Hace ya más de 200 años que
Kant escribió sobre los límites de la libertad de pensamiento, aclarando que
esta última no debe ser confundida con las solitarias certezas privadas,
presuntamente inalienables, ya que pensar libremente no es otra cosa que poder
comunicar libremente a los demás lo que pensamos: no sabemos siquiera si un
argumento es verdaderamente sostenible hasta que lo exponemos en público a la
crítica de otros. De modo que es eso lo que está en juego en lo que solemos
llamar libertad de expresión.
Kant señalaba que
el ministro de una iglesia, el funcionario del Estado, el soldado que está
sometido a la disciplina militar o el contribuyente —y quizá podríamos añadir:
el militante de un partido político— no pueden esgrimir sus críticas hacia las
normas que les obligan como motivo para desobedecerlas. Pero —añadía— todos
ellos pueden, en cuanto partícipes de la sociedad civil, ejercer su
independencia intelectual y dar a conocer libremente su pensamiento, sin
importar cuánto choque con las normas de su actividad privada, gracias a la
existencia de una esfera pública, una de cuyas funciones es justamente el
examen crítico de esos entramados de poder a la mera luz de la razón común.
Esta distinción tan razonable
entre el uso privado y el uso público de la razón funciona solamente a
condición de que exista realmente eso que acabo de llamar “esfera pública”, lo
que parece innegable en las democracias consolidadas, en las que la libertad de
expresión está garantizada en el ordenamiento jurídico. Pero algo le está
pasando a la esfera pública de nuestra sociedad, algo que, de hecho, no de
derecho, restringe la libertad de pensamiento y la independencia intelectual.
Yo —espero no ser el único— lo percibo día tras día en mi actividad pública, en
mi trabajo como profesor y hasta en la conversación informal con amigos y
conocidos. Y la dificultad para explicar públicamente qué es ese algo forma parte
de la merma de libertad a la que me refiero.
Para que la esfera pública
pueda ser un espacio de crítica libre de los usos privados es preciso que
disponga de un margen de autonomía con respecto a esos usos, y ese margen se
reduce paulatinamente cuando, como sucede en nuestros días, los intereses
privados de los citados entramados de poder —iglesias, empresas, partidos
políticos o movimientos sociales— invaden dicha esfera y la someten
solapadamente a sus restricciones, disminuyendo así el espacio donde se puede
hablar y pensar libremente. Son ejemplos de esta restricción fáctica de la
libertad de pensamiento todos aquellos casos (tan abundantes que cada cual
podrá escoger los que le sean más familiares) en los cuales resulta imposible
exponer una opinión crítica a propósito de esas instituciones sin ser
inmediatamente estigmatizado como representante de los intereses privados de
alguna otra iglesia, empresa, partido o movimiento que rivalice con la
institución criticada.
Y esto significa,
hablando en plata, que ya no concebimos la posibilidad de que las opiniones
sean otra cosa que expresión de intereses particulares o locales, es decir, que
hemos perdido de vista la mera posibilidad de pensar y hablar en función del
interés público, porque al parecer pocos piensan que pueda existir tal cosa, y
aún menos que pueda ser tal interés el que presida las decisiones judiciales,
gubernamentales o legislativas, ya que la mayoría concibe la sociedad como una
concurrencia encarnizada entre intereses privados en la que se trata únicamente
de elegir el bando que más convenga y comenzar a partir de ese momento a
excogitar y a bramar mediante las consignas previamente cocinadas que a tal
efecto han dispuesto los respectivos fabricantes de argumentarios. Entre otros
muchos ejemplos, las últimas elecciones generales del Reino Unido son un
exponente de ello: el voto se concentra en los extremos
populistas-nacionalistas, en donde se aglutinan los mensajes más simplones y
más llamativos y las opciones más descabelladas, y quienes permanecen en el
centro acaban desapareciendo del mapa, después de ser tildados de peligrosos
extremistas.
Walter Benjamin escribió en
cierta ocasión: “La libertad de la conversación se está perdiendo. Así como
antes era obvio y natural interesarse por el interlocutor, ese interés se
sustituye ahora por preguntas sobre el precio de sus zapatos o de su paraguas”.
Para adaptar a nuestros días esta observación habría que decir que, ahora, ese
interés se reduce a la pregunta por el bando particular al que está apuntado
cada cual. De manera que, mientras que la posibilidad de denostar al contrario
en la esfera pública está muy bien vista e incluso incentivada, cualquier
atisbo de crítica no sectaria, o que simplemente no esté concebida en términos
de denigración de alguno de los bandos en liza, ha de hacerse, si acaso, en
privado, en voz baja y tras cerciorarse de que no habrá filtraciones. Con lo
que hemos llegado a la asombrosa paradoja, ilustrada a la perfección por el
permanente estado de negociación y desgobierno de la política española, de que
la esfera pública está llena de vergonzosas disputas entre intereses
particulares, que obscenamente se anteponen al interés público, mientras que
cualquier argumentación en términos de interés público queda reservada al
cuchicheo más privado que pueda concebirse, pues expresarla públicamente puede
tener consecuencias nefastas para la reputación, el empleo o el porvenir de
quien la profiera. Sin duda, la libertad de conversación se está perdiendo.
Es habitual
acusar de este deterioro a las tecnologías de la comunicación asociadas a
Internet y a las llamadas “redes sociales”. Y es cierto que a veces la mera
existencia del órgano crea la función, y que estos dispositivos se adaptan como
un guante a la exaltación de las privacidades y a la agrupación de sus usuarios
en manadas o fratrías de “amigos” y “seguidores” anónimos intensamente
dedicados a lanzar improperios a los enemigos mediante consignas
diseñadas ad hoc por
“desinteresados” community-managers. Pero no
podemos culpar de la crisis de la opinión pública a Cambridge Analytica, del
mismo modo que no son solo los big data los
responsables de los resultados electorales, ya que los votantes y los opinantes
son ciudadanos libres y mayores de edad. Y si, como seguía diciendo Kant,
eligen actuar como menores tutelados y renunciar a su libertad de pensamiento,
solo a ellos puede imputarse tal elección.
Lo preocupante comienza
cuando además pretenden imponer esa renuncia a todos los demás, incluidos los
que no participan en el carnaval de las identidades enfrentadas. Porque, entre
tantos bandos y banderas que hoy inundan las calles, el más injuriado de todos
es el de los que no pertenecen a ningún bando (al menos no hasta el punto de
dejar de pensar por sí mismos) y defienden la necesidad de la esfera pública
por el tan egoísta motivo de que no quieren perder su independencia intelectual
y su libertad de pensamiento. Y eso, por lo que parece, es pedir demasiado.
José Luis Pardo es escritor.
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