Esto no es una
guerra, pero lo parece. La retórica belicista tiene efectos terriblemente
injustos, como los que ya advertía Susan Sontag, tan citada estos días, cuando
alertaba de que "el efecto de la imaginería militar en la manera de pensar
las enfermedades y la salud está lejos de ser inocuo. Moviliza y describe mucho
más de la cuenta y contribuye activamente a estigmatizar a los enfermos".
La pretensión de que si nos mantenemos unidos y joviales y cantamos y
aplaudimos y hacemos deporte en casa y comemos sanos venceremos al virus sirve
tanto para acallar las críticas como para culpabilizar al enfermo. A estas
alturas, pero ya desde que empezó el confinamiento y más aún desde que el
Gobierno decretó que las mascarillas son útiles si se usan bien, todo enfermo
es culpable de su suerte.
Por haber salido sin mascarilla, por habérsela puesto mal, por habérsela sacado
mal, por haberla usado demasiado, por haberla lavado en frío... El enfermo es
culpable. Y el muerto, héroe. Y lo importante es que ambos callan, aunque por
motivos distintos, y que en una y otra situación dejan de ser víctimas, aún
colaterales, de la negligencia gubernamental. El Gobierno puede apropiarse
tranquilamente de la heroicidad ciudadana y puede incluso salvar al
irresponsable, y así cada día es menos culpable de los muertos y más
responsable de los curados. Poco a poco crece nuestra deuda con el bondadoso
líder y poco a poco el porco
goberno vuelve a ser la queja, tragicómica, de quienes adjudican a la
política unas culpas que no le corresponden.
No es una guerra, pero
lo parece. Porque cuando las cosas se ponen feas de verdad, las críticas
morales más básicas, más fundamentales y radicales, parece que ya no puedan
hacerse honestamente. En tiempos de paz, y bien lo saben en este Gobierno, porque
lo habían hecho en muchísimas ocasiones, uno puede llamar asesino a sus
gobernantes y ninguna indignación será nunca suficiente para acompañar tamaña
acusación. Pero, ¿en tiempos de guerra? En tiempos de guerra llamar asesino al
Gobierno es a la vez absurdo y desleal y en tiempos de guerra algo tan terrible
como el triaje hospitalario no es sólo una necesidad sino un imperativo moral.
Precisamente porque toda vida vale lo mismo, es imperativo sacrificar una vida
cuando con ello puedes salvar algunas más. Y aunque valgan igual, ¿cómo
criticar que se ponga un precio a la vida humana? ¿Que se calculen los costes y
beneficios de reactivar la economía? En momentos como estos, el Gobierno no le
pone un precio a la vida; lo descubre. Y descubre y descubrimos con ello su más
alta responsabilidad, porque no hay nada peor que vender una vida demasiado
barata. Por eso no podemos olvidar que parar la economía también mata. Que la
pobreza mata, que la soledad mata, que la depresión mata y que mata también
esta desglobalización que nos espera y a la que tantos abrazan ahora como niños
a una madre en mitad de la tormenta. El repliegue nacional que
viene y que quiere ponernos a plantar aguacates y a fabricar mascarillas
también mata. Todas estas políticas tienen un coste en vidas humanas. Y es un
coste especialmente alto entre los más pobres de los países más necesitados,
precisamente, de globalización. Y aunque a nadie le guste hacer estos cálculos,
hay que recordar que también el 8-M también fue un
cálculo de vidas y muertes mientras se pudo decir que el machismo
mataba más que el virus.
El del 8-M es un cálculo
especialmente difícil, porque tiñe de cinismo incluso la única posible defensa
que tenía el retraso del Gobierno en decretar medidas de distanciamiento social
y el posterior confinamiento: el respeto a las libertades ciudadanas más
básicas. Es una defensa que ahora sería chiste, pero que hubiese servido
entonces para excusar las inacciones del Gobierno y que serviría ahora para
mostrar de qué forma (¿exponencial?) crece la represión en un país democrático:
muy lento, primero, y de golpe después. Seguro que hay algún gráfico que lo
ilustre, pero ningún gráfico explicará tan bien la deriva totalitaria de este
Gobierno como lo ha hecho durante años el propio Pablo Iglesias. Porque Podemos
es un partido ideado para provocar y aprovechar las situaciones excepcionales
como las presentes para imponer un programa que se ha escrito, filmado y
retuiteado hasta la náusea. Y por eso es tan peligroso tenerlo en el poder en
momentos como estos. Podemos no es un partido totalitario, claro, pero quiere
acabar con los medios privados de comunicación. No es totalitario, pero quiere
erradicar a una derecha cada vez más extrema y cada vez más extensa de la vida
pública de este país. No es totalitario pero quiere el control total de los
precios, de las redes y de quienes y cuándo y cómo pueden salir por la calle,
salir por la tele, trabajar o recibir una prestación social. No es totalitario,
pero todo problema lo soluciona con el mismo y conocido recetario: control de
precios, control de movimientos y comunicaciones, tabula rasa del
sistema y creación del hombre nuevo (o "reencarnación colectiva de nuestra
especie", en palabros del genial ministro Castells).
Esto tampoco se podía
saber, y es una pena que el insomne Sánchez lo olvidase tras las elecciones y
duerma hoy, plácidamente a su lado, el sueño de los justos. Pero sirve al menos
para entender la extensión de la hipocresía, el autoritarismo y, sobre todo,
de la mentira sistemática que vemos estos días. Porque la mayor virtud
de Sánchez siempre ha sido la de no engañar a nadie. Todo el
mundo sabía que pactaría el Gobierno con Podemos y los nacionalistas y todo el
mundo sabe ahora que miente cada vez que abre el recetario. Todo el mundo.
Hasta su propio Gobierno, porque la función primordial de su mentira no es
engañar a la gente sino darle una excusa. Ellos hacen ver que mienten y los
suyos hacen ver que les creen para poder seguir votando lo que quieren sin
asumir como propias las responsabilidades que en democracia conlleva el voto;
las terribles responsabilidades que hoy conlleva su gestión.
No es una guerra, pero
lo parece. Y en una guerra, la crítica que merece el Gobierno toma la clásica
dimensión del asesinato como una de las nobles artes: la muerte por
negligencia ya es mucho más aceptable que la persecución de los bulos. No es
una gran noticia, pero puede ser una pequeña esperanza.
Ferran Caballero es profesor de Filosofía,
articulista y autor de Maquiavelo para el siglo XXI (Ariel).
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