La ciega xenofobia y la renuncia
a nuestros valores son las amenazas más graves alimentadas por una falsa
cultura. La reedición por parte de Nino Aragno de la obra de Spengler, en la
versión de Giuseppe Raciti, ofrece importantes pistas, para reflexionar profundamente
sobre el futuro de una civilización que parece haber perdido el vínculo con su
vocación universal y de la Ilustración.
La tarde cae dos veces en el
ocaso de Occidente; el ocaso de la civilización se produce en el mismo nombre
de la tierra donde cae, el Occidente, Abendland, como se dice en alemán, el
País del Anochecer. Se llama así no sólo por su ubicación geográfica, sino
porque, también y sobre todo en sus épocas más brillantes de grandeza y poder,
está –¿estará?– impregnado por el sentido de su propio declive.
Fue sobre todo la cultura alemana
–heredera de la cultura griega y sobre todo de la tragedia griega como esencia
de la vida, individual y colectiva– la que sintió y expresó este trágico
sentido de la existencia y la historia. Para Friedrich Nietzsche, el ocaso
también significa superarse a sí mismo y es trágico que superarse a sí mismo
signifique, para el individuo y más aún para las civilizaciones, la puesta de
sol.
No es una coincidencia que el
problemático, pletórico, fascinante, a veces brillante y a veces cursi
best-seller de Oswald Spengler apareciera en 1918, cuando la creencia de la
Ilustración en el progreso se estaba desmoronando, el hundimiento del Titanic
había arrastrado con él el entusiasmo por la tecnología y una guerra mundial
catastrófica para los vencidos y para los vencedores había hecho estallar el
edificio de la civilización y del orden europeo o mundial, en un terremoto que
todavía está en marcha y acrecentándose cada vez más.
La reedición de los dos grandes
tomos de Spengler, en una espléndida y bellísima versión editada por Giuseppe
Raciti, es otro mérito del editor Aragno, que con su regia imperturbabilidad
nos ha hecho y nos hace posible la lectura y la comprensión de muchos textos
fundamentales, sin preocuparse demasiado por la distribución y la venta y, por
tanto, haciendo cultura en el sentido profundo del término. No hay muchos
editores que hagan lo mismo, aunque se lo puedan permitir. Tal liberalismo es
un pequeño antídoto ante la devastación de la cultura.
El famoso y magnífico libro de
Spengler cuenta el nacimiento y el declive de la civilización como si se
tratase del florecimiento y la decadencia de los organismos vivos y, por lo
tanto, perecederos y, al mismo tiempo, gloriosos. Las categorías en las que se
apoya se reducen sustancialmente a una, la antítesis entre Kultur, palabra en
la que Carlo Antoni advertía un pathos histórico-existencial, y la
Zivilisation, es decir, la antítesis entre una visión del mundo y de los
valores (y, para él, también de la voluntad de poder) y el progreso técnico y
tecnológico con su ideología política.
Thomas Mann hizo famosa esta
antítesis, pero ciertamente no fue el único. Las discusiones sobre la técnica y
la tecnología han sido un tema fundamental del debate filosófico y de la
experiencia cotidiana durante décadas, en medio de las transformaciones cada
vez más vertiginosas de la vida, que hacen que el individuo concreto parezca
cada vez más fuera de lugar, anticuado, superado y ajeno a una realidad en la
que lo artificial se convierte cada vez más en la naturaleza del hombre.
Ya para Spengler –potente
megáfono más que descubridor original de una crisis, de un ocaso real o
presunto, pero, en cualquier caso, repetidamente anunciado–, las civilizaciones
decaen y mueren, cuando se extingue su unidad orgánica, la que permite hablar
de la civilización griega, cristiana, árabe, renacentista y así sucesivamente.
Lo orgánico es la obsesión y el
ideal de Spengler. Ahora –es decir, durante más de un siglo, ya que su libro se
remonta a 1918– es o sería el momento en que Occidente decayera, si no ha caído
ya en declive en cuanto a su unidad orgánica y general. El libro de Spengler es
una gran narración, a veces una novela o una ficción, llena de patetismo y
énfasis, de intuiciones geniales y escenarios espectaculares.
Es obvio que su obra fue
rechazada con preocupación por Benedetto Croce o por Antoni y celebrada por
Julius Evola, que la tradujo, y por otros representantes –especialmente, pero
no sólo alemanes– del irracionalismo, fascinados por su admiración por el
hombre como animal de presa. Sólo podemos imaginar lo que Nietzsche
sarcásticamente habría dicho sobre este libro, que es también un pastel de
carne, una caricatura del Superhombre –o más bien Otrohombre–, en una muy feliz
traducción de Gianni Vattimo de la palabra alemana Übermensch.
Pero este abrumador compendio de
Historia Universal no es sólo, como escribe Musil en una crítica de 1921, una
antología de quien «junta, como cuadrúpedos, a perros, mesas, sillas y
ecuaciones de cuarto grado». También es una obra confusamente genial y
desagradablemente actual; una obra que advierte algo que Spengler aún no podía
conocer realmente, sino sólo imaginar, es decir, una verdadera crisis de
Occidente, cada vez más actual y amenazadora.
Estamos perdiendo progresivamente
el sentido de una civilización común, de una pertenencia que obviamente implica
incluso amargas diferencias, pero que de alguna manera es –¿fue?– un lenguaje
mental y sentimental común. Lo que llamamos Occidente se está desvaneciendo,
porque pierde el sentido de su propia unidad que subyace a las diferencias y a
las divergencias. Occidente también se hunde, porque no se avergüenza de su
ocaso.
Hay una doble clave en este
proceso. La civilización que llamamos occidental se ha enriquecido, a lo largo
de los siglos, a través del encuentro, incluso conflictivo pero fructífero, con
otras civilizaciones. No seríamos lo que somos –¿lo que hemos sido?– sin la
civilización árabe, a la que, entre otras cosas, debemos tanto conocimiento de
la base fundacional de nuestra cultura, es decir de la civilización griega.
Occidente ha cometido errores y
horrores como todas las civilizaciones, pero su profunda estructura ha sido y
sólo puede ser universalista. El Edicto de Caracalla que convierte a todos en
ciudadanos del Imperio Romano; el Derecho Romano que regula para siempre las
relaciones públicas y privadas, que no sólo son válidas para los romanos. Los
bárbaros que invaden el Imperio y luego son sus defensores, como Ezio o
Estilicón que, a fin de cuentas, reafirman la gloria de las legiones. Los
francos sin los cuales no habría existido el Sacro Imperio Romano Germánico,
realidad europea por excelencia. La Ilustración que no es de una sola nación.
La tríada libertad-igualdad-fraternidad válida más allá de todas las fronteras.
El arte figurativo, profundamente arraigado en una u otra tradición pero
orgánicamente europeo; o el pensamiento filosófico que no pertenece a ningún
pueblo en particular.
Ahora, en cambio, Occidente, por
ejemplo, ante el problema de las nuevas migraciones de los pueblos –un
verdadero problema, que hay que afrontar con humanidad y con racionalidad, sin
histeria y sin angustia– reacciona con decisiones y gestos bárbaros, alimenta y
cultiva un racismo visceral e inhumano, hace resurgir pesadillas del pasado, y
se autocontagia de enfermedades mortales, negando ese universalismo y ese
humanismo que han sido su razón de ser y su grandeza. Cuando se ve en Varsovia
–en la Varsovia destruida por los nazis hace décadas– a los chovinistas polacos
manifestándose y ondeando las banderas y las esvásticas de Hitler, es como ver,
a corazón abierto, un cáncer que se extiende de una forma sumamente agresiva.
Occidente también está cayendo en
declive por otra razón, sólo aparentemente contrapuesta. Muere, porque se
avergüenza de sí mismo y de sus propios valores superiores; muere por miedo y
retórica, creyendo estúpidamente que hace el bien, cuando, a menudo, hace el
mal, negando con su comportamiento los ideales que cree afirmar.
La regresión, vanguardia de la
barbarie, toma a veces el rostro de la corrección política, como en el caso de
ese juez alemán que absolvió, hace varios meses, a un musulmán turco que había
violado a una mujer, porque, dijo, que esa acción formaba parte de su cultura,
sin darse cuenta de que ofendía a todos los musulmanes, considerándolos
implícitamente violadores.
Occidente se desvanece cuando,
como ocurrió hace algunos años en Dinamarca, las autoridades –los credos
escolares– censuraron en los libros de texto (por ejemplo, en algunos cuentos
de Andersen) las referencias y motivos cristianos, para no ofender a los
escolares de otros credos, cada vez más numerosos. De esta manera han
contribuido a obstaculizar el diálogo entre las diferentes religiones y
culturas, que es tanto más fructífero cuanto más recíproco.
Es de esperar que los musulmanes
y los budistas conozcan el Evangelio y nosotros, sus grandes libros sagrados.
Hace siglos, Akbar el Grande, el sultán de un vasto imperio en el que vivían
hindúes, cristianos, budistas y musulmanes, hizo traducir los textos sagrados
de las distintas confesiones a los diferentes idiomas del imperio, para que
todos pudieran conocerse y el Estado fuera, por lo tanto, más unido y más
fuerte. No se trataba de disolverlo todo en una mezcolanza informe, sino de
conocerse y enriquecerse con las respectivas diferencias.
Pero demasiada gente no se remite
a las grandes religiones universales y a su diálogo –el Dalai Lama comentando
la Carta del Apóstol Santiago– sino a su caricatura. Por ejemplo, Occidente
está decayendo, porque muchos vegetarianos, que se abstienen de comer carne
especialmente con la noble intención de evitar el mayor sufrimiento posible a
los animales, se convierten en veganos, siguiendo su deseo de ser una especie
de secta iniciática más que una comunidad.
Occidente muere de cobardía
disfrazada de una mentalidad abierta y evolucionada. Duda en castigar
adecuadamente a los autores de la violencia del bulling, a los fanáticos
bestiales que se exaltan a sí mismos destrozando bares y tiendas y destruyendo
así los esfuerzos de la vida de otros o a los dementes que exaltan al autor
nazi noruego de una horrible y múltiple masacre.
Occidente se está desvaneciendo
porque la «media cultura», presumida y a la carta, está de moda; porque nadie
lee y todos escriben novelas, por supuesto. No soy una editorial, pero recibo
una media de cuatro o cinco manuscritos al día que me piden que lea, veinte a
la semana, ochenta al mes. Occidente se hunde cuando me preguntan por qué no he
leído el Código Da Vinci, ignorando el hecho de que necesitas una razón para
hacer algo, no para no hacerlo.
No entiendo por qué nadie, ni
siquiera los que conocen mi pasión por Dostoievski, me preguntan por qué no he
leído su novela La sumisa–en este caso, a diferencia del Código Da Vinci, no
estoy condenado por no haber encontrado aún el tiempo, la voluntad y la
posibilidad de hacerlo–.
Un símbolo y un momento de la
decadencia de Occidente fue el temor circunspecto de la UE de incluir la
civilización cristiana o judeo-cristiana entre sus propios fundamentos. No es
una coincidencia que la Unión Europea, lamentablemente, aparezca cada vez más
anquilosada, insegura, artificial, pobre y carente de esa organicidad sin la
cual no existe una verdadera cultura. El Occidente actual a veces se parece a
esa copia cansada de sí mismo que Spengler, en sus exaltadas fantasías
proféticas, imaginó que aparecería en el Este, entre el Vístula y el Mur, para
desaparecer después.
Si Occidente se está
desvaneciendo, no es porque ya no haya más vikingos temerarios y brutales que
tanto le gustaban a Spengler; no tanto los vikingos que desafían el océano
cuanto los vikingos que se pelean en muchos peliculones. Tal vez sonriendo con
respeto y con mucha distancia de la elocuencia de Spengler pueda ayudar a
reflexionar, racionalmente y sin énfasis, sobre ese Nuevo Mundo, que Aldous
Huxley, ya en 1932, retrató tecnológicamente apocalíptico y en el que nos
sumergimos cada vez más.
Claudio Magris es escritor y
traductor, y profesor de la Universidad de Trieste (Italia). Traducción: José
Manuel Vidal.
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