10 abril, 2020
Tsevan Rabtan La cuatro esquinas del mundo
Este blog, que tiene ya diez años,
cuenta con mil setecientas entradas. He escrito sobre todo tipo de cuestiones,
bien o mal, y con esos antecedentes, lo presumible habría sido que, desde el
confinamiento obligatorio, hubiera caído en una de esas hemorragias que me
invaden de cuando en cuando, agrediéndoles con un buen puñado de discursos. Me
han podido, sin embargo, la apatía y la certeza de que solo me gustaría leerme
precisamente sobre asuntos de los que no sé nada o sobre los que no cuento con
información fiable.
Como muchos españoles me he hecho
preguntas sobre la conducta del Gobierno. Me refiero a la gestión, no a la
propaganda, de la que hablaré luego. Creo firmemente que el Gobierno no hizo
caso a las alarmas que sonaban a todo trapo, tan cerca como en Italia, y,
sumido aún en la política preCovid, prefirió aplazar toda una semana, pensando
«qué más dará». Esa decisión debería pesarles a los dirigentes de los partidos
del Gobierno como una losa, porque promovieron y permitieron actos políticos de
los que querían sacar rédito político —y lo mismo hay que decir de los
dirigentes de Vox—, que eran aplazables sin consecuencia alguna.
Nunca olvidemos esto: eran actos que podían trasladarse sin coste material. Las
Fallas, las procesiones de Semana Santa, los partidos de fútbol (añadan aquí
cualquier otro evento masivo que genera riqueza) se han suspendido y esto
cuesta dinero. Aquellos actos políticos, salvo que caigamos en la estúpida
magia simpática que aparecía en las pancartas y en los eslóganes que afirmaban
que ir a la manifestación del 8 de marzo salvaría vidas de mujeres, se podían
mover sin consecuencias. La propaganda política se impuso a la prudencia y no
encuentro forma de olvidar a los que pudieron evitarlo y no lo hicieron.
Sin embargo, esa estupidez por la que
deberán pagar un precio político no es el motivo de que finalmente esté
escribiendo sobre la situación terrorífica que nos maniata. Lo hago para
exponer lo que creo espera un ciudadano medio y las consecuencias de que no lo
obtenga.
Un ciudadano espera que los que están al
mando acierten con las medidas, pero puede comprender los errores. Incluso los
errores producto de la imprevisión y la minimización del riesgo. Ya, en buena
teoría, elegimos a los gobernantes para que sean mejores, más sabios, más
prudentes, y les autorizamos a dotarse de medios que les permitan anticiparse a
las amenazas y diseñar buenas políticas. Esa es la teoría. Sin embargo, es
lugar común, sorprendentemente, que los políticos son peores que los ciudadanos
que los escogen. De hecho, habrá usted escuchado más de una vez —si es que no
lo ha dicho— que los políticos son un montón de vagos superficiales e
ignorantes, unos trepas que quieren vivir a nuestra costa y que si vota a este
o a aquel es solo porque los que votan otros ciudadanos son peores. Por
precisar, lo normal es escuchar que los ciudadanos somos mejores que los
políticos, salvo cuando juzgamos a los ciudadanos que votan a los políticos que
nos desagradan; aquellos también son idiotas que tienen suerte si saben atarse
los cordones de los zapatos. No estoy afirmando que sea cierto, sino que es una
opinión extendidísima.
Puesto que tantos opinan así de mal de
los políticos, no es extraño que estén psicológicamente preparados para admitir
un nivel bastante intenso de negligencia e incluso de corrupción. Si admiten lo
más, cómo no van a asumir lo menos: que meterán la pata, no preverán el peligro
y tomarán medidas tarde incluso aunque pongan todo su empeño en lo contrario.
Cuando hablamos de cosas sin importancia
—y lo son muchas que nos parecían trascendentales hace un mes— esa creencia
reptiliana es gratuita. El político puede contar con ella y dar por hecho que
no le pasará demasiada factura actuar como tal. Sin embargo, cuando hablamos de
la vida y la muerte, del pánico al futuro inmediato, de la destrucción masiva de
empresas y empleos, de la desaparición abrupta de decenas de miles de personas
con parejas, hijos y nietos, hermanos, amigos, que a falta de contacto tienen
que vivir un duelo brutal inundado por crueles visiones imaginadas de abandono
y soledad, los márgenes se estrechan irremediablemente.
La mayoría de los ciudadanos, en una
situación así, quizás perdonen los errores, pero difícilmente perdonarán que se
les trate como a imbéciles. Somos gregarios y, en momentos de crisis, contamos
con una enorme capacidad de movilización y sufrimiento, pero solo bajo un
liderazgo moral en el que podamos confiar. Los seres humanos han evolucionado
para detectar al tramposo y las sociedades humanas reflejan esta capacidad. De
hecho, sin ella, el altruismo, que se da tan a menudo que nos hemos
acostumbrado a no verlo, sería imposible. Solo una sociedad gravemente
fanatizada se somete a un liderazgo radicalmente corrupto: ¿lo es la sociedad
española? Yo creo que no.
¿Qué más diría un ciudadano medio? Que
no debería ser tiempo para tramposos y embusteros, pero tampoco para
oportunistas. La situación es de tal gravedad que hay que dar la patada a los
que creen que pueden aprovecharla para que avancen sus agendas políticas.
También afirmaría que no es tiempo para la palabrería. Democracia, unidad,
solidaridad, diálogo, responsabilidad, son hermosos términos prostituidos por
la propaganda. En épocas de bonanza podemos contemplar incluso con fascinación
a los políticos embarrados en un corral lleno de porquería mientras berrean sobre
lo mucho que les preocupan el bien común, la verdad y el destino de la nación.
En un momento como este mejor no uses esas palabras si no te vas a esforzar por
creer un poco en ellas y ponerlas en práctica.
Un ejemplo evidente de esto es el de las
llamadas a la unidad. Solo puede pedirse unidad si reclamas del otro que se una
no a lo que tú has decidido, sino a la discusión previa. Solo cabe unidad en un
sentido profundo del término si permites que el otro aporte ideas y mejore las
tuyas y si estás dispuesto a reconocérselo. Esta iniciativa, además, incumbe,
más que a nadie, a quien al final toma las decisiones. Lo otro no es unidad, es
el rastro que deja el autócrata.
Llevamos un mes desatinado. Con un
Gobierno sobrepasado por los acontecimientos, paralizado, que no pide ni admite
ayuda y maniatado por la necesidad de demostrar iniciativa, lo que provoca una
improvisación constante de medidas no evaluadas y sobre las que ignora su
impacto. Hay en esto algo inevitable, sin duda. Basta con ver el panorama internacional.
Y es fácil caer en el error de asegurar que los gobiernos que han acertado más
lo han hecho porque son mejores, cuando quizás han contado con alguna cantidad
de fortuna.
Pero es tal la presión que, para hacer
frente a la opinión pública, en vez de cambiar de hábitos, los que mandan se
han refugiado en los que les dieron buenos frutos en el pasado: la propaganda,
la mentira manifiesta, el control de la información, el doble rasero y la
atribución a terceros de responsabilidades propias…
Lo malo es que esas recetas, que ya eran
nefastas en situaciones de normalidad, en una situación de emergencia son
ácido. Si inundamos la discusión con bulos, ira, injurias y banderías, el
resultado será catastrófico. Ya lo está siendo. La discusión civilizada empieza
a desaparecer, no entre las personas normales, sino entre los que creen que
forman a la opinión pública. Si continúa, la gente se refugiará en la negación,
el exilio interior, el nihilismo o el sectarismo. No habrá opiniones o
razonamientos, sino actos de agresión, muchos de ellos organizados. Lo que se
veía mal en el de enfrente se agravará y los moderados se verán obligados al
activismo partidista para contar con oportunidades de sobrevivir en la guerra
total de bandas que se avecina. Solo habrá amigos y enemigos.
Lo trágico es que esto no es lo que
quiere la mayoría de la gente. La agenda para salir de ese círculo vicioso no
es demasiado complicada: bastaría con dar un paso atrás. Pensar hasta diez.
Admitir errores. No mentir. No desfigurar los hechos para acusar a los otros de
mentir cuando no lo hacían (y aquí hablo de todos). Bajar el nivel de
propaganda. Escuchar a los demás e intentar localizar entre ellos a los más
capaces. Tratar a la gente con respeto intelectual, no presumiendo que se van a
contentar con basura sentimental. Tomarnos unas vacaciones ideológicas. Ya, ya
sé que tras las decisiones de gestión hay un trasfondo ideológico, pero puedes
aplazar tus máximos y encontrar, transitoriamente, un lugar común. Como hacen
dos náufragos que se odian, que van a la deriva en un bote con vías de agua y
trabajan juntos para no morir, aplazando sus querellas para la tierra firme.
No es tanto como parece, pero escasean
el elemento moral y las condiciones subjetivas. Hablo en general, pero aquí no
cabe la equidistancia: la máxima responsabilidad les incumbe a los que dirigen
España. Y las evidencias son descorazonadoras.
Nuestra única oportunidad es trasladar
furiosamente el mensaje correcto: aún hay margen para la rectificación.
Insistir en él, proclamando nuestro hastío y nuestra rabia por el espectáculo
penoso que presenciamos, a la vez que juramos no premiar a ninguno de sus
actores y castigar duramente a los peores de entre ellos.
Que el ruido y la verdad se conviertan en un incentivo
virtuoso.
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