio Muñoz Molina El País 9 de Abril 2020
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