CRÓNICA GLOBAL17.04.2020

En el terreno
del pensamiento y la opinión el kitsch sirve para enmascarar la realidad de las
cosas con lo cual contribuye a aumentar la confusión y a demorar la posible
confrontación de los conflictos. Así, cuando un político dice que los
españoles “estamos en deuda con” el personal sanitario, o que “estamos
orgullosos” de nuestro Ejército, incurre en un kitsch patriótico que
sin duda le hará sentirse personalmente más bueno y representará un personaje
más humano, más empático. Pero la realidad es que en vez de “parole, parole,
parole” (Mina), o “words, words, words”, (“palabras… solo mentiras, señor”:
Hamlet), ese personal sanitario preferiría mejores herramientas
para hacer bien su trabajo o cobrarse esa deuda, en forma, por ejemplo, de paga
extra.
Hoy nos
abstendremos de mencionar ejemplos de la política, pródiga en ellos.
Mencionaremos algunos de la prensa en relación con el confinamiento, sin decir
nombres para que ninguno de los aludidos se sienta ofendido; pues no es ésa la
intención de este texto, sino dar una llamada de alerta contra el kitsch.
Por ejemplo,
cuando Jordi É. primero, y pocos días después el presidente de la Generalitat
–el kitsch salta las ideologías, no se enquista en una de ellas— dicen que
cuando se mueren los ancianos en las residencias “se nos muere la memoria”, la
frase puede parecer tierna y bonita, pero es un fraude muy molesto. En
primer lugar porque la frasecita supuestamente ingeniosa desplaza la cualidad
de perjudicado de las verdaderas víctimas hacia quienes no lo son: los
autores de la frasecita, para empezar, y luego sus lectores, que se sienten sin
duda agradecidos al poderse emocionar con su propia pérdida (¡de memoria!).
Siendo ésta
cursi, encima es mentira; la desnuda y cruda verdad es que cuando fallecen esos
ancianos en las residencias los que fallecen son ellos, y el drama es esa
muerte a menudo solitaria, y no otra cosa. En cuanto a “nuestra memoria”, la
triste verdad es que la mayor parte de las veces esos ancianos tienen la suya
bastante deteriorada, ya sea por efecto de la propia edad, de la senilidad o del
alzheimer, lamentables carencias que a menudo son las que determinan
precisamente su ingreso en las residencias.
Como en las
novelas cursis, el sentimentalismo del kitsch encuentra terreno fértil para
crecer y desarrollarse en las cuitas compasivas (de boquilla) sobre los
elementos más débiles de la sociedad, ancianos y niños. Cuando Dostoievski
o Dickens querían emocionar al lector y no disponían de muchas páginas
para irlo ablandando, en seguida ponían a una huerfanita a morirse de
tuberculosis, si era posible a la intemperie, y mejor bajo una nevada, y el
efecto era inmediato: páginas mojadas por las lágrimas. A ellos se les perdona
ese truco de tahúr porque lo compensan con obras maestras de la literatura,
pero no todos pueden decir lo mismo.
En este sentido
lamento que la profesora M. L. incurra de cuatro patas en el kitsch cuando
escribe su sentimental jeremiada La infancia confinada, y con ella
son cursis todos los que hacen del encierro de los niños un caso más grave que
el de los adolescentes, los jóvenes, los maduros o los ancianos. Mire,
profesora: lo que dice usted es cursi. La crisis del coronavirus no es un plato
de buen gusto para nadie; en concreto la “infancia confinada” puede pasar el
confinamiento relativamente bien, o puede sentirse como en una cárcel; también
la guerra puede ser un trauma para toda la vida o “las largas
vacaciones del 36”: depende de las circunstancias, de la didáctica que se
aplique a los niños y de la compañía en que se encuentren. Usted, que
en las redes sociales se pone como ejemplo porque sigue pagando a la asistenta
de su hogar aunque no ésta no puede ahora venir a limpiarle la casa (como hacen
tantos burgueses pero sin dar tres cuartos al pregonero) se merece, si no el
Diploma a la Gran Cursilería, sí un accésit.
Otro accésit
para los bocazas que piden que los demás se callen. Que cese la crítica. Que se
imponga el silencio, favorable a la reflexión. P. H., progresista, siempre tan
activa y combativa en prensa y en redes sociales, se queja de que “mientras
la ciudad calla, las redes gritan”. Lamenta que todos opinan pero nadie
escucha, todos “se repiten, se contradicen, se enredan y discuten” “Opinan,
opinan, opinan… Y solo generan ruido”... Ante tanto ruido “necesitamos espacios
de silencio que nos permitan parar, nos calmen y nos ayuden a pensar”. Ya. El
silencio es estupendo, desde luego, ¿quién va a estar en contra del silencio y
del pensamiento? Por ahí se mete en el bolsillo a los lectores. Pero ese
artículo, publicado en prensa y repicado por las redes sociales, ¿no
contribuye a ampliar lo que denuncia? ¿No consiste, precisamente, en más
ruido?
De su tesis,
tan extraña, se deduce que se puede hablar y hacer ruido sin tasa mientras no
haya un problema serio; pero cuando éste se presenta entonces lo que hay que
hacer es callarse. ¿Que pasa algo grave? ¡Silencio!
En nombre de la coherencia P.H. y tantos que como ella reclaman una
suspensión de la opinión y de la expresión (ajena) podrían aplicarse su propia
receta y dejar de publicar mensajes y artículos mientras dure el
confinamiento. Algunos se lo agradecerían, pero de verdad que la salud
pública no exige tanto sacrificio: porque lo cierto es que nadie está obligado
a escuchar ese “ruido” supuestamente tan dañino. Basta con desconectarse de los
altavoces y ese cacareo que tanto fastidia a la hipersensible P.H.
milagrosamente… se deja de oír.
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