Por primera vez desde que tenemos memoria las voces
que prevalecen en la vida pública española son las de personas que saben; por
primera vez asistimos a la abierta celebración del conocimiento y de la experiencia,
y al protagonismo merecido y hasta ahora inédito de esos profesionales de
campos diversos cuya mezcla de máxima cualificación y de coraje civil sostiene
siempre el mecanismo complicado de la entera vida social. En los programas de
televisión donde hasta hace nada reinaban en exclusiva charlistas
especializados en opinar sobre cualquier cosa en cualquier momento, ahora
aparecen médicos de familia, epidemiólogos, funcionarios públicos que se
enfrentan a diario a una enfermedad que lo ha trastocado todo y que en
cualquier momento puede atacarlos a ellos mismos. Cada tarde, a las ocho, sobre
las calles vacías, estalla como una tormenta súbita un aplauso dirigido no a
demagogos embusteros sino a los trabajadores de la sanidad, que hasta ayer
mismo cumplían su tarea acosados por los continuos recortes, la falta de
medios, el desdén a veces agresivo de usuarios caprichosos o quejicas. Ahora,
salvo en los reductos consabidos, no escuchamos eslóganes, ni consignas de
campaña diseñadas por publicistas, ni banalidades acuñadas por esa especie de
gurús o aprendices de brujo que diseñan estrategias de “comunicación” y a los
que aquí también, qué remedio, ya se llama spin doctors: engañabobos, embaucadores, vendedores de
humo.
La realidad nos ha forzado a situarnos en el terreno
hasta ahora muy descuidado de los hechos: los hechos que se pueden y se deben
comprobar y confirmar, para no confundirlos con delirios o mentiras; los
fenómenos que pueden ser medidos cuantitativamente, con el máximo grado de
precisión posible. Nos habíamos acostumbrado a vivir en la niebla de la
opinión, de la diatriba sobre palabras, del descrédito de lo concreto y
comprobable, incluso del abierto desdén hacia el conocimiento. El espacio
público y compartido de lo real había desaparecido en un torbellino de burbujas
privadas, dentro de las cuales cada uno, con la ayuda de una pantalla de móvil,
elaboraba su propia realidad a medida, su propio universo cuyo protagonista y
cuyo centro era él mismo, ella misma.
Yo iba por la calle y me fijaba en que casi todo el
mundo a mi alrededor se las arreglaba para vivir dentro de su espacio privado,
exactamente igual que si estuviera en el salón de su casa, en su dormitorio,
hasta en su cuarto de baño: la diadema de los cascos gigantes para no oír el
mundo exterior y estar alimentado a cada momento por un hilo sonoro ajustado a
sus preferencias; la mirada no en la gente con la que te cruzas, sino en la
pantalla a la que miras; la voz que habla en el mismo tono que en una habitación
cerrada, tan descuidada de los otros que era habitual asistir involuntariamente
a conversaciones íntimas embarazosas, a peleas, a estallidos de lágrimas.
“Usted
tiene todo el derecho del mundo a sus propias opiniones, pero no a sus propios
hechos”, escribió el gran senador demócrata y activista cívico Patrick
Moynihan. Lo dijo antes de que un portavoz de Donald Trump acuñara el término
“hechos alternativos”, y de que la penuria económica de los medios de
comunicación los llevara a alimentarse de opiniones más que de hechos, ya que
siempre será mucho más caro, más trabajoso y hasta más arriesgado investigar un
hecho que emitir una opinión. Se suma a esto una difusa hostilidad colectiva,
que los medios alientan, hacia todo lo que parezca demasiado serio, pesado,
poco lúdico. El entrevistador no disimula su impaciencia ante el invitado que
suena premioso en cuanto se esfuerza en una explicación. Lo interrumpe: “Dame
un titular”. Investigar con rigor y explicar con claridad requiere conocimiento
y experiencia, que es el conocimiento más profundo que solo se obtiene con el
tiempo y la práctica: son las cualidades necesarias para ejercer una tarea
pública comprometida, desde asistir a un enfermo en una sala de urgencias a
mantenerla limpia, o conducir una ambulancia, o montar de la noche a la mañana
un hospital de campaña.
Pero entre nosotros la experiencia había perdido
cualquier valor y todo su prestigio, y el conocimiento provocaba recelo y hasta
burla. Cuando todo ha de parecer ostentosamente joven y asociado a la última
novedad tecnológica, la experiencia no sirve para nada, y hasta se convierte en
una desventaja para quien la posee; cuando alguien cree que puede vivir
instalado en la burbuja de su narcisismo privado o de ese otro narcisismo
colectivo que son las fantasías identitarias, el conocimiento es una sustancia
maleable que adquiere la forma que uno desee darle, igual que su presencia
personal queda moldeada por los filtros virtuales oportunos. Y la política deja
de ser el debate sobre las formas posibles y siempre limitadas de mejorar el
mundo en beneficio de la mayoría para convertirse en un teatro perpetuo, en un
espectáculo de realidad virtual, no sometido al pragmatismo ni a la cordura,
una fantasmagoría que se fortalece gracias a la ignorancia y que encubre con
eficacia la cruda ambición de poder, el abuso de los fuertes sobre los débiles,
la propagación de la injusticia, el despilfarro, el robo de dinero público.
En España, la guerra de la derecha
contra el conocimiento es inmemorial y también es muy moderna: combina el
oscurantismo arcaico con la protección de intereses venales perfectamente
contemporáneos, que son los mismos que impulsan en Estados Unidos la guerra
abierta del Partido Republicano contra el conocimiento científico, financiada
por las grandes compañías petrolíferas. La derecha prefiere ocultar los hechos
que perjudiquen sus intereses y sus privilegios. La izquierda desconfía de los
que parezcan no adecuarse a sus ideales, o a los intereses de los aprovechados
que se disfrazan con ellos. La izquierda cultural se afilió hace ya muchos años
a un relativismo posmoderno que encuentra sospechosa de autoritarismo y
elitismo cualquier forma de conocimiento objetivo. Ni la izquierda ni la
derecha tienen el menor reparo en sustituir el conocimiento histórico por
fábulas patrióticas o leyendas retrospectivas de victimismo y emancipación.
Curiosamente, en España, la izquierda y la derecha se
han puesto siempre de acuerdo en echar a un lado o arrinconar a las personas
dotadas de conocimiento y experiencia en el ámbito público, y someterlas al
control de pseudoexpertos y enchufados. Maestros y profesores de instituto
llevan décadas sometidos al flagelo de psicopedagogos y de comisarios
políticos; los médicos y los enfermeros en la sanidad pública se han visto
sometidos al capricho y a la inexperiencia de presuntos expertos en gestión o
en recursos humanos cuyo único talento es el de medrar en la maraña de los
cargos políticos.
Nos ha hecho falta una calamidad como la que ahora
estamos sufriendo para descubrir de golpe el valor, la urgencia, la importancia
suprema del conocimiento sólido y preciso, para esforzarnos en separar los
hechos de los bulos y de la fantasmagoría y distinguir con nitidez inmediata
las voces de las personas que saben de verdad, las que merecen nuestra
admiración y nuestra gratitud por su heroísmo de servidores públicos. Ahora nos
da algo de vergüenza habernos acostumbrado o resignado durante tanto tiempo al
descrédito del saber, a la celebración de la impostura y la ignorancia.
Antonio Muñoz Molina es escritor.
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